La dura profesión de vivir

Profesión significa «empleo, facultad u oficio que una persona tiene y ejerce con derecho a retribución». Y «oficio» quiere decir «ocupación habitual». Por su parte, «vivir» es tener vida y durar con ella. Pues bien, a poco que se piense en qué consiste el hecho de vivir, más de uno llegará a la conclusión de que tiene mucho de profesión, ya que mantener la vida es nuestro empleo principal y si lo desempeñamos correctamente obtendremos la correspondiente retribución.

Es verdad que la vida no se elige, nos la imponen; y lo es también que vivir plenamente es una tarea ardua y dura, incluso para los más privilegiados, en la que se necesitan grandes dosis de valor. Pero no lo es menos que, desde que tomamos conciencia del hecho de vivir, iniciamos un camino, más o menos largo, en el que todas nuestras facultades están dirigidas a conservar la vida el mayor tiempo posible y en las mejores condiciones que podamos alcanzar. Aunque la vida es nuestra ocupación esencial, hacemos algo más que vivir. La gran mayoría de nosotros tenemos que desarrollar alguna actividad para poder obtener la manera de sustentarnos. Pero, por muy importantes que parezcan, el trabajo y nuestros de más quehaceres no son más que la sombra del hecho de vivir. Porque así como sin objeto que intercepte los rayos del sol no hay sombra, sin vida no hay ocupación esencial a la que dedicarse.

Ahora bien, aunque vivir es nuestro oficio principal, no está tan claro que todos recibamos la misma retribución por dedicarnos a ello. Depende mucho de cómo se desenvuelva nuestra existencia. Permítanme que lo explique con ayuda de la siguiente metáfora: imaginen que al nacer nos colgaran a cada uno de nosotros una bolsa para que se fuera llenando con todo lo que queramos meter en ella y con todo lo que nos introduzcan los demás. Pues bien, la retribución que llegaremos a obtener por ejercer el oficio de vivir dependerá de lo que haya en la bolsa; o, dicho de otro modo, de cómo vivamos nuestra propia vida, tanto la interior como la externa.

En efecto, la retribución de la vida interior depende en gran medida de nosotros mismos: será tan rica como sea la acumulación que vayamos haciendo en nuestra alma de bienes espirituales y culturales. Las cosas son distintas en el ámbito externo. En esta dimensión, la vida es una especie de balance de dos columnas: en el debe se nos irán cargando los errores y fallos que hayamos tenido con los demás, y en el haber se irán anotando nuestros aciertos afectivos con ellos.

Durante los primeros años, nos van metiendo en nuestra bolsa mucho más de lo que nosotros introducimos en las de los otros. Y todo lo que nos dan en ese tiempo es bueno. Nuestros allegados van llenando nuestro pequeño morral con bienes materiales, como nuestras primeras pertenencias (el chupete, el sonajero, los juguetes, etc.), pero, sobre todo, con los bienes espirituales más valiosos, como el amor y la ternura. Nosotros, en cambio, en esa etapa, que es la de nuestro mayor egoísmo, les damos poco: apenas alguna sonrisa y la satisfacción que les produce cada una de las cosas que vamos aprendiendo (hablar, andar, etc.).

La edad adulta es el momento decisivo para configurar el contenido de nuestra bolsa. Porque, en general, se irá colmando no solo con lo que nosotros vayamos metiendo, sino también con todo lo que nos vayan introduciendo los terceros con los que nos relacionamos: nos corresponderán entregándonos más o menos lo mismo que han ido recibiendo de nosotros. Lo malo es que en el momento de máxima plenitud de nuestra vida solemos prestar poca atención a lo que damos, y en la vorágine de la dura profesión que es vivir tampoco somos muy conscientes de lo que vamos recibiendo.

Al llegar a la madurez toca hacer balance, hay que abrir la bolsa para ver lo que hay en ella, y es entonces cuando comienzan las sorpresas. Hay quienes solo encuentran odio, porque eso fue lo que hicieron sentir a los demás. Y aunque el odio no se ve, lo notan, porque sale de su saco un aire fétido y corrompido que es irrespirable y acaba por asfixiarlos. Los hay que solo han metido bienes materiales, porque eso fue lo que más les preocupó a lo largo de su vida. A estos, las cosas que han acumulado les valen de poco, porque, como son inánimes, no hacen compañía, no se puede hablar con ellas, y no pueden contagiar lo que no tienen: vida, que es lo que más se necesita en ese momento. No recibirán, pues, más satisfacción que el bienestar material que puedan proporcionarle.

En cambio, los que durante su vida han ido haciendo el bien a los demás comprobarán al abrir su bolsa que está llena de afecto. Y aunque este tampoco se ve, se nota de inmediato porque del amor y cariño emana un efluvio tan puro y saludable que invita a respirarlo a bocanadas. Por eso, el que tiene su bolsa rebosante de afectos, que son —correspondidos— los que él dio a los demás, nunca se ahogará. Vivirá el tiempo que le quede envuelto en una atmósfera oxigenada y radiante plena de sentimientos que lo convencerán de que su modo de actuar en la vida mereció la pena, como lo demuestran el buen recuerdo que dejó en los demás y el cariño que le profesan. Los que tengan la fortuna de tener su bolsa repleta de afectos podrán decir que desempeñaron acertadamente el oficio de vivir y que recibieron por ello la más preciada de las retribuciones: el aprecio de los demás.

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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