La economía del fracaso catalán

Pronto se cumplirá el quinto aniversario del fracaso de la intentona independentista en Cataluña. Surgirán nuevos relatos soberanistas para disimular la magnitud del batacazo y encubrirlo con denuncias de las carencias de la democracia española y del autoritarismo del patriotismo español. Es inevitable que predominen los componentes emocionales y los planteamientos populistas. Pero no se debería renunciar a que, ante un hecho histórico de tanta trascendencia, se profundice en las razones de semejante traspié que tan graves consecuencias tuvo para la vida social, la economía y la situación política de España y Cataluña.

El procés puesto en marcha por los líderes independentistas catalanes tenía, y sigue teniendo, como objetivo forzar las condiciones de una negociación con el Estado español a partir de tres ejes fundamentales: la canalización del soporte electoral de los partidos independentistas hacia la meta de lograr un estado soberano -con la utilización del gobierno de las instituciones catalanas con el mismo fin-, la búsqueda de una internacionalización de sus demandas que dé estatus internacional a Cataluña como embrión de su posible reconocimiento como estado independiente y el aseguramiento de una razonable estabilidad económica, a pesar de algunos costes transitorios que, en todo caso, merecerían la pena ante la mejora que la independencia supondría para la economía catalana al superar el supuesto maltrato fiscal español.

La economía del fracaso catalánEn los tres terrenos, la tentativa de declaración unilateral, a partir de la aprobación de las leyes de desconexión, cosechó descalabros en su confrontación con la realidad. Ni la movilización política y ciudadana, ni el ejercicio extralegal de los poderes de la Generalitat fueron capaces de desbordar por la vía de los hechos consumados la legalidad vigente. El respaldo internacional fue prácticamente nulo. Pero, sobre todo, los supuestos de una transición económica tranquila chocaron abruptamente con los hechos y actuaron como factor desencadenante del fiasco en todos los campos.

La mera sospecha de situaciones conflictivas desató reacciones de gran calibre que desnudaron por completo las edulcoradas promesas de una independencia a bajo coste. La introducción de racionalidad en el debate independentista aconseja, en beneficios de todos -independentistas o no-, las consecuencias económicas de las propuestas secesionistas. La punta del iceberg fue el desplazamiento masivo de las sedes sociales de empresas a otras zonas españolas, la desaparición del sistema financiero catalán, la fuga de depósitos de las entidades residentes en Cataluña y la paralización de la inversión y otros flujos de capitales hacia esa Comunidad Autónoma. Todos ellos síntomas de movimientos telúricos más profundos que desmentían rotundamente la supuesta transición ordenada en cualquiera de los escenarios hipotéticos, todos ellos poco verosímiles, manejados por sus estrategas.

El fundamento de los movimientos de desconfianza desatados fue la constatación de que la declaración unilateral de independencia, como la que se produjo, ponía en riesgo la pertenencia de Cataluña a la Unión Europea y al área del euro, con la inevitable consecuencia de tener que emitir una moneda propia en circunstancias turbulentas y llevaba a perder la protección de las entidades bancarias residentes en Cataluña que proporciona el paraguas de la pertenencia a la unión bancaria, con el consiguiente reto de tener que poner en pie de la noche a la mañana un nuevo supervisor bancario sin experiencia ni credibilidad.

La versión propagandista de una Cataluña independiente en la UE sin solución de continuidad pronto tuvo que ser abandonada por sus propios propagadores ante la contundente respuesta de los responsables europeos y la ignorada claridad de los Tratados al respecto. Se recurrió entonces al artificio de la eurización unilateral como antídoto frente al vértigo de la aventura de tener que crear una moneda propia, que comportaría la introducción de alguna forma de controles de capital e incluso límites a la retirada de depósitos durante algún periodo de tiempo.

La búsqueda de refugio en la utilización transitoria del euro de manera unilateral sin ser parte del BCE ni del Sistema Europeo de Bancos Centrales es un artificio inviable. El euro no puede ser adoptado unilateralmente, sino que requiere la firma de un acuerdo con la UE, como los establecidos con Andorra, Mónaco, San Marino, Montenegro o Kosovo, cosa que resultaría altamente compleja e improbable en el caso de un proceso de ruptura, de difícil encaje legal, de un estado miembro de pleno derecho. Pero, más allá de estas dificultades políticas, la adopción de una moneda de la que no se es emisor supone severas limitaciones en el acceso a la necesaria financiación de las entidades financieras en el Banco Central. Unas limitaciones inasumibles para una economía como la catalana que tiene, como la española, una elevada posición neta deudora frente al exterior.

Tampoco las entidades financieras residentes en Cataluña dispondrían de los mecanismos de supervisión europeos y no podrían ser fácilmente financiados por sus matrices exteriores. Ni los activos catalanes serían utilizables como garantías para la obtención de liquidez exterior. Se crearía una situación proclive a la inestabilidad financiera y a la restricción crediticia.

La incertidumbre que suscitó el avance del procés en empresas y familias respondía, en definitiva, a la falta de fundamento de la idea que se había vendido de una secesión a bajo coste. Los agentes intuyeron enseguida que los costes serian enormes y persistentes, tanto en un escenario de ruptura unilateral como en uno en el fuera resultado de una eventual negociación fruto de las presiones. El Brexit estaba siendo un ejemplo de la complejidad y de los perjuicios de una separación, incluso cuando es pactada, porque consiste en un reparto de pérdidas en que el equilibrio está indeterminado.

Se percibía con claridad que, en el caso de una eventual negociación de la independencia de Cataluña, todo sería mucho más difícil. Solo pensar en el establecimiento de criterios para el reparto de activos (reales y financieros, edificios, infraestructuras, empresas públicas, etcétera) y pasivos (las deudas del Estado que corresponden a Cataluña) da una idea de la dificultad de alcanzar equilibrios satisfactorios para ambas partes. Pero esos temas serían cacahuetes comparado con cuestiones como las pensiones y la Seguridad Social que afectan a la sostenibilidad del Estado de bienestar en cada una de las partes escindidas y generan una gran inquietud en la mayoría de la población.

Es posible que el resto de España tenga más que perder que Cataluña por la ruptura, ya que la secesión es ante todo una quiebra de la solidaridad interterritorial, como el propio Colectivo Wilson (un grupo de reputados economistas catalanes arduos defensores de la vía independentista) reconoce abiertamente al afirmar que los ciudadanos catalanes obtendrían mejoras, como consecuencia de la independencia, "porque todos los recursos que ahora se marchan hacia los fondos de solidaridad se podrían utilizar en Cataluña y en beneficio de sus ciudadanos". Pero eso quiere decir que la separación solo podría ser realmente negociada si Cataluña aceptase compensar al resto por su marcha. Claro que si solo la financiación autonómica ha sido fuente de desencuentros permanentes, ¿cómo no va a ser difícil llegar a acuerdos que alteren de manera permanente las relaciones entre ambas partes?

En definitiva, cualquiera que fuese el camino hacia la independencia, incluso con algún tipo de negociación en algún momento, conduciría a un largo periodo de enorme incertidumbre e inestabilidad en el que las turbulencias serían inevitables y tendrían graves consecuencias sobre la confianza, la inversión, el crecimiento y el empleo. La constatación de todo ello por la racionalidad de una gran parte de los agentes, más allá de sus inclinaciones emocionales, fue un determinante fundamental del fracaso de la intentona separatista que debería servir de elemento de reflexión para el futuro.

José Luis Malo de Molina es doctor en Ciencias Económicas y ex director del servicio de estudios del Banco de España.

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