La doma de la intolerancia

En un momento en el que los espantosos sucesos de Noruega nos recuerdan cuánta intolerancia asesina hay aún en el mundo, tal vez una historia de signo contrario pueda devolvernos un poco de optimismo, en el sentido de que se están produciendo algunos cambios de actitud positivos e históricamente importantes.

El mes pasado, un jugador de fútbol de la primera división de Australia fue multado y suspendido y, a consecuencia del cúmulo de informaciones negativas aparecidas en la prensa, sufrió una profunda humillación pública. Lo que tuvo de inhabitual ese caso –y la magnitud de la respuesta– fue su delito. No fue una entrada brutal; no insultó al árbitro ni facilitó información privilegiada a los jugadores. Fue simplemente un comentario injurioso que sólo oyó su oponente, pero éste había nacido en Nigeria y el comentario fue un insulto racista.

Pocos días antes, en un incidente al que los medios de comunicación dedicaron mucha atención y que condenaron, un espectador que profirió insultos racistas contra un jugador nacido en el Sudán fue expulsado del estadio y se le prohibió asistir a los partidos futuros, a no ser que se sometiera a un curso de concienciación sobre el racismo.

Hace pocos años, en Australia, como en la mayor parte del mundo, esa clase de incidentes habría pasado inadvertida y no se habría exigido reparación por ellos. No eran graves, sino que formaban parte simplemente del juego, se pronunciaban con el acaloramiento de una contienda propia de gladiadores en el terreno de juego y los apasionados gritos de ánimo de los partidarios en los graderíos.

Un jugador famoso del decenio de 1990 dijo por aquella época: “Si creyera que sería de ayuda en el partido, haría un comentario racista todas las semanas”. Y los espectadores no eran diferentes: “Naturalmente, grito ‘negro cabrón’, pero no lo digo en serio. Sólo es una forma de manifestar a las claras los sentimientos”. A nadie parecía ocurrírsele que los jugadores negros víctimas de esos insultos pudieran tener sentimientos bastante diferentes al respecto.

Y todo ello sucedía en un país que parecía haber dejado atrás, al menos institucionalmente, su pasado racista. En el decenio de 1960 se abandonó la tristemente famosa política de inmigración de la “Australia blanca” y en el de 1970 se promulgó una sólida legislación antidiscriminación y se adoptaron innumerables medidas para remediar, mediante derechos territoriales y programas de justicia social, las injusticias padecidas durante muchos decenios por los indígenas aborígenes y el pueblo isleño del estrecho de Torres.

En el decenio de 1990, las muestras de racismo despreocupado –comentarios despreciativos sobre grupos nacionales y étnicos en el lugar de trabajo o en el bar o en la comida en familia (como recuerdo perfectamente por haberme criado en el decenio de 1950)– habían llegado a ser menos frecuentes en la vida privada australiana y, desde luego, totalmente ausentes de la vida pública, pero el deporte era en cierto modo algo distinto. En él, eran simples formas de desahogarse, no diferentes de las aclamaciones o los abucheos, o una táctica “legítima”, parecida a la de provocar a un contrario poniendo en duda su virilidad.

Ese talante y comportamiento empezó a cambiar con un gesto de un as aborigen de la Liga de Fútbol Australiana, Nicky Winmar, uno de los pocos que entonces jugaban en la primera división profesional. En 1993, se hartó. Después de haber sido el jugador más destacado en un partido, durante el cual había sido objeto constante de burlas raciales, se dirigió a los animadores del equipo contrario, se levantó la camiseta con una mano y señaló espectacularmente su pecho con la otra.

La declaración fue inequívoca: “Soy negro y me siento orgulloso de serlo”. La exigencia de que se adoptaran medidas, inspirada por  aquel incidente y por los insultos sufridos en el campo –y muy comentados en la prensa– por otro jugador aborigen y gran figura del deporte, Michael Long, dos años después, movieron a la Liga Australiana de Fútbol a introducir en 1995 un código de conducta sobre “denigración religiosa y racial” que combina un sólido proceso de conciliación con medidas punitivas apropiadas y un enérgico programa educativo.

Dicho código ha dado un resultado abrumadoramente positivo, al liberar el fútbol australiano del racismo en el terreno de juego, que amargaba la vida de la mayoría de los jugadores indígenas, gracias a lo cual a lo largo del último decenio se duplicó el número de éstos en el nivel más selecto. Desde entonces se ha aplicado en todas las competiciones futbolísticas de Australia y ha demostrado ser un modelo influyente para otros deportes en ese país y en el mundo entero. Por ejemplo, las reformas de Australia se han reflejado en las políticas antirracistas adoptadas en el último decenio por los órganos rectores del fútbol internacional, la FIFA y la UEFA (si bien en muchos casos la plasmación en el nivel nacional de esa política en forma de acciones eficaces y cuyo cumplimiento se pueda imponer ha dejado mucho que desear).

Sin embargo, durante mucho tiempo ha habido dudas en Australia sobre hasta qué punto era y estaba generalizado el compromiso, con el mensaje subyacente de que la denigración racial dondequiera que sea, por parte de quien sea y en las circunstancias que sean es, sencillamente, inaceptable. Hubo considerables muestras de afecto para con los deportistas masculinos y femeninos aborígenes  y, de hecho, para con el pueblo aborigen de Australia en general, como quedó patente en la manifestación de emoción, advertida a escala mundial, que acompañó a las emocionantes “Disculpas para con la generación robada” del Primer Ministro Kevin Rudd en 2008, pero, ¿se haría extensivo ese sentimiento a las personas de origen africano y a los miembros de otras etnias que estaban resultando cada vez más visibles en la vida australiana?

Lo sucedido en las últimas semanas demuestra que por fin ha habido un avance histórico de verdad. La revelación de los insultos padecidos por jugadores de origen sudanés y nigeriano provocó una oleada de repugnancia pública auténtica, visible y tangible: una sensación muy real de que los perpetradores habían dejado en mal lugar no sólo a sí mismos, sino también a su país. Para un australiano de mi generación, se trata de una experiencia muy novedosa y enormemente digna de beneplácito. Y hay toda clase de razones para esperar –y creer– que nuestra experiencia esté llegando a ser gradualmente universal.

Gareth Evans, ex ministro de Asuntos Exteriores de Australia, rector de la Universidad Nacional de Australia y Presidente Emérito del Grupo Internacional para las Crisis. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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