La dinastía, la casta y la asamblea

Se suele decir que en España hemos tenido monarquía sin monárquicos y república sin republicanos. No entro en ello. Lo que parece fuera de toda duda es que los españoles conocemos mal nuestras instituciones

Comenzaré por lo más trivial: la lamentación generalizada y disparatada, por la supuesta desidia de nuestros legisladores, culpables, se dice, de no haber aprobado a tiempo, antes de que la abdicación se produjese, la ley orgánica que exige el artículo 57.5 de la Constitución. Lamentación basada en un error de lectura, pues la Constitución no prevé la existencia de una absurda ley general de Abdicaciones (o de Renuncias), sino que cada una de estas se haga efectiva mediante ley orgánica. Esto es lo único posible y lo que efectivamente se ha hecho. Los actos del Rey son por lo general actos debidos, realizados por iniciativa del político que los refrenda y asume su responsabilidad. Y sólo mediante el refrendo se incorporan al ordenamiento jurídico, se transforman en derecho. Pero como la abdicación es una decisión personal del Rey, cuya responsabilidad sólo a él incumbe, su incorporación al ordenamiento no puede hacerse mediante el refrendo. Esta es la función que desempeña la ley orgánica aprobada por las Cortes, que no puede ser sino singular: en realidad un acto en forma de ley.

Reflexión más enjundiosa requiere la apasionada crítica que con ocasión de la abdicación se ha hecho de la monarquía, en cuanto institución, al margen de los errores o aciertos de quien hasta ahora ocupó el trono. Una crítica encabezada por Izquierda Unida, pero vigorosamente compartida por otros muchos partidos ya establecidos y un importante grupo que participa en la vida pública sin serlo. O siéndolo sólo a su pesar, pues según parece, al inscribirlo en el Registro de Partidos, los representantes de Podemos han hecho constar que lo hacían “por imperativo legal”, la famosa apostilla que durante la restauración inventaron los republicanos para jurar la Constitución monárquica y después utilizaron, ya en nuestra época, algunos diputados vascos. No parece inadecuado llamarlos “asamblea” pues asambleario ha sido hasta el presente su forma preferida de decidir. Si la traslación de este método al ciberespacio ha cambiado tanto su naturaleza que ya no le sea aplicable el célebre dictum según el cual no hay necedad, por grande que sea, que no pueda hacerse aprobar por una asamblea, con tal de que esta sea suficientemente numerosa, es cosa que el tiempo dirá.

El argumento que sostiene la compartida hostilidad contra la monarquía es, en resumen, el de que, en un sistema basado en la legitimidad democrática, es inconcebible una institución a la que no se llega a través de la elección popular, sino en virtud de un hecho puramente biológico, de ser miembro de una dinastía. Es cierto, se admite, que a través de la Constitución, el pueblo tuvo ocasión de pronunciarse sobre la monarquía y la aceptó en referéndum, pero este ha agotado ya sus efectos legitimadores, bien porque está muy lejano en el tiempo, bien porque se produjo en circunstancias que restaban fuerza a su resultado. De ahí que en un alarde de generosidad para quienes pensamos de otro modo, propongan la convocatoria de un nuevo referéndum, que ofrezca al pueblo español de hoy, a las generaciones vivas, la posibilidad de optar entre la supresión de la monarquía o su conservación. La generosidad es muy de agradecer, pero en la forma en la que se hace, la propuesta no encaja en la Constitución, en la que un referéndum de esa naturaleza sólo es posible como culminación de una reforma constitucional, cuya iniciativa está por lo demás en manos de Izquierda Unida, como de los demás partidos políticos. Este obstáculo no frenará seguramente a la asamblea, cuyos promotores han participado muy activamente en la definición y realización de la política del presidente Chávez, basada en la creencia en un “poder constituyente originario” al que siempre cabe recurrir al margen de la Constitución. No parece posible, sin embargo, a la vista de los resultados que en Venezuela ha tenido la puesta en práctica de esta peregrina idea, que ninguno de nuestros partidos se sienta seducido por esta creencia y decida abandonar nuestra pobre democracia constitucional para seguir el ideal de la “democracia participativa protagónica”, que ahora continúa el presidente Maduro.

Pero dejemos lo accesorio para volver a lo principal. Visto de cerca, el argumento en el que se fundamenta la hostilidad contra la monarquía es bastante menos sólido de lo que a primera vista pudiera parecer. En las democracias europeas los jueces, que lo son hasta su jubilación (si se jubilan), no suelen ser elegidos por el pueblo, e incluso se considera aberrante que los representantes del pueblo (esto es, los partidos, la denostada “casta”) intervengan de algún modo en la designación de los miembros de los más altos tribunales.

Esta excepcionalidad de la judicatura suele explicarse mediante dos argumentos distintos: el de que el desempeño del poder judicial exige independencia política y conocimientos especializados, y el famoso de Montesquieu: el de que los jueces no son sino la boca que pronuncia las palabras de la ley y están por tanto sujetos a la voluntad popular a través de ella. Ninguno de estos dos argumentos es concluyente, pero más fuertes, me parece, aplicados a la monarquía parlamentaria que al ejercicio de la jurisdicción.

En una monarquía como la nuestra, como titular de la Corona, el Rey no puede hacer nada al margen de la ley, y ni siquiera tomar iniciativas dentro de ella. Su función es puramente simbólica y representativa, pues la única “competencia” concreta que la Constitución le atribuye es la de “arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones”; una etérea función que no puede ir mucho más allá de intentar hablar con los titulares de tales instituciones, cuando estos quieran oírlo. Y precisamente porque su función es puramente simbólica, el Rey ha de estar y parecer radicalmente ajeno a la vida política, totalmente desvinculado de los partidos. Lorenz von Stein, un autor de mediados del siglo XIX, cuya visión de la sociedad de clases no estaba muy alejada de la de Marx, aunque por supuesto no extraía de ella las mismas consecuencias revolucionarias, justificaba la existencia de la monarquía precisamente porque esta no formaba parte de clase alguna; porque estaba, en cierto sentido, fuera de la sociedad. El argumento no es baladí; puede ser trasladado sin esfuerzo de la sociedad civil a la sociedad política y conducir a conclusiones más bien ascéticas.

Cabe dudar, como dudaba Kelsen, de que un sistema parlamentario tenga necesidad de contar con un jefe del Estado, pero si cree lo contrario, la institución ha de estar políticamente neutralizada y es más fácil conseguirlo atribuyéndola automáticamente a los sucesivos miembros de una dinastía que proveyéndola mediante la elección popular, esto es, a través de la contienda electoral entre partidos; dentro de lo que, tan despectiva como injustamente, la asamblea llama la “casta”. Y si además de estar fuera de la política, el trono también ha de estarlo de la sociedad civil, tal vez convenga reconsiderar la posibilidad de que su titular lo sea también de un patrimonio privado. Pero, esto, para mejor ocasión.

Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito de Derecho Constitucional, expresidente del Consejo de Estado.

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