La doma del leviatán

Una sociedad exitosa necesita que el gobierno sea eficaz, asequible y que realice bien sus funciones, incluida la obtención de suficientes ingresos para financiarlas. Pero un gobierno excesivamente grande, centralizado, burocrático y caro reduce sustancialmente la economía privada al erosionar la iniciativa y la responsabilidad individual; desplazar a la inversión privada, el consumo y la caridad; y dañar los incentivos con elevadas tasas impositivas. También corre el riesgo de desplazar por otras a funciones gubernamentales necesarias, como la defensa. Así es, en pocas palabras, la Europa actual; y Estados Unidos la sigue de cerca.

El reciente fallecimiento de James M. Buchanan, padre de la economía de la elección pública, es motivo para reflexionar sobre sus sabias advertencias. Buchanan recibió el Premio Nobel en 1986 por incorporar al estudio del gobierno y del comportamiento de los funcionarios gubernamentales el mismo riguroso análisis que los economistas habían aplicado durante mucho tiempo a la toma de decisiones económicas privadas. Buchanan llegó a la conclusión de que los intentos de los políticos por satisfacer sus propios intereses inevitablemente derivan en resultados insatisfactorios.

El análisis de Buchanan no solo contrastó marcadamente con la máxima de Adam Smith según la cual la satisfacción del interés propio conduce, como «una mano invisible», a resultados sociales deseables, sino también con el enfoque prevalente del análisis de políticas, que ve al gobierno como un planificador benévolo que implementa «soluciones» de manual ante las fallas del mercado.

Según esta postura, si los mercados no internalizan completamente todos los costos de las acciones privadas –la contaminación ambiental es un ejemplo clásico– supuestamente algún impuesto o subsidio «óptimo» puede corregir el problema. Entonces, si un monopolio restringe la producción y eleva los precios, se debe regular a las empresas y las industrias. Si la demanda insuficiente conduce a la recesión, se aumenta el gasto gubernamental o se recortan los impuestos en el monto adecuado, determinado por un multiplicador keynesiano, y ¡voilá!: la economía se recupera rápidamente.

Buchanan consideró a ese análisis romántico. Demostró que los funcionarios públicos, como el resto de las personas, buscan satisfacer su propio interés y se rigen por las reglas y restricciones de sus entornos económicos. Los hogares enfrentan restricciones presupuestarias. Las empresas encuentran restricciones tecnológicas, competitivas y de objetivos comerciales. Para los políticos, la capacidad de ejercer poder –en su propio beneficio o para intereses creados– se ve limitada por su necesidad de ser elegidos.

Buchanan predijo que, como oculta el costo total, la capacidad de financiar el gasto público mediante déficits conduciría a mayores gastos y menores impuestos a expensas de las generaciones futuras, cuyos miembros no están directamente representados en las elecciones actuales. Predijo déficits y endeudamientos crecientes –y un gobierno aún mayor como resultado.

Sobre este tema Buchanan fue, desafortunadamente, profético –y mucho antes de que la crisis financiera y la profunda recesión condujeran a otro brusco aumento en el tamaño y alcance del gobierno, acompañado por grandes déficits y una deuda explosiva en Estados Unidos, Europa y Japón. Buchanan luchó incansablemente por un menor gasto gubernamental, presupuestos equilibrados (incluso por una enmienda a la constitución estadounidense para implementar los presupuestos equilibrados) y regulación racionalizada.

Buchanan, junto con Milton Friedman y muchos otros, sostuvo correctamente que los fallos gubernamentales son tan numerosos como los de mercado. Entonces, incluso en áreas como infraestructura o educación, es necesario comparar los beneficios y los costos de las políticas fiscales y regulatorias imperfectas, que posiblemente serán implementadas por funcionarios falibles y con intereses personales, con los resultados potencialmente imperfectos de los mercados.

Esos fallos gubernamentales incluyen la búsqueda de beneficios, el gasto clientelista, la ingeniería social, la captura regulatoria y la dependencia inducida. Los fallos de mercado o los reclamos por necesidades insatisfechas no son suficientes para recomendar la intervención gubernamental en la economía privada, porque la cura puede ser peor que la enfermedad.

Existen, por supuesto, programas gubernamentales importantes y exitosos. En Estados Unidos la llamada Ley G.I. (o ley para el reajuste del personal en servicio), aprobada luego de la Segunda Guerra Mundial, financió educación superior para los soldados desmovilizados y fue una inversión pública muy beneficiosa en capital humano. La seguridad social ha ayudado a reducir la pobreza entre las personas de mayor edad. Los militares han mantenido a los EE. UU. libres y seguros.

Pero la brecha entre las soluciones de manual preparadas en universidades y gabinetes estratégicos y la realidad en terreno pueden ser vastas. No siempre más gastos y a regulaciones conducen mejores resultados.

El gasto gubernamental no escapa a la ley de los rendimientos decrecientes. Los programas se enquistan, generan poderosos grupos de votantes y son difíciles de reducir. Pocos programas se orientan con suficiente cuidado a las necesidades reales –o de los verdaderamente necesitados– ya que los políticos compran votos ampliando la cobertura mucho más allá de lo necesario para cumplir las metas fijadas. De allí el desdén de Buchanan por la idealización de la acción gubernamental.

En un país tras otro, los esfuerzos para aumentar la eficiencia y eficacia del gobierno han sido víctimas del continuo debate sobre el gasto, los impuestos, los déficits y la deuda. En la mayoría de las áreas de gobierno, desde la defensa hasta la ayuda social, pueden lograrse mejores resultados con mucho menores costos, algo que debiera complacer tanto a la derecha como a la izquierda.

Por ejemplo, el gobierno federal estadounidense tiene 47 programas distintos de capacitación laboral en nueve agencias diferentes, con un costo de aproximadamente $20 mil millones al año, que la Oficina de Auditoría General considera ineficaces o pobremente ejecutados. El presidente Barack Obama agregó el 47.° –de capacitación en empleos relacionados con la energía verde– en 2009. La tasa de éxito fue tan baja (un pequeñísimo porcentaje de los participantes obtuvo los empleos buscados) que el inspector general del Departamento de Trabajo recomendó cerrarlo –y esto en una época de desempleo masivo, con empresas que publicaban millones de vacantes y no conseguían trabajadores con las habilidades necesarias.

Hemos visto lo que resulta en última instancia cuando el gasto insostenible conduce a una deuda explosiva: caos económico y tragedia humana. En algún punto entre las soluciones gubernamentales «idealizadas» y los funcionarios gubernamentales egoístas a la Buchanan, debemos encontrar líderes dispuestos a eliminar aquellos programas con mal desempeño; a modernizar, optimizar y consolidar algunos otros; a mejorar los servicios; y a limitar la creciente presión impositiva que destruye el crecimiento.

Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H.W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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