La dimensión del dolor

Una creencia del periodismo norteamericano clásico, news are bad news, presuponía que la tragedia de cualquier signo daba para mantener titulares en la primera página, pero quizás no sea el caso en tiempos ansiosos de novedad y cambio. Es lo que ocurre, me temo, con la tragedia venezolana, que ya pareciera formar parte del paisaje. Que el mal prevalezca a través de los días, o que todo siga empeorando porque nada cambia, genera una especie de inercia en la que no se distinguen los niños que mueren por falta de tratamiento de los migrantes que abandonan el país. Ante una nomenclatura desalmada, que recurre a la represión para mantener el asalto a las arcas públicas, se ha sostenido que los movimientos de calle, la resistencia estudiantil o la articulación de la oposición democrática ya hubiesen podido cambiar el destino de las cosas, pero en el caso venezolano, después de muchos esfuerzos, pareciera que todo empeño termina embarrado en un pozo de frustraciones. Un mal hábito nacional, fruto de la desesperación, ha sido arremeter contra la oposición, aunque más allá de errores y desaciertos haya llevado siempre la peor parte de un conflicto profundamente desigual. Los presos, torturados, inhabilitados, expulsados, enjuiciados, fiscalizados y también muertos han entendido que hacer política implica exponer la vida, o sencillamente perderla. Así se podría entender que la duda, el desaliento o el abandono de las causas se vuelvan opciones previsibles.

Pero más allá de los titulares que no varían, la crisis comienza a entrar en unos espacios de intimidad que pocos perciben o describen. El fenómeno de la llamada diáspora, por ejemplo, que hoy afecta a la décima parte de la población, está creando situaciones inimaginables: familias fracturadas, hijos que viajan para enviar remesas a sus padres, ancianos que se quedan sin sostén, profesionales que el país pierde. También la delincuencia, que viene de atrás, siega la vida de unas treinta mil personas por año. En cuanto a realidades socioeconómicas, refieren una pérdida de diez kilos por habitante y una vuelta al ochenta por ciento entre pobreza relativa y extrema. Se estima que el déficit en medicamentos alcanza a nueve de cada diez venezolanos, mientras que los hospitales públicos pierden la mitad de sus médicos.

Entre realidades que comienzan a ser dominantes –muerte por hambre, enfermedad, delincuencia o abandono–, se comienza a colar una narrativa de la cotidianidad que, a fin de cuentas, remite al puro, insoluble y descarnado dolor. Los narradores, periodistas, articulistas y cronistas, tienen en la realidad de hoy referentes que los sepultan, pues su desproporcionado peso se hace indigerible. Nunca el país había producido tantas microhistorias, que no se reseñan porque no hay quien las escuche. Ni siquiera el comentario de boca a boca da para procesar todo lo que ocurre. La impotencia, el desamparo, la desesperación, son el pasto diario, cuando no la muerte accidental o terminal. Es una cotidianidad que abruma, porque cada acontecimiento hunde cada vez más a los habitantes, reducidos a muertos en vida.

Es esa dimensión del dolor, subterránea, la que está creando otro país, forjando una nueva cosmovisión: materia que alimenta a los nuevos narradores y, más aún, a los poetas. Porque se necesitan palabras, relatos o versos para describir lo insondable, para darle rostro a lo que no tiene, para hallarle sentido a lo que corre en un plano inconsciente. No hay manera de procesar en los actos lo que nos sucede, de digerir el tamaño de la desgracia, de tener conciencia ante la magnitud del horror. Vivimos sumidos en un atolladero de no significación; de allí la urgencia de encontrar palabras que nos guíen, orienten o consuelen. Cuando el horror no tiene nombre es más difícil saber qué es o de dónde viene.

Muchas veces, la Venezuela que se toca en los titulares, la Venezuela de las estadísticas o del bochorno, con un Gobierno sin condición humana, está lejos de la otra Venezuela de la cotidianidad. En la primera, se nombran abstracciones; en la segunda, se toca la carne del sentido. Hay un divorcio entre lo que se dice del país y lo que es el país de los padecimientos. Quizás no podamos verlo ahora, cuando todo es ocultamiento, pero no para los que lo reseñan con otros ojos, auscultando por debajo de las apariencias. Esos textos o reflexiones serán los del futuro, cuando podamos ver hacia atrás y medir con precisión la dimensión del dolor que hoy nos paraliza.

Antonio López Ortega es narrador y ensayista venezolano. Su último libro es La gran regresión (UCAB, 2017).

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