La dureza y el perdón

Como cada vez que la sociedad española se ha aproximado al final del terrorismo, van haciéndose notar voces y actitudes que expresan una profunda resistencia a aceptar que estemos realmente ante la posibilidad de la derrota de ETA, que esté al alcance de la mano y que sea de verdad. Voces y actitudes que también se resisten a hablar en serio de perdón, que niegan que esa palabra tenga nada que ver con los acontecimientos que deben acompañar al final de la violencia.

Se trata de voces duras, o de las voces de los duros, si se prefiere; de aquellos que no aceptan que el final del terrorismo siga otra senda que la que ellos mismos pretendan establecer, incluso por encima de la voluntad mayoritaria de la sociedad española. Si por razón de su agresividad se impusieran sobre las del resto, como en ocasiones parece que puede ocurrir, podrían diferir absurdamente el final de la violencia política que padecemos desde hace tanto tiempo; e incluso podrían revertir el proceso hasta infundir nuevas fuerzas a la banda terrorista. Por ello es necesario fijar algunas ideas sobre esas voces. Para denunciarlas y combatirlas, para que no terminemos en el error del cual pretenden hacer víctima a toda la sociedad española.

Dureza no es palabra que se pueda aplicar a quien pretende que la ley se cumpla. Dureza es lo que aplican contra el conjunto de la sociedad quienes le piden que desactive las normas que la protegen de aquellos que atentan contra ella. Dureza no es lo que manifiestan quienes exigen memoria, dignidad y justicia, sino lo que muestran quienes se sienten ofendidos porque haya quien no se resigne a la desmemoria, a la indignidad y a la injusticia.

Al pedir justicia se realiza un acto de cualidad moral inversa a la dureza, porque se hace un gesto de confianza impagable a favor de la comunidad política, de España, por parte de aquellos a quienes más difícil les resulta hacerlo y en el momento en el que más difícil es hacerlo.

Cada vez que alguien exige justicia afirma una sociedad de leyes y de iguales, afirma el Estado de Derecho, afirma la civilización misma. Afirma no creerse más ni mejor que nadie, no tener más derechos, sólo los que la ley le da. Esos son los que pide. «Las víctimas no pueden pretender marcar el paso», afirman los duros. Las víctimas no hacen eso. El paso lo marcan las leyes. Las víctimas hacen exactamente aquello que mejor expresa la posibilidad de una sociedad asentada en la moderación y en la razón, seguir el paso de la ley.

Quien se siente incómodo con esto es quien tiene un problema de dureza. Contra las víctimas, por supuesto. Porque en el trágico contexto en el que nos desenvolvemos, la piedra de toque de la dureza no pueden ser los verdugos, han de ser las víctimas. Uno es duro o blando en relación con ellas, por su actitud ante ellas, en la medida en que las respeta y las cuida a ellas. La dureza que importa, la que se ha de medir y contra la que se ha de reaccionar, es la que ellas sufren, no otra.

Dura es la bala, no la ley. Dureza describe la forma de actuar de quien ayuda, comprende, disculpa o contextualiza la bala. Las víctimas son personas unidas a la ley, como lo está la abrumadora mayoría de los españoles, que lejos de dar muestra alguna de dureza ha exhibido templanza y apego a la razón y al Estado de Derecho en su combate contra el terrorismo. Estas son las voces y las actitudes moderadas que han puesto al terrorismo al borde de su derrota. A los duros no les gusta, pero es así. Y eso es lo que quieren cambiar para que parezca que las leyes son duras y las balas de algodón. Esto es la dureza.

Y el perdón. El perdón como algo que las víctimas y la sociedad debieran y a lo que se negaran. Y como si esa negación lo parase todo, lo estropease, lo lastrase. «Unos dan un paso pero los otros se niegan, no escuchan, no quieren que nada cambie, no saben perdonar», dicen los duros.

Pero incluso para quien cree en él y lo pretende, el perdón tiene sus reglas. Las tiene como virtud cívica y como orden sacramental. Y son los duros, nuevamente, quienes quieren romper esas reglas y privarnos de la posibilidad del perdón al exigir algo distinto a lo que ponen ese nombre, y al señalar a las víctimas y al conjunto de la sociedad por no otorgarlo como ellos quisieran.

El perdón exige reconocer el mal como mal. No diluirlo ni comprenderlo, ni interpretarlo a la luz de alguna extraviada escuela teológica o psicológica. Reconocerlo como mal, y ya. También en el País Vasco, en las iglesias hay confesonarios.

Quien sirve al perdón es quien señala el mal como mal. Quien sirve al perdón es quien muestra todo el daño que de él se deriva, quien pone ante el terrorista el «hecho crudo de la mano, la pistola y la nuca», en palabras de Tomás y Valiente. No sirve al perdón quien pretende que éste preceda al reconocimiento de la culpa, como hacen los duros, que nos lo hacen imposible. Menos aún quien cree que la idea misma de culpa carece de sentido en un contexto de violencia que hace del terrorista lo que es aunque no quiera. No cabe mayor insulto que éste que los duros hacen a los terroristas, tratarlos como si no fueran personas dueñas de sus actos.

Ni sirve al perdón quien pretende que el mal y sus consecuencias queden escondidos. Ése cierra la puerta al perdón. Se la cierra a la víctima porque no la reconoce como tal, y se la cierra también al verdugo, que nunca podrá encontrar la reparación que sólo puede nacer del reconocimiento del daño.

Ratzinger ha escrito: «Para Pilato la paz fue en esta ocasión más importante que la justicia. Debía dejar de lado no sólo la grande e inaccesible verdad, sino también la del caso concreto: creía cumplir de este modo con el verdadero significado del Derecho, su función pacificadora. Así calmó tal vez su conciencia. Por el momento, todo parecía ir bien. Pero que, en último término, la paz no se puede establecer contra la verdad es algo que se manifestará más tarde».

Los duros nos dejan sin la verdad y, por eso, sin perdón; igual que nos dejan sin ley.

Contra ellos hay que repetirlo ahora que, quizás, apenas unos párrafos después, suena tan diferente: «Como cada vez que la sociedad española se ha aproximado al final del terrorismo, van haciéndose notar voces y actitudes que expresan una profunda resistencia a aceptar que estemos realmente ante la posibilidad de la derrota de ETA, que esté al alcance de la mano y que sea de verdad. Voces y actitudes que también se resisten a hablar en serio de perdón, que niegan que esa palabra tenga nada que ver con los acontecimientos que deben acompañar al final de la violencia.

Se trata de voces duras, o de las voces de los duros, si se prefiere; de aquellos que no aceptan que el final del terrorismo siga otra senda que la que ellos mismos pretendan establecer, incluso por encima de la voluntad mayoritaria de la sociedad española. Si por razón de su agresividad se impusieran sobre las del resto, como en ocasiones parece que puede ocurrir, podrían diferir absurdamente el final de la violencia política que padecemos desde hace tanto tiempo; e incluso podrían revertir el proceso hasta infundir nuevas fuerzas a la banda terrorista. Por ello es necesario fijar algunas ideas sobre esas voces. Para denunciarlas y combatirlas, para que no terminemos en el error del cual pretenden hacer víctima a toda la sociedad española».

Por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, politólogo y director de publicaciones de FAES.

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