La disciplina del euro

Estas últimas semanas hemos asistido a dramáticas tensiones en los mercados de deuda pública de Grecia, Irlanda, España y, en menor medida, Italia. En todos ellos se han desatado movimientos bajistas cuya explicación, oficialmente al menos, se atribuye a la conjura de poderosos especuladores. En el caso de España se dice que esa conjura podría haberse visto impulsada, además, por declaraciones y comentarios de personas y organismos internacionales por lo que, descubiertos los especuladores, aclaradas las circunstancias que les han impulsado y habiendo respondido nuestro Gobierno con explicaciones y planes para controlar el origen de la deuda -obviamente, el déficit público-, poco tendríamos ya que temer.

El panorama, sin embargo, parece bien distinto al descansar ese diagnóstico sobre dos puntos muy débiles. El primero, que todos crean en ese plan, cuando por Europa hay ya muchas voces que dudan de su posibilidad y coherencia. El segundo, que el plan realmente se cumpla, lo que tampoco parece probable al dejar nuestro Gobierno para mañana los deberes de hoy. Para colmo, aunque existen planes para salvar a Grecia, se están analizando también las posibilidades de expulsión de un país de la zona euro si no cumple con sus reglas mientras que algunos opinan que la suspensión del derecho de voto podría ser la sanción adecuada. Malos presagios para España después de la primera tormenta del año.

Los especuladores existen. Si no existiesen mal asignarían los mercados los recursos disponibles. Pero desde los lejanos tiempos de Francisco de Vitoria conocemos que, en mercados de libre competencia, el precio de un bien está relacionado con la utilidad que de él se espera y con su escasez o abundancia.

Los especuladores sólo inician o aceleran lo inevitable y su éxito depende del eco que logren en los mercados. Algunos se arruinan cuando se lanzan sobre activos de cuya rentabilidad no se duda y cuya oferta es ajustada. Y otros ganan cuando especulan sobre bienes de rentabilidad dudosa y oferta excesiva. Por eso, eliminados los especuladores como causa principal de la crisis de estas semanas, el pronóstico sobre el futuro de nuestra deuda dependerá de su cuantía y de que nuestro país pueda pagar sus intereses y amortizaciones. Dos factores ligados a los déficits futuros y a los tipos de interés.

La cuantía relativa de nuestra deuda pública se sitúa hoy en niveles cercanos a los máximos permitidos por el Tratado de Maastricht, pero inferiores a los que soportan otros países como Italia, Bélgica, Francia, Reino Unido, Alemania y, desde luego, Irlanda y Grecia. No parece, por tanto, que el problema sea la cuantía de la deuda sino la del déficit público, motor de sus nuevas emisiones, y nuestra capacidad para reducir ese déficit hasta el 3% del PIB en cuatro años o para atender el servicio de la deuda si el déficit no se redujese y si subieran, además, los tipos de interés.

Reducir el déficit del 12 al 3 % del PIB costaría bastante menos si nuestra economía creciese aceleradamente. Al aumentar el PIB, el empleo mejoraría, algunos gastos públicos se reducirían en cifras absolutas y otros disminuirían su peso relativo frente a una producción en rápido crecimiento. Al mismo tiempo, los ingresos públicos aumentarían al crecer rentas y transacciones, quizá a mayor velocidad incluso que estas magnitudes, porque nuestro sistema fiscal sigue conservando una elasticidad alta. Por eso la reducción del déficit sería mucho más asequible que en una situación de estancamiento. Pero hoy un rápido aumento de la producción exigiría de un fuerte tirón de las exportaciones, lo que resulta muy difícil sin la devaluación de nuestra moneda. Como la mayoría de nuestros compradores pertenecen al euro, devaluar nos exigiría que saliésemos de la moneda común y eso es lo que muchos nos recomiendan. Salirnos del euro y poner en libre flotación nuestra nueva moneda para devaluarla.

En apariencia las ventajas serían muchas. Además de impulsar nuestras exportaciones, como una fuerte devaluación aumentaría los precios interiores, la inflación disminuiría los salarios reales haciendo menos necesaria la reforma laboral; ayudaría a los deudores a pagar sus deudas, reduciendo la morosidad de bancos y cajas y disminuyendo así sus problemas actuales y, finalmente, en el caso de nuestra Hacienda la inflación haría también más llevadera la pesada carga de su deuda. En definitiva, la inflación animaría otra vez nuestros mercados. Por eso salir del euro constituiría para sus partidarios una excelente solución con un reducido coste. Además, sin trabas presupuestarias ni angustias monetarias, sería posible mantener el viejo sueño de algunos políticos de no renunciar al inmenso gasto público de un Estado que representa hoy casi la mitad de la producción nacional y deja cada vez menos espacio para la iniciativa privada.

Sin embargo, y frente a tantas pretendidas bondades, no resulta difícil imaginar adonde podría llevarnos un Estado sin frenos para aumentar gastos e impuestos y un Banco emisor sometido a los vaivenes de la política, obligado a financiar los déficits e incapaz, por tanto, de imponer disciplina monetaria, a lo que se añadirían unas relaciones laborales ancladas en las viejas estructuras y en las aun más viejas reivindicaciones de siempre. Tampoco resulta difícil imaginar, en tales circunstancias, hasta donde acabaría hundiéndose nuestra moneda.

De ese mundo de ineficiencia y arbitrismo tratamos de escapar con un primer movimiento de racionalización en 1959, con un pacto de largo alcance en 1977, con una apertura a Europa en 1986 y con un anclaje al euro y a su destino a principios del siglo XXI, tareas que, en ondas sucesivas y con consenso en los temas básicos, representaron el esfuerzo y la ilusión de algunas generaciones de españoles que no participamos en la Guerra Civil. Hay que añadir que, mientras fuimos capaces de seguir la disciplina de Maastricht, la economía nos fue muy bien, quizá mejor que nunca. También que, de haber hecho nuestros deberes en cuanto a reformas de fondo y de haber mantenido en los últimos tiempos esa disciplina, con las licencias coyunturales necesarias pero sin ninguna de las estructurales que tan alegremente nos hemos tomado, ahora ya estaríamos remontando la crisis, en lugar de penar en los mercados y de ser considerados la oveja negra más peligrosa del rebaño.

La disciplina del euro es esencial para nuestro bienestar a largo plazo y para dar solución a nuestros problemas de hoy. No podemos renunciar a ella. Sus claves se encuentran en contener el déficit público y en efectuar las reformas indispensables para estabilizar e impulsar nuestra economía. Hay que llevar ese déficit, más pronto que tarde, a los límites de Maastricht y la única estrategia sensata pasa por reducir y racionalizar sin más demora el gasto público.

Es posible armar un programa eficiente para esa tarea, aunque el Gobierno se empeñe en no quererlo encontrar. Algunas de esas posibles medidas ya están en el Parlamento. Otras podrían diseñarse en poco tiempo, partiendo de que un Estado eficiente en un país ya desarrollado no debería superar en mucho un tercio de la producción interior y que la deuda pública debería utilizarse lo menos posible, quizá sólo para financiar inversiones capaces de generar la producción que, en el futuro, permitiese atender sus intereses y amortizaciones.

En cuanto a las restantes reformas, las más perentorias son la laboral y la financiera. El mercado laboral no puede seguir discriminando de forma tan rotunda entre empleados fijos y temporales. Tampoco debería mantener los actuales esquemas de contratación colectiva. Y, desde luego, debería reducir el coste de la mano de obra con menos presión en las cotizaciones sociales. En el mundo financiero, además de otras reformas, deberíamos conservar las Cajas de Ahorros porque han servido muy bien para llevar sus servicios hasta los excluidos por su corta capacidad económica.

Pero deberíamos evitar la interferencia política en sus decisiones, consolidar sus redes y dotarlas de instrumentos eficientes para captar el capital que necesitan. También deberíamos cambiar nuestra enseñanza e investigación y tantas otras cosas que se vienen demandando, con escaso éxito, casi desde los memorialistas de nuestro Siglo de Oro.

A todo eso nos obliga la disciplina del euro, porque sólo con estabilidad presupuestaria y con reformas de fondo podremos mantenernos pacíficamente dentro de nuestra actual moneda, aumentando el potencial de bienestar del país. Fuera de esa disciplina, mejor ni imaginar siquiera el futuro que nos esperaría.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO