Desde noviembre de 2018 saben mis lectores que habían comenzado a proliferar anuncios de una posible recesión económica y que, unas semanas antes de aquellos momentos, The Economist se había preguntado acerca de esa próxima recesión concluyendo, primero, que su llegada sería solo cuestión de tiempo y, segundo, que combatirla resultaría más difícil aún que la superación de la crisis de 2008. Después, en agosto de 2019, reiteré mi opinión sobre la recesión que podía pronosticarse si se atendía a un conjunto de factores (guerra comercial USA-China; Brexit sin acuerdos totalmente cerrados; fuerte desaceleración en las economías de Italia, Reino Unido y Alemania, entre otros países; efectos negativos de las nuevas regulaciones medioambientales sobre la industria de material de transporte…). Pero no fui capaz, como le ocurrió también al resto de mi profesión, de prever que la nueva crisis económica, que no recesión, iba a consistir en una inmensa catástrofe mundial provocada por un virus desconocido hasta el momento, con gran capacidad de contagio, que alcanzaría rápidamente a todos los países, que pondría en riesgo la vida de varios millones de personas y que terminaría bloqueando la actividad económica en casi todo el mundo.
Esas están siendo, por ahora, las consecuencias más visibles del Covid-19. Para encontrar algún antecedente de este desastre hay que remontarse quizá a 1918, con la maliciosamente conocida como gripe española. Pero los efectos de esa crisis sobre la economía mundial no parecen comparables con los que ahora se temen. Quizá lo más similar a la desgracia que hoy padecemos sea la peste negra de mitad del siglo XIV en Europa y Asia, con efectos hoy desconocidos sobre la economía de esos territorios y con más de 25 millones de muertos entre ambos continentes, aunque no creo que ni nos aproximemos ahora a tan terrible cifra. La peste bubónica que asoló Sevilla a mitad del siglo XVII y que acabó con la vida de más de 60.000 de sus habitantes, casi la mitad de su población de entonces, también puede servirnos como antecedente por su extraordinaria intensidad sobre los habitantes de un territorio limitado y porque afectó durísimamente a la actividad económica de la ciudad.
Esos antecedentes históricos subrayan, en primer lugar, que nadie puede tener hoy un recuerdo personal de situaciones parecidas en el plano económico y una experiencia directa de las soluciones aplicables. En segundo término, que al resultar indispensable combatir la propagación del Covid-19 mediante un confinamiento radical de la población en sus propios domicilios durante varios meses, aparece como inevitable el cese de casi todas las actividades económicas prácticamente en todo el planeta, con la consecuente desaparición de numerosas empresas, empleos y mercados. En Sevilla, donde la peste bubónica duró de abril a julio de 1649, la actividad económica cesó en su casi totalidad y su recuperación parcial tardó más de medio siglo en producirse, aunque la Sevilla del siglo XVIII y XIX no volvió a ser la de antes. Eran, desde luego, otros tiempos, otras circunstancias y otras capacidades de reacción, pero ese antecedente puede ponernos sobre la pista de los enormes esfuerzos que necesitaremos para superar el actual desastre.
En este contexto, el presidente del Gobierno ha solicitado un acuerdo entre las fuerzas políticas similar al alcanzado en los Pactos de la Moncloa de 1977, que sirvieron para afrontar el cambio en la economía y en los instrumentos del anterior régimen franquista a los necesarios en una sociedad democrática, abierta y de libre mercado, además de corregir y superar las consecuencias de las crisis del petróleo. Pero también para lograr un consenso político muy amplio que sirviese después para redactar pacíficamente nuestra Constitución. Participé muy directamente en la elaboración del programa que sirvió de base para los pactos y en los debates posteriores hasta alcanzar el consenso final, y recuerdo bien las especiales circunstancias que les dieron origen.
Para empezar, la necesidad de los pactos y su posible contenido venía difundiéndose dese bastante antes de que se formalizaran, lo que no ocurre hoy. El profesor Fuentes Quintana, su promotor y posterior vicepresidente económico del Gobierno, se había entrevistado ya y había debatido reiteradamente con casi todas las fuerzas políticas las líneas generales de un posible programa económico, en cuyo contenido había venido trabajando desde un par de años antes con su equipo del Instituto de Estudios Fiscales, en el que estuve integrado desde el primer día (1970). Pero para sentarse a negociar desde la Vicepresidencia Económica del Gobierno no valían meras ideas de estabilización ni líneas generales de reforma, sino que se necesitaba un programa escrito y bien definido sobre el que pudiera abrirse un debate profundo y formularse un auténtico acuerdo político. Ese fue el Programa de Saneamiento y Reforma que escribimos en pocos días una pequeña comisión redactora que presidí y que sirvió de base para el debate y acuerdo posterior. Después de una labor de difusión previa de casi dos años y del apoyo, siempre implícito pero muy firme, de Su Majestad el Rey, se llegó con rapidez y prácticamente sin cambios al acuerdo que sirvió para modernizar a fondo nuestra economía y al consenso necesario para redactar posteriormente nuestra Constitución. Nada de eso existe hoy.
En todo ese proceso hubo un ingrediente básico que ahora tampoco existe. Se necesitó que las distintas fuerzas políticas depositasen una gran confianza en el Gobierno y tuviesen la seguridad de que, una vez firmados, los pactos no se tergiversarían, se cumplirían en todos sus extremos y se ejecutarían con rigor y transparencia. Y que esas fuerzas podrían ejercer un control minucioso y permanente sobre tal ejecución. Todo eso se sustanció gracias al apoyo decidido del monarca, al enorme prestigio intelectual del profesor Fuentes Quintana y al gran respeto y admiración que, todavía por aquel entonces, a todos nos merecía un presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, quien procediendo de un origen político muy distinto, había abierto las puertas de la nación a una democracia plena con su sorprendente reforma política. En el siglo XIX, España había tenido un momento de gloria entre los liberales de Europa con la Constitución de 1812. En 1977-1978 repetimos de nuevo esa gloria siendo un ejemplo para muchos pueblos europeos y americanos, al pasar sin violencia desde una dictadura a un régimen plenamente democrático. Esa admiración pude comprobarla personalmente en mis frecuentes visitas posteriores a esos países en tareas de colaboración financiera.
¿Estamos ahora en condiciones de repetir el éxito de aquellos años? Lo dudo. En primer término, no sabemos todavía qué impacto podrá tener el Covid-19 sobre nuestra economía, aunque sospechamos que será muy fuerte y que desencajará nuestro sistema productivo, fundamentado en un sector terciario importantísimo en el que el turismo es su columna vertebral, en una industria muy reducida y centrada en el material de transporte y en una construcción de viejos hábitos que no acaba de encontrar su dimensión adecuada. Tampoco se ha experimentado por nadie de esta época como combatir ese terrible impacto sobre la economía, aunque esa falta de experimentación es general por ahora. Pero, sobre todo, pocos son hoy los que confían en nuestro actual Gobierno y su capacidad para dirigir, dentro de la Constitución y de sus límites, un programa amplio y necesariamente complejo de recuperación económica. Algunos, no sin fundamento, incluso temen que esos acuerdos pudieran llevar a cambios sustanciales que nos dirijan hacia modelos políticos y económicos bien lejanos a los planteamientos de una economía de mercado. En el Gobierno no faltan quienes desean impulsar ese tipo de cambios. Pero quizá se produzca un milagro y, pese a todo, volvamos a los consensos de 1977-1978. No cerremos todavía la puerta a la esperanza.
Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública.