La economía perversa de los respiradores

La economía perversa de los respiradores

En tanto el coronavirus se propaga por todo el mundo, la necesidad de respiradores se ha disparado. En el Reino Unido, el Servicio Nacional de Salud estima que se necesitarán al menos 30.000 más de estos dispositivos críticos. En Nueva York, el gobernador Andrew Cuomo también ha solicitado 30.000 más, advirtiendo que la ciudad de Nueva York pronto se quedará sin stock.

Incrementar la producción para satisfacer esta demanda es un desafío enorme. En Italia, al único fabricante de respiradores, Siare Engineering, le pidieron que aumentara su producción de 125 por mes a por lo menos 500 por mes. De la misma manera, Ventilator Challenge UK, un consorcio de firmas que incluye a algunos de los nombres más importantes de la industria británica, está intentando desesperadamente incrementar la producción. Y, en Estados Unidos, el presidente Donald Trump finalmente ha invocado la Ley de Producción de Defensa de 1950 y ordenado a General Motors la fabricación de respiradores.

No sorprende que la situación sea mucho peor en los países más pobres, donde la cantidad de respiradores disponibles es mínima y el dinero para adquirir más es escaso. En la República Centroafricana, por ejemplo, hay apenas tres respiradores para todo el país; en Liberia, se informó que hay sólo uno. Bangladesh tiene menos de 2.000 respiradores para una población de más de 160 millones de habitantes.

En estas condiciones, es fácil criticar a los gobiernos por no estar preparados para proveer a los hospitales de equipos críticos en caso de una emergencia. Pero inclusive si los países mantuvieran una “reserva estratégica” de respiradores, probablemente no tendrían los suficientes como para satisfacer las necesidades actuales. Tampoco se puede esperar que las firmas existentes multipliquen su producción de la noche a la mañana, dada su dependencia de cadenas de suministro justo a tiempo, falta de personal y otros factores.

La realidad es que resulta muy difícil que un sistema económico pueda hacer frente a un incremento semejante de la demanda en un lapso tan corto de tiempo. De todos modos, la escasez crítica de respiradores de hoy (y de dispositivos de diagnóstico y terapéuticos) también es un síntoma de fallas estructurales en el modelo económico prevaleciente. El asunto no tiene que ver exclusivamente con la asignación de los recursos, sino también con la manera, por empezar, en que se vislumbra y se determina el desarrollo tecnológico, y hasta qué punto esas elecciones tienen en cuenta la salud pública. La crisis del COVID-19 exige que reflexionemos sobre cuestiones fundamentales que tienen que ver con lo que producimos, cómo lo producimos y para quién.

Desde que se inventaron los dispositivos de respiración asistida en los años 1920, han experimentado un desarrollo tecnológico importante, al contar con sensores, monitores y otros dispositivos para determinar y mostrar la curva de respiración de un paciente. Sin embargo, el mismo modelo económico que ofrecía las inversiones necesarias para estas innovaciones también colocó a la tecnología de los respiradores en un sendero que hizo que las unidades fueran más costosas y más difíciles de producir y operar, debido a su creciente complejidad. Como señala Bernard Olayo del Centro de Salud Pública y Desarrollo de Kenia, aún si los países pobres pudieran permitirse el suministro necesario de respiradores, muchos seguirían sin tener suficiente gente calificada para hacerlos funcionar.

La tecnología de los respiradores no tenía que evolucionar de manera tal que quedasen fuera del alcance de la mayor parte del mundo. El hecho de que la innovación esté impulsada por la demanda del mercado implicó que las empresas estuvieran incentivadas para desarrollar máquinas más caras y complejas, proteger sus tecnologías a través de regímenes de propiedad intelectual y vender estas máquinas a quienes pudieran pagarlas –en gran medida, las economías ricas-. Aún el acceso a información de reparación suele estar restringido por el fabricante.

Éste no era el único camino posible. Además de respiradores más sofisticados, podríamos haber desarrollado modelos más sencillos, más asequibles y más fáciles de utilizar. Por cierto, en 2006, luego del brote del SARS de 2003, la Autoridad Biomédica de Investigación y Desarrollo Avanzados (BARDA, por su sigla en inglés), una división recientemente creada dentro del Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, se propuso hacer precisamente eso. La agencia produjo un diseño de respirador que fuera accesible, móvil y lo suficientemente simple para tener almacenado y distribuir rápidamente. En documentos del proyecto presentados ante el Congreso, el personal de BARDA advertía que la tecnología de respiradores actual era demasiado abultada, costosa y técnicamente difícil de operar.

Poco después, se le otorgó a una empresa privada un contrato multimillonario del gobierno para desarrollar un ventilador más asequible y utilizable y, en 2011, había presentado un prototipo ante las autoridades del gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, en 2012, la empresa fue comprada por un gran fabricante de dispositivos médicos que producía respiradores “tradicionales”, como parte de un proceso más amplio de concentración industrial que ha planteado dudas respecto de la ley de competencia y antimonopolio. El proyecto prototipo finalmente se canceló, lo que generó sospechas entre las autoridades del gobierno y otros fabricantes de dispositivos de que la oferta de adquisición había estado motivada precisamente por ese objetivo.

Debido a nuestra dependencia de las fuerzas de mercado para asignar recursos para la innovación, ahora sólo producimos respiradores que son costosos, fijos, patentados, altamente técnicos y difíciles de utilizar, cuando lo que realmente necesitamos son máquinas asequibles, móviles, simples y fáciles de usar. En su intento por desarrollar un dispositivo de estas características, el gobierno de Estados Unidos dependió de mecanismos de mercado y de empresas privadas impulsadas por las ganancias cuyos incentivos terminaron yendo en contra de los intereses de la salud pública.

La desastrosa escasez de respiradores frente al COVID-19 debería dejar en claro que, particularmente en áreas esenciales como la salud pública, necesitamos repensar a qué nos referimos cuando hablamos de innovación y cómo la dirigimos e implementamos. También necesitamos nuevos mecanismos internacionales para promover las innovaciones que hagan que la tecnología sea más asequible, más fácil de producir y mantener y más sencilla de usar, en lugar de simplemente ser más rentable y más compleja. Una tecnología que se inventó hace un siglo no debería estar todavía más allá del alcance de la mayoría de los países en el mundo. Hoy, estamos aprendiendo esa lección por las malas.

Shamel Azmeh is Lecturer in Technology, Labor, and Global Production at the Global Development Institute at the University of Manchester.

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