La dimisión y la cacería

Cuando, en estos tiempos, se produce la dimisión (o el cese, formalizado como dimisión) de un ministro, tras no pocos errores de fondo y de forma, éstos pueden pasar a un segundo plano por un motivo razonable: el hecho de que se abre un nuevo panorama y eso afecta a los problemas pendientes, que no son menores ni leves. Hay razones serias, sin embargo, para no olvidar de inmediato lo sucedido. Por de pronto, una razón es la de procurar que no se repitan los errores. Y, antes, importa mucho reconocerlos como tales y, más aún, entender por qué han sido errores.

Me parece que quien ocupa el cargo de ministro de Justicia, cualquiera que sea el color del Gobierno y de la mayoría parlamentaria, debe darse cuenta de que esa cartera ministerial impone, muy especialmente, neutralizar, en sus opiniones y en sus comportamientos, el personal sesgo político-partidista e ideológico. Muchos titulares de la cartera de Justicia así lo han entendido, pero no el ministro dimitido, que, por el contrario, no sólo omitió templar su talante y su compromiso ideológico-político en sus actuaciones, sino que blasonó expresamente de impregnarlas de su particular idea del progreso y de los enemigos del progreso. De ahí demasiados dichos y hechos del dimitido que parecían buscar mucho más la provocación y la inculpación político-social que el consenso necesario para ir mejorando las cosas públicas de su competencia.

Algo que debe caracterizar también a cualquier ministro de Justicia es un exquisito respeto a los miembros del Poder Judicial, es decir, a los jueces y magistrados, uno por uno y en su conjunto. Y eso supone, ante todo, respeto sin reserva ni crítica pública a las resoluciones judiciales, aunque le parezcan erróneas y, eventualmente, tenga razón. Además, piense lo que piense de la situación y de la deriva del Consejo General del Poder Judicial y de sus miembros (siempre hay uno o varios con afán de estrellato), el titular de Justicia, en España, no sólo no puede protagonizar ni azuzar enfrentamientos con ese máximo órgano de gobierno del Poder Judicial, sino que ha de mantener una relación formal y externamente cortés y considerada. Es habitual que el ministro de Justicia, en España y fuera de ella, se considere responsable de inculcar esa actitud de respeto a todos los miembros del Gobierno, presidente incluido. No respondió el ministro dimitido a este criterio, que quizá algunos consideren discutible ahora que todo se discute, pero que es un criterio tenido universalmente por prudente, como lo demuestra el que, mejor o peor, hayan procurado seguirlo muchos predecesores de don Mariano Fernández Bermejo.

Un par de cacerías, en sábado y domingo seguidos, del dimitido Fernández Bermejo y del notorio magistrado-juez titular del Juzgado de Instrucción nº 5 han sido -mucho más, me parece, que una testimonial «huelga» de jueces de un día- el motivo de esta dimisión-cese. Sobre las cacerías y sus circunstancias se ha escrito mucho y con bastante picante, unas veces simpático y otras con algún exceso de sal gruesa. La verdad es que ha sido un espectáculo penoso. Un escándalo mayúsculo, aunque la epidermis colectiva de los españoles se encuentre entre la de los paquidermos y la concha de los quelónidos.

Dejaré a un lado otras compañías de los citados cazadores, el precio y la invitación confesados y la falta de licencia de caza del entonces ministro. Dejaré también al margen que las cacerías fuesen coincidentes con actuaciones del notorio magistrado-juez, que niega la personación procesal a un partido, no con razonamientos admisibles, sino a causa de la posible implicación de ese partido (pero, ¿es que un partido puede ser parte acusada de delito?).

Apartando todo eso, que ya es apartar y prescindir, ocurre que es algo sumamente improcedente e incurre en absoluta falta de decoro que un ministro de Justicia cace con un juez central de Instrucción. Lo mismo que irse un juez de pesca en el yate de un alcalde, de un constructor o de un importante abogado de la costa...especialmente si tiene pleito pendiente en el Juzgado del compañero de pesca. Comprenderán los lectores mi estupefacción al leer las declaraciones de los portavoces de dos asociaciones judiciales restando importancia a esa confraternización venatoria. Si acaso, decían unos, nos parece mal que se maten seres vivos, como si haberse ido juntos a comer y a por setas hubiese merecido menor reproche. A partir de ahí, leímos y escuchamos las cosas más peregrinas. Vimos que la cacería pretendía eliminarse con la «c» de corrupción o la «c» del «cazo» que ponen los aprovechados sinvergüenzas. ¿Ha sido serio, digno de un país que se tiene por civilizado, el lamentable juego, durante largos días, del «y tú más» o el «pues anda, que tú»? Ni la golfería posible o probable de éstos neutraliza la de aquéllos ni el compadreo Ministro-Juez perdía un ápice de indecencia a causa de otros hechos lamentables. La dimisión-cese ha tardado mucho más de lo debido y ha ido precedida de las más torpes disculpas, que encharcaban a los comprensivos en los barros del coto inoportuno.

Pero, si bien se mira, cuando el entonces ministro de Justicia, Sr. Fernández Bermejo, cazaba con el titular del Juzgado Central de Instrucción nº 5, el Sr. Garzón Real, este magistrado-juez, el Sr. Garzón Real, cazaba con el Sr. ministro de Justicia, Sr. Fernández Bermejo. Hay que poner blanco sobre negro esta absoluta obviedad, porque, a propósito de la cacería, apenas se ha ocupado nadie del cazador judicial, que, en castizo, tiene bastante más delito que el ministerial. Porque a los jueces, aún más que a los ministros, se les debe exigir que cuiden la realidad y la apariencia de sus amistades, de sus relaciones y de sus afinidades. ¿En ningún caso pueden los jueces ir a cazar con quienes quieran? Poder, pueden, pero que no se extrañen si cazar, comer o cenar con unos o con otros, según los «perfiles» (como ahora se dice) y las circunstancias de los unos y los otros, nos parece, a los ciudadanos ordinarios, algo indecente y deplorable. Que no se extrañen si algunos todavía no vemos con buenos ojos el ejercicio frívolo, imprudente e irresponsable de la libertad personal y si dejamos de fiarnos de quienes, llamados a juzgar, piensan que les asiste el derecho fundamental de irse de copas, de setas o de ciervos con cualquiera, en cualquier momento y esté sucediendo lo que esté sucediendo.

Hay escritas centenares o miles de páginas -muchas de ellas de sentencias del Tribunal Supremo y del Constitucional- acerca de la imparcialidad objetiva, que es la ausencia de sucesos y circunstancias externos que empañen la apariencia de imparcialidad o que hagan temer o sospechar razonablemente la parcialidad. La mayoría de los jueces cuidan este importante asunto. Se abstienen si se puede poner fundadamente en duda su imparcialidad. Alguno no. Alguno parece que se considera fuente autónoma del Derecho, superior a las que nos atañen a los demás.

El ministro dimitido-cesado echó sapos y culebras ante una discutible decisión del CGPJ y anunció que aprobaría -aquí resulta que son los Gobiernos los que aprueban las leyes- una reforma del régimen disciplinario de los Jueces. Sí que hace falta esa reforma. Episodios como la cacería detonante del cese-dimisión debieran tener encaje entre las faltas de jueces y magistrados. Será difícil configurar el tipo de falta sin caer en groseros casuismos, pero estaría muy bien lograrlo.

Andrés de la Oliva Santos, catedrático de Derecho Procesal. Universidad Complutense.