La duodécima capital de provincia

En estos últimos tiempos, la controversia sobre la culpabilidad de la desastrosa situación de las infraestructuras catalanas se ha enconado. Desde aquí, desde esta orilla del Ebro, se sigue imputando a la desidia del Gobierno del Estado, y de los organismos y empresas de él dependientes, la razón del caos. En sus planes, según argumentan, Catalunya no solo no constituyó nunca una prioridad, sino que fue siempre preterida. Basta, dicen, con repasar las cifras monetarias de las inversiones efectuadas y compararlas con las relativas a otras autonomías, y sobre todo a una de ellas, para comprobar el fundamento de la imputación.

Más allá del Ebro, la opinión es el reverso de la medalla. Han sido las autoridades autonómicas quienes, obsesionadas por la normalización lingüística, por cuestiones identitarias y por ensoñaciones nacionalistas, se han olvidado de las necesidades reales de la sociedad, entre las que figura en lugar destacado una buena red de comunicaciones terrestres y aéreas. Incluso más. Han puesto toda clase de palos en las ruedas, y nunca mejor dicho, de los proyectos que el Estado intentaba llevar a cabo en tierras catalanas, a veces por pretendidos daños medioambientales, a veces por los codazos entre las propias autoridades locales para ver quién se podía colgar la medalla. E incluso, entre los peor pensados, para poder tener mejores razones para reclamar la independencia ante una manifiesta incuria de los políticos "españoles" frente a Catalunya.

No pretendo ser salomónico, pero debemos reconocer que ambas partes tienen alguna razón en sus argumentos. En mi opinión, por ejemplo, las reivindicaciones catalanas en el tema de infraestructuras han sido excesivamente generalistas, con cifras macroeconómicas como las que figuran en el vigente Estatut al hablar de inversiones, en lugar de concentrarse en reclamar proyectos concretos, bien definidos, estudiados y con el correspondiente cálculo del coste y beneficio sociales. O, dicho de otra manera, se ha primado en exceso a los economistas frente a los ingenieros, los especialistas que son capaces de elaborar un proyecto en el sentido en el que ellos usan el término. Pero ello no quiere decir que las culpas se repartan equilibradamente. Seguro que uno de los platos de la balanza está más inclinado, y cada parte defenderá que es el que a ella le corresponde.

Las inauguraciones de estos últimos días celebradas a bombo y platillo en Valladolid y Málaga permiten atisbar cuál es el sesgo que la balanza tiene. Empecemos por reconocer que ambas ciudades merecen sobradamente disponer de un AVE que les permita comunicarse rápida y cómodamente con Madrid y otras capitales de provincia. Son urbes importantes y pujantes que con esta nueva obra reciben un nuevo impulso en la senda del crecimiento. No es de extrañar, por lo tanto, el júbilo con que las respectivas poblaciones recibieron los convoyes que inauguraban el servicio y a los distinguidos políticos que transportaban. Enhorabuena, pues, a vallisoletanos y malagueños.

Pero entre las noticias aparecidas en la prensa, una merece ser comentada. Su redactor había calculado que, tal como van las cosas, Barcelona será la duodécima capital de provincia española a la que llegará el AVE. ¡La duodécima! Y ello siempre y cuando no se produzcan más desplomes, hundimientos y corrimientos de tierra que acumulen nuevos retrasos a las obras en curso y permitan que otras capitales engrosen la lista de las que ya la preceden. No se trata, pues, de pretender la doble capitalidad que propugnaba Pasqual Maragall ni siquiera de discutir el modelo radial que aplican con fruición los técnicos de Adif y supongo que el Ministerio de Fomento, sino simplemente de indicar cuán difícil de digerir es la opinión que no ha habido cuando menos negligencia, por no decir desprecio, hacia Catalunya y su capital por parte de quienes son los únicos responsables de cubrir el territorio español de estas nuevas arterias ferroviarias. Barcelona y su entorno merecían, por su historia, su importancia, su empuje económico, otro trato. Y ello debe ser reconocido incluso por quienes achacan a los políticos catalanes una considerable ineficacia.

Hay más. Las imágenes de los actos de inauguración muestran unas flamantes estaciones con una funcionalidad acorde con la del nuevo servicio que albergan. Me temo que cuando dentro de tres, cuatro o seis meses, Dios mediante, por fin pueda celebrarse la correspondiente inauguración en la capital catalana, las cámaras de televisión no sabrán cómo enfocar el acto para evitar mostrar el campo de Agramante que aún entonces será la estación de Sants por la que transitarán 50 trenes de alta velocidad diarios. Que las obras para su remodelación se iniciaran con tanto retraso permite la duda de cuál de estas conclusiones es cierta. La primera es que los técnicos de Adif nunca creyeron que el AVE pudiera llegar el 21 de diciembre, como las autoridades políticas habían anunciado a bombo y platillo, y por lo tanto no tuvieron prisa alguna en adecentar la tercermundista estación de Sants. La segunda es que nuevamente incurrieron en desidia y concentraron sus esfuerzos en otras estaciones que hoy lucen primorosamente. Vaya usted a saber.

Antoni Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona.