La dignidad perdida

He pasado muchos años defendiendo la dignidad de los pacientes, frente a terceros y frente a ellos mismos, cuando han querido atentar contra su propia dignidad. Hoy no me centraré en la dignidad ontogénica, la que tenemos todos los seres humanos por naturaleza, sino sobre la dignidad adquirida, aquella que ganamos a lo largo de nuestra vida y que crece en función de nuestros actos, elevándonos como hombres o mujeres, o enterrándonos en abismos insospechables, haciendo que la perdamos, llevándonos a la indignidad.

Esta degradación se produce cuando atentamos contra sus pilares básicos: la libertad, la verdad, la justicia, y el amor.

La libertad, que implica elección y cuya meta es la felicidad natural, requiere vivirla con responsabilidad.

Todo intento de oprimirla o sojuzgarla denota una deshonra. Una realidad constatable en todas las ideologías totalitarias y una tentación en algunos modos de gobernar han sido cercenar las libertades individuales y sociales, por ejemplo la orden de vigilar y perseguir opiniones desfavorables a la gestión de la pandemia bajo la excusa de vigilar los bulos. Es tan vil, aunque en distinta medida, la del poderoso que da la orden como quien la ejecuta. Todo esto es infame.

Los ataques a la verdad son fácilmente detectables. Todos conocemos personas de la vida pública que han mentido descaradamente tanto en su trayectoria académica como en sus promesas políticas y que, en nuestro contexto, han ocultado información de los organismos internacionales ignorando o negando el peligro que se cernía sobre todo un país. ¿Cómo se debería interpretar?, ¿es por negligencia o por condicionante ideológico?

El resultado ha sido la falta de planificación para abordar el riesgo existente y, como consecuencia, la expansión descontrolada de la pandemia, el desbordamiento del sistema de salud y una ingente cantidad de fallecidos y enfermos.

Cada vez se hace más verosímil la sospecha de fraude en la adquisición de material, ¿desidia, incompetencia administrativa? Cuesta comprender que los técnicos, que tendrían que proclamar la verdad de la ciencia, estén sometidos a las presiones de sus jefes políticos perdiendo prestigio profesional.

Pienso que muchas de las concentraciones que se celebraron en torno al 8 de marzo, fiestas, partidos de fútbol, mítines, fueron para justificar los actos reivindicativos de ese día.

En resumen, la dignidad no se pierde por la ignorancia sino por la tergiversación de la verdad y por el mal uso de la libertad. La verdad se fundamenta en la realidad, en datos verídicos y contrastados, y no en un relato articulado, que por muy repetido que sea acaba siendo siempre propaganda.

La sospecha de falta de verdad puede conducir al miedo, produciendo el adormecimiento de la sociedad, o ira e indignación, que puede terminar en violencia. Ambos son terribles.

La Justicia tomada como virtud. La del hombre bueno, ecuánime, comedido, veraz, honrado, respetuoso con el otro, que reflexiona frecuentemente sobre sus acciones…

¡Qué contraste! ¿A quién se le imputarán los más de 28.000 muertos oficiales, que pueden llegar a superar los 45.000 según el Registro Civil. Y entre ellos 18.000 ancianos en residencias. O el número de sanitarios infectados y muertos, el más alto del mundo, tantas personas víctimas entre médicos, enfermeros, guardias civiles, policías nacionales y locales, farmacéuticos, auxiliares de enfermería, celadores, técnicos..., y qué decir de los más de ochenta sacerdotes y religiosos que han fallecido atendiendo su servicio pastoral, etc.?

La cronología de los hechos plantea dudas para entender la inacción al adoptar medidas y minimizar el efecto de la pandemia, anunciada a finales de enero por la OMS. Además el exceso de celo en adoptar las competencias del mando único plantea la ineludible responsabilidad de todo lo ocurrido. Lo cual es indignante. Y permitir los ataques y el menosprecio a las instituciones del Estado, al Rey y a la Constitución. Esto también es una agresión flagrante a la justicia y una indignidad.

¿Qué es el amor? sino la donación de la propia vida, la solidaridad, la vocación, el voluntariado. Sin amor, el hombre no se comprende a sí mismo. La falta de amor es la nada.

El amor es lo que dignifica a la persona. La libertad, la verdad y también la justicia son expresiones del amor. El afán de poder no es amor y el amor propio mal gestionado es egoísmo, egocentrismo, soberbia, fatuidad y lleva al vacío.

Una sociedad democráticamente avanzada demanda líderes dignos de respeto, que amen la libertad de opinión, que sepan escuchar y actuar desde otras perspectivas. Líderes veraces, que no permitan la difamación del otro, que amen a su pueblo y su Historia, y que tengan el coraje de retirarse cuando sean incapaces de encontrar soluciones justas.

Volviendo al comienzo, la dignidad resulta difícil de definir o incluso de comprender sin una visión trascendente de la vida. Me he encontrado personas que no la entienden, la usan como un término coloquial, sin profundizar en su grandeza o su degradación (nunca llega a perderse totalmente). Y nada es más edificador que verla como la puede ver el Cristianismo. En definitiva, para un cristiano la dignidad es algo divino porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y estamos llamados a ser sus Hijos.

Lo ocurrido en nuestro país, con la falta de profundización en los compromisos éticos (poder no entendido como servicio, juego ocasional más o menos enmascarado con la eutanasia en personas ancianas...) llevará, como decía hace años el escritor Rafael Pérez Gómez, a que puedan volverse en su contra.

Pero hay esperanza, la dignidad adquirida y perdida puede recuperarse con el ejercicio renovado -por los líderes y el común de los mortales- del respeto a la libertad, la verdad, la justicia y el amor.

Ni la riqueza, ni la popularidad, ni la prensa, pueden dar marchamo de dignidad.
John H. Newman

Manuel González Barón es Director Honorario de la Cátedra de Oncología Médica y Cuidados Paliativos de la U.A.M.

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