La discriminación positiva

Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (LA VANGUARDIA, 11/11/04):

Estados Unidos inventó la affirmative action en la década de 1960 para paliar las desigualdades estructurales padecidas por los negros ofreciéndoles un acceso privilegiado al empleo o la educación. Desde entonces, la idea ha hecho su camino y alimentado multitud de debates. Antes de entrar en sus implicaciones más actuales, hay que destacar la formidable ambivalencia imputada a la noción, que enseguida se asocia, en la opinión pública, con opciones multiculturalistas que, sin embargo, no son las suyas. Porque la discriminación positiva es siempre una política social, y sólo a veces una política cultural. Cuando los negros estadounidenses se definen como afroamericanos deseosos de promover una historia, una literatura, unos modos propios de expresión artística, y piden un reconocimiento para su identidad cultural bajo la forma, por ejemplo, de departamentos de estudios afroamericanos en el seno de las universidades, defienden un multiculturalismo que en sí mismo carece de especificidad social. En cambio, cuando un negro estadounidense entraba en la universidad en las décadas de 1980 y 1990 gracias a reglamentos que únicamente tenían validez para los negros y, ocasionalmente, otras minorías, no debía esperar ningún reconocimiento cultural. La injusticia y el racismo le cerraban las puertas de la enseñanza superior; en ese momento se beneficiaba de medidas para acceder, al igual que otros miembros de minorías, a unas posibilidades hasta entonces vedadas. Ese tipo de medidas son sociales; sólo a ellas debe aplicarse, stricto sensu, la noción de affirmative action. La confusión, es cierto, se ve fomentada por el hecho de que, en ciertos casos, una única e idéntica política se hace cargo de lo cultural y lo social. Así, el multiculturalismo canadiense o australiano de la década de 1980 atribuía derechos culturales a algunas minorías y ofrecía también a sus miembros facilidades específicas para el acceso al empleo, la sanidad, la vivienda, etcétera. Sin embargo, en el caso de Estados Unidos, en su conjunto, las dos dimensiones, cultural y social, remiten a políticas distintas. Una cosa es ver reconocida una identidad o una cultura afroamericana y otra convertirse en estudiante universitario. En Europa, las políticas afirmativas han recibido una acogida muy variable. En Escandinavia o en el Reino Unido, por ejemplo, se comprenden relativamente bien. En cambio, Francia descalifica tanto el multiculturalismo -"a la estadounidense", se añade a veces para subrayar el rechazo- como la affirmative action, conocida como discriminación positiva, una expresión particularmente negativa. Sin embargo, incluso en ese país, donde el debate de las décadas de 1980 y 1990 se caracterizó por un doble rechazo del multiculturalismo y la discriminación positiva, resulta perceptible una evolución, y la opinión pública se muestra cada vez más favorable. Los argumentos que se oponen a ese tipo de política se debilitan cuando se marca con claridad que las medidas de discriminación positiva son sociales, sin la menor connotación étnica o religiosa. Conceder un cargo a un 11/11/2004 - Página 2 de 2 alto funcionario administrativo porque es musulmán es tomar en cuenta una diferencia cultural, en este caso religiosa (el ministro del Interior francés quiso, hace unos meses, nombrar un prefecto musulmán); ofrecérselo a un individuo porque surge de las filas de la inmigración es actuar socialmente (el mismo ministro se desdijo y acabó nombrando, tras la correspondiente polémica, un prefecto surgido de la inmigración). En el primer caso, se supone que la religión le vale a una persona una responsabilidad política, lo cual convierte la medida en un gesto de reconocimiento de una identidad religiosa en el espacio público; en el segundo caso, se trata de corregir las desigualdades que sufren de entrada, en las carreras por los altos puestos, los individuos de origen inmigrante.

Una vez despojada de cuanto puede evocar una política de tipo étnico, la discriminación positiva topa aún con dos tipos de objeciones. Unas anteponen un principio de igualdad republicana: en el espacio público no hay el menor espacio para las minorías, sólo debe haber individuos libres e iguales en sus derechos. Y una segunda objeción se basa, en cambio, en ideas liberales: el Estado, el poder público, no deben intervenir para corregir las desigualdades sociales; todos, en la sociedad, deben pasar por las mismas pruebas. Sin embargo, Europa acepta cada vez mejor el principio de la discriminación positiva, e incluso los franceses empiezan a hacerlo. Así, un reciente sondeo de BVA indica que más de un 40 por ciento de ellos es favorable a él; muchos más, sin duda alguna, que hace diez años. Y, a partir de aquí, entramos en una pregunta política importante: ¿es la discriminación positiva de derechas o de izquierdas? En Estados Unidos, la affirmative action era y sigue siendo una política de izquierdas, por más que en la izquierda no todos sean partidarios de ella y que en la derecha algunos sí lo sean. En cambio, la discriminación positiva en Francia es más bien de derechas. Ahora bien, ¿podemos quedarnos ahí?

Admitamos que, poco a poco, en numerosos países, nos dirigimos hacia una aceptación creciente de las políticas de discriminación positiva. ¿Cómo definir lo que podría distinguir en ellas derechas e izquierdas? La respuesta no tiene una formulación difícil. Si la discriminación positiva desemboca en la promoción de algunos miembros de una minoría o un grupo determinado, en detrimento de la capacidad del conjunto en cuestión para acceder al ascenso social, o si fomenta cierto comunitarismo (por ejemplo, delegando en dirigentes o notables la tarea de organizar la promoción de ciertos miembros de su comunidad y reforzando finalmente las lógicas de fragmentación cultural y social), entonces ese tipo de política no es digno de la izquierda y podría incluso vincularse con un neocolonialismo. Si, por el contrario, desemboca en un aumento de las posibilidades de ascenso social y en la reducción de las desigualdades para el conjunto del grupo en cuestión, si vela al mismo tiempo por desalentar las derivas comunitarias, entonces puede ser una política de izquierdas; una política muy superior a la ausencia de medidas que caracteriza tanto el liberalismo como el republicanismo, salmodia de un universalismo abstracto a la defensiva, un discurso impotente en la práctica a la hora de hacer retroceder la injusticia social. La izquierda no tiene nada que ganar cediendo a la derecha el monopolio de la discriminación positiva. Ésta puede ser un medio al servicio de la igualdad, que debe seguir siendo un fin; puede ofrecer políticas voluntaristas susceptibles de reducir las desigualdades estructurales.