La economía populista

Entre engañar a todos una vez y engañar siempre a uno sólo, los políticos populistas han encontrado en las democracias redistributivas un compromiso cómodo y eficiente para mantener y aumentar el poder: engañar a una minoría lo suficientemente amplia que les permita controlar las instituciones democráticas bajo la falacia de que protegen a la gran mayoría de la gente frente a la minoría de los corruptos. La fórmula es antigua. Apareció con los 'naródniki' rusos del siglo XIX, pero fue el People's Party americano en 1892, el primero en utilizar el marco jurídico constitucional como referencia para argüir la auténtica 'americanidad' de los campesinos frente a las oligarquías industriales corruptas. A pesar de su larga trayectoria, el populismo no cuenta con una explicación teórica. No es una ideología política, no apela a valores filosóficos ni doctrinales, sino que es una estrategia de gobierno -de derecha o de izquierda- para ganar hegemonía desde dentro usando las propias instituciones del sistema. Se trata de un instrumento retórico para facilitar el avance hacia el control total del Estado y se presenta como una serie de maniobras políticas que subvierten las reglas democráticas de la división del poder y la primacía de la ley para sustituirlas por un enfrentamiento entre dos grupos: por una parte, la gente o el pueblo y, por la otra, los corruptos o la casta, todo bajo la tutela de un líder cuyo carisma legitima el salto del pueblo por encima de los procedimientos y reglas (Cas Mudde, 'Populist zeitgeist', 2004).

La economía populistaA pesar de que el populismo sea sólo una máscara para ocultar cualquier ideología, el resurgimiento neomarxista ha venido a legitimar los populismos de extrema izquierda con una argumentación no por falaz menos convincente: la división de poderes y el gobierno según la ley en la democracia liberal generan la exclusión y el resentimiento de parte del pueblo. Siguiendo la tradición leninista, el populismo neomarxista surge para convertirse en un proceso purificante y emancipador que busca reconstruir un sujeto político unificado (el pueblo) que, bajo la dirección de un líder carismático, se libre de la élite corrupta saltando por encima de la ley y de las instituciones. De este modo, el neomarxismo de Laclau, Mouffe o sus discípulos de nuestro Gobierno ha puesto en marcha un populismo emancipatorio que, según sus defensores, restituye los valores de la democracia inclusiva.

Los populismos de derechas y de izquierdas miran con recelo la libertad individual inherente al librecambio, pero la herencia colectivista antimercado convierte a la economía en el caballo de batalla del populismo neomarxista y gramsciano. Para ellos, el origen del populismo es una consecuencia económica del liberalismo: «Las raíces estructurales del populismo están insertas en la economía política del capitalismo moderno» (B. Bugaric, 'Two faces of Populism', German Law J., 2019). El populismo surge como consecuencia de una contradicción irresoluble -la tendencia del mercado a empobrecer y alienar masas cada vez más amplias- en las economías libres de las sociedades abiertas. El populismo sería sólo una defensa de la voluntad popular frente al neoliberalismo feroz de las últimas décadas, en un proceso similar al que describe el sociólogo marxista Polanyi en su 'Gran Transformación' (1944). El mercado libre que vertebra la sociedad democrática se des-incrusta, (dis-embed) de la estructura política de la nación porque excluye a cada vez más gente y los empuja fuera del consenso político. El mercado capitalista mismo es el que crea la polarización 'élite corrupta versus el pueblo'.

El rechazo populista al mercado encuentra el aliado perfecto en los argumentos económicos neomarxistas. Pero para los nuevos leninistas la economía sigue estando al servicio de la consecución y mantenimiento del poder. Lo económico sigue siendo sólo un instrumento. Los tiempos han cambiado y ante la imposibilidad de una revolución proletaria y la planificación central, los populistas no le hacen mohines a una socialdemocracia redistributiva de individuos subsidiados sobre los que establecer una hegemonía cultural e ideológica asentada en una fuerte dependencia económica del Estado. La economía neomarxista sigue apuntalando el poder del líder máximo y su grupo. Los populistas neomarxistas, como los que padecemos en nuestro Gobierno, rechazan la red de instituciones intermedias del mercado porque, en su visión de la realidad, las decisiones colectivas no se toman de forma descentralizada en una sociedad de individuos independientes sino en una relación directa, casi mágica, entre el líder y su pueblo. El líder interpreta los deseos de la gente para asignar recursos y estimar preferencias. Pero esto dificulta en extremo el análisis y, sobre todo, crea incertidumbre e indefensión jurídica. Nunca se entiende con precisión cómo el pueblo expresa sus preferencias o cómo, quién y con qué criterio se toman las decisiones financieras y fiscales. Las alusiones son constantes a un conjunto -los ricos, los señores con puro- siempre ausente de fuerzas ajenas -y contrarias- a la gente contra el que hay que luchar si se quiere alcanzar el progreso económico. El líder y su grupo fijan precios mínimos al trabajo sin tener en cuenta el impacto sobre el empleo y ponen precios máximos a los alquileres sin pensar en la escasez que crean; acusan a las cadenas distribuidoras de causar inflación sin saber que es un fenómeno monetario y piensan que pueden solucionarlo controlando los precios; penalizan el ahorro y cargan contra las fuentes de energía fiables en medio de la peor crisis energética. Pero es en la redistribución donde más clara queda la estrategia económica populista. En su proyecto de ocupación de las instituciones para atar el poder, el líder necesita ganarse el apoyo del pueblo redimido. El Robin Hood neomarxista identifica -y si es necesario, vilipendia- al Sheriff of Nottingham para dirigir contra él todas sus armas fiscales. La persecución empieza denostando a los empresarios y la consecución de beneficios, creando inseguridad jurídica a la propiedad y amenazando con nuevos impuestos al éxito empresarial. El reparto del botín entre sindicalistas, pensionistas, empresas afines, prensa amiga, artistas adictos y correligionarios asegura el poder político, aunque el déficit y la deuda aumenten: los populistas rechazan la obsesión austericida.

Los teóricos neomarxistas y sus alumnos en nuestro Gobierno no están de acuerdo. Siguen pensado que el populismo es la mejor forma de democracia porque en él se construía la voluntad general del pueblo -la mayoría auténtica- a través del consentimiento, la participación y la movilización directa (Laclau, 'On Populist Reason', 2005) y que es la demostración de la naturaleza cambiante de la legitimidad política, es decir, una nueva versión radical de la verdadera democracia que potencie la participación ciudadana (Mouffe, 'The Populist Moment', 2016). Si las urnas no cambian pronto la distribución del poder parlamentario, nuestros populistas seguirán ocupando y controlando, con el apoyo del pueblo, las instituciones intermedias -incluyendo los mercados- que son los cimientos de nuestro sistema constitucional. Se habrá cerrado el proyecto de 1978 y ellos habrán conseguido su propósito. Eso sí: con el apoyo del pueblo y desde dentro del propio sistema.

Pedro Fraile Balbín es catedrático de Historia de la Economía.

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