La doble vara de medir

Nuestra Historia se caracteriza por la doble vara de medir con que se han medido nuestros aciertos y errores en comparación con los de los demás. Se dice, por ejemplo, que el Imperio español fue más cruel que otros, pero nadie se pregunta dónde quedan más indios hoy, si en el norte o en el sur de América, o nadie dice que en Canadá tras la llegada de británicos y franceses murieron el 95% de los indígenas, o que en Australia y Nueva Zelanda se extinguió el 90 por ciento de la población autóctona, o que en Tasmania murió el cien por cien. Pocos hablan de que Bélgica (que todavía hoy se atreve a dar lecciones morales a otros) cortaba brazos como castigos a los campesinos del Congo, arrasaba aldeas enteras y ocasionaba la muerte entre 1885 y 1908 de entre 6 y 10 millones de congoleses. Menos todavía se destaca que la muy civilizada Holanda sólo en un día (el 17 de octubre de 1740) mató a cinco mil chinos en Batavia (nombre entonces e Yakarta), siendo el resto deportado, mientras la guerra de independencia, que duró cuatro años, se cobró la vida de más de cien mil indonesios. Por no hablar de la doble vara de medir que se aplica a la Inquisición en España (que habría sido la más terrible de todas), y la misma Inquisición actuando en el resto de Europa o la quema de brujas (que ocasionó muchas más víctimas además sin juicio previo), o la persecución que sufrieron los católicos en la muy protestante y civilizada Inglaterra.

A ese doble relato ya nos hemos acostumbrado y lo aceptamos con ingenua resignación, hasta el punto de que algunos de sus más conspicuos portavoces son…, españoles. Pero nuestra insondable ingenuidad continúa hoy, donde aplicamos la misma doble vara de medir solo que en esta ocasión lo hacemos nosotros solitos. Recientemente hemos asistido a la polémica por la retirada de unas fotos que representaban, dentro de un organismo público español (Ifema) en la capital de España, la acusación formal a nuestro país de ser un Estado autoritario que encarcela a la gente por sus ideas. Nadie se ha preguntado por qué no había al menos otra muestra en la pared de enfrente con las fotos de las víctimas del separatismo xenófobo y totalitario, para al menos igualar la ecuación. Todos se han rasgado las vestiduras por la supuesta censura, plegándose a la tesis dominante de que «cualquier cosa» que se presente bajo la etiqueta de «arte» debe gozar de la protección de la libertad de expresión y por tanto resulta intocable. Pero todos sabemos que eso no es cierto. Primero, porque no todo lo que se presenta como arte lo es. Hace tiempo que no sabemos lo que es el arte, y en ocasiones éste prioriza la mera provocación sobre el gusto estético. Esto podría estar bien para los años 70, pero hoy resulta casposo y un disfraz para ocultar el verdadero problema: la falta de imaginación y de técnica. El rey está desnudo pero nadie osa decírselo. El arte como arma política no es arte, o al menos no solo arte. O ¿es que Francia o Alemania habrían permitido, ante una situación similar, una exposición que hubiera encumbrado como héroes a los que quieren destruirles en pedacitos como nación? La misma colección presentando a los participantes en el 23-F como salvadores de la patria habría sido retirada con el aplauso de todos. Un cuadro que representara a Mahoma como pederasta habría sido censurado sin problemas. Mientras… otros que insultara a los cristianos habrían gozado de la protección de la coartada artística.

Ciertamente tenemos un problema con la desigualdad en España, pero no solo la de carácter económico o de género, sino la del distinto trato a personas, libros, películas y actuaciones según representen a una ideología o a otra, según procedan de un territorio u otro, según profesen una religión u otra. La doble vara de medir es implacable, pero como la que creó la injusta leyenda negra antiespañola no está fundamentada en datos ciertos, ni en un análisis equilibrado y riguroso de la realidad, sino en prejuicios sesgados, en la ocultación de lo que no conviene y en la manipulación de la opinión pública, valorando un mismo hecho, no por el hecho en sí sino por «quién» lo promueve. Como antaño los españoles hemos caído en la trampa, creyéndonos pasivamente el relato que más daño nos hace. Incluso premiamos y concedemos honores a los que más nos critican. Necesitamos una misma vara de medir para medirlos a todos. Y de paso no estaría mal sacudirnos los complejos inveterados que nos impiden ser un país «normal» y creer en nosotros mismos un poquito más.

Alberto Gil Ibáñez, administrador civil del Estado.

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