La dignidad del refugiado

Para sensibilizarse y comprender la importancia de este tema basta con describir la situación de Siria. Tres años después del comienzo del conflicto, Siria lidera la lista mundial de desplazados, con 2,7 millones de refugiados en países vecinos y más de 6,5 millones de desplazados dentro del propio país. A medida que la situación sigue empeorando, las cifras de personas en necesidad de protección continúan aumentando. Solo el Líbano acoge ya en 2014 a más de un millón de sirios, lo que está suponiendo una gran presión sobre los recursos e infraestructuras del país. El Líbano se ha convertido en el país con la mayor concentración de refugiados per cápita en todo el mundo, con más de 220 refugiados sirios por cada mil ciudadanos libaneses. Por su parte, Jordania alberga el que es ya el segundo mayor campo de refugiados del mundo, Zaatari, que acoge a más de 100.000 sirios que han huido de la guerra. Los niños son los principales afectados por este conflicto: 5,5 millones de menores están desplazados y 10.000 han fallecido a causa de una guerra que en total se ha cobrado unas 100.000 vidas, y en la que se han producido crímenes de guerra y atrocidades de todo género. A la Unión Europea han llegado 83.000 solicitantes de asilo, de los cuales aproximadamente el 60% han sido recibidos por dos países: Suecia y Alemania. En el caso de España, el número de solicitantes se limita a 1.421.

La dignidad del refugiado¿Qué podemos, qué debemos hacer? Hace más de veinte años, en 1993, participé en un informe para la Comisión Trilateral sobre «Los nuevos retos de las migraciones internacionales», en el que afirmaba lo siguiente: «Al estudiar la situación europea, la primera conclusión, la más inmediata y la más obvia, es la de detectar que la no existencia de una política comunitaria común y la diversidad de legislaciones y de actitudes nacionales son factores profundamente negativos en el intento de coordinar adecuadamente los procesos migratorios. Esta situación ha generado y sigue generando en la opinión pública de muchos países la sensación de falta o de pérdida de control por parte de los poderes ejecutivos, hecho que ya ha tenido consecuencias políticas negativas de todo orden, pero que podría llegar a generar climas de tensión y violencia incontrolables si no afrontamos con decisión los movimientos crecientes de xenofobia y racismo que la extrema derecha ha puesto en marcha. Le Pen, Haider y Schomhuber, entre otros, han demostrado con absoluta claridad lo fácil y lo rentable que es manipular la sensibilidad de muchos ciudadanos hasta hacer que se sientan amenazados e indefensos ante una “invasión” incontrolada de inmigrantes». «Los problemas que plantea la emigración no se van a resolver sólo con medidas legales, y aún menos con nuevas murallas de Berlín o con nuevos telones de acero».

La situación, en verdad, no ha cambiado mucho desde 1993. No existe una política comunitaria coherente y la que existe no se aplica a nivel nacional; seguimos levantando todo género de murallas, y los partidos de extrema derecha en las recientes elecciones europeas han explotado sin el menor pudor y con éxito el miedo al reto migratorio, hasta el punto de convertirlo en el eje principal y a veces único de su campaña política. Olvidan consciente e irresponsablemente que la práctica totalidad de los emigrantes y refugiados –como hemos visto en el caso de Siria– están situados en países pobres cercanos a los países con conflictos. A Europa, y en general al mundo desarrollado, solo llega un mínimo porcentaje de esas personas.

En estos momentos la isla italiana de Lampedusa y las ciudades autónomas españolas de Ceuta y Melilla son las fronteras físicas entre África y Europa, y todas ellas están viviendo desde hace tiempo el drama de la inmigración con un número creciente de muertes y heridos graves y unos problemas, también crecientes, de tensiones continuas, de convivencia difícil y de riesgos potenciales que podrían convertirse en reales a muy corto plazo. Resumamos la situación concreta de Ceuta y Melilla. La llamada «presión migratoria» viene aumentando desde el último año y no es previsible que descienda ni a corto ni a medio plazo, aunque no conviene alarmar a la ciudadanía con cifras dramáticas. El Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), que tiene una capacidad de 480 plazas, alberga en la actualidad a cerca de tres mil personas, de las cuales más de trescientos son menores de edad. Hay que resaltar que el 70% de esas personas provienen de países en situaciones de conflicto bélico, como Siria, Malí, el Congo y Somalia. Es decir, no se trata de inmigrantes por razones económicas, sino de ciudadanos que tendrían, en la gran mayoría de los casos, la condición de refugiados y el derecho a solicitar el asilo. No lo solicitan porque la falta de equipos humanos competentes y de los medios materiales mínimos para tramitar estas peticiones impide hacerlo con la eficacia y la urgencia que la situación requiere. Prefieren, por ello, ser inmigrantes a refugiados. Y esa situación no debe continuar.

No podemos permitir que la situación en Ceuta y Melilla acabe dañando nuestra imagen. No sería justo. Tenemos que comprometer, desde ya, a las instituciones comunitarias competentes y a las nacionales, en la definición de un plan estratégico de respuesta, que tendrá que incluir la concesión de los fondos europeos necesarios para afrontar estas situaciones, fondos que están muy bien dotados especialmente para países que tienen fronteras externas, como es nuestro caso. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas (Acnur), que tiene a escala global una experiencia acumulada inigualable, estaría dispuesto a colaborar activamente dentro de estas líneas de acción.

Jean-Marie Le Pen acaba de afirmar que el Ébola arreglará en tres meses el problema de la emigración, y el alcalde de Sestao ha calificado de «mierda» a los emigrantes. Algo huele mal en el mundo rico, que en algún momento tendrá que entender y asumir con todas sus consecuencias que hablamos de seres humanos que, al habérseles negado el derecho básico a vivir en sus propios países, adquieren sin reservas el derecho a emigrar y a ser tratados con toda dignidad en aquellos países, como España, que tienen la obligación moral y también jurídica de darles asilo.

Antonio Garrigues Walker, presidente de honor de ACNUR

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