Dos años después del inicio de los levantamientos populares que convulsionaron Oriente Próximo, ya pocos hablan de una “Primavera Árabe”. En vista de la sangrienta guerra civil en Siria, el ascenso al poder de fuerzas islamistas en elecciones libres, crisis político‑económicas que se agudizan en Egipto y Túnez, la creciente inestabilidad en Irak, la incertidumbre respecto del futuro de Jordania y el Líbano y la amenaza de una guerra por el programa nuclear iraní, la luminosa esperanza de que surgiera un nuevo Oriente Próximo se ha apagado.
Si a esto le añadimos la situación en la periferia de la región, en el este (Afganistán) y el oeste (el norte de África, incluidos el Sahel y Sudán del Sur), el panorama se torna aún más sombrío. La verdad es que Libia está cada vez más inestable, Al Qaeda tiene presencia activa en el Sahel (de lo que son prueba los combates en Mali), y nadie puede predecir lo que sucederá en Afganistán después de que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN se retiren en 2014.
Hay un error que todos cometemos una y otra vez: pensar al comienzo de una revolución que esta representa el triunfo de la libertad y la justicia sobre la dictadura y la crueldad. Pero la historia nos enseña que a menudo lo que viene a continuación no tiene nada de bueno.
Una revolución no solamente supone la caída de un régimen represivo, sino también la destrucción del orden anterior y el inicio de una lucha de poder (generalmente brutal, y a veces sangrienta) hasta el establecimiento de un nuevo orden, proceso en el que tanto la política exterior como la interior se ven afectadas. Normalmente, después de las revoluciones vienen tiempos peligrosos.
De hecho, las excepciones a esta norma son escasas: una de ellas fue Sudáfrica, gracias a la genialidad de uno de los estadistas más notables del siglo, Nelson Mandela. La alternativa es lo que vemos en Zimbabue.
Lo ocurrido en Europa central y del este después de 1989 puede ser muy interesante como punto de referencia para los analistas de las revoluciones árabes, pero no es un punto de referencia válido, porque el nuevo orden intra e internacional de la región surgió de un cambio en las condiciones externas ocurrido tras el colapso de la Unión Soviética. Internamente, casi todos esos países tenían una idea muy clara de lo que querían: democracia, libertad, economía de mercado y protección contra un regreso del imperio ruso. Querían ser parte de Occidente, y su entrada a la OTAN y a la Unión Europea fue una consecuencia lógica.
Pero nada de esto es aplicable a los países que forman el cinturón crítico de Oriente Próximo. No hay ninguna potencia, dentro o fuera de la región, que tenga intención o capacidad de implementar el menor atisbo de un nuevo orden regional, ni siquiera el atisbo de un orden parcial. Hay peligro constante de que se desate el caos, con todos los riesgos y amenazas para la paz mundial que eso implica.
Además de pobreza, atraso, represión, veloz crecimiento poblacional, odios religiosos y étnicos y pueblos apátridas como los kurdos y los palestinos, la región tiene fronteras inestables. Muchas fueron trazadas por las potencias coloniales (Gran Bretaña y Francia) después de la Primera Guerra Mundial y, con excepción de las de Irán y Egipto, son escasamente legítimas en la mayoría de los casos.
Para colmo, hay algunos países, como Irán, Arabia Saudita e incluso el diminuto pero acaudalado Qatar, que ambicionan convertirse en potencias regionales, lo cual empeora una situación que ya de por sí es tensa.
Son estas contradicciones las que han estallado en Siria, cuya población sufre una catástrofe humanitaria, mientras el mundo asiste como espectador y sin intención de intervenir por ahora (intervención que sería inevitable si se llegara al uso de armas químicas). Y aunque una intervención sería temporal y técnicamente limitada, parece que nadie la quiere, porque hay mucho en juego: no solamente una guerra civil devastadora y una enorme cuota de sufrimiento humano, sino también el nuevo orden del conjunto de Oriente Próximo.
Cualquier acción militar implicaría una confrontación no solamente con el ejército sirio (apoyado por Rusia y China), sino también con el Irán shiíta y con Hizbulá, su representante en el Líbano. Además, no puede descartarse que una intervención conduzca a otra guerra con Israel en el corto plazo. Tanto la acción como la inacción suponen riesgos enormes.
El curso más probable es que la catástrofe humanitaria en Siria continuará hasta la caída del régimen del presidente Bashar Al Assad, tras lo cual es de suponer que el país se dividirá según fronteras étnicas y religiosas. Y la desintegración de Siria podría llevar a una mayor balcanización de Oriente Próximo, que traería consigo el riesgo de más violencia. Los estados más expuestos, como el Líbano, Irak y Jordania, no podrán despegarse de lo que suceda en Siria. ¿Qué pasará con las poblaciones kurda y palestina de Siria o con los cristianos, los drusos y las minorías musulmanas? ¿Qué sucederá con los alahuitas (sostén del régimen de Assad), a quienes tal vez aguarde un terrible destino tanto si el país se divide como si no?
Hay muchas preguntas sin respuesta. Por supuesto, incluso a la vista de tantas calamidades no debemos perder las esperanzas de que se logren acuerdos diplomáticos; pero, para ser realistas, las probabilidades son cada vez más escasas.
Oriente Próximo está convulsionado, y pasará mucho tiempo antes de que surja un nuevo orden estable. Mientras tanto, la región será un peligro constante, no solo para ella misma, sino también para sus vecinos (Europa incluida) y para el mundo.
Joschka Fischer was German Foreign Minister and Vice Chancellor from 1998-2005, a term marked by Germany's strong support for NATO’s intervention in Kosovo in 1999, followed by its opposition to the war in Iraq. Fischer entered electoral politics after participating in the anti-establishment protests of the 1960’s and 1970’s, and played a key role in founding Germany's Green Party, which he led for almost two decades. Traducción: Esteban Flamini.