El 9 de noviembre de 1989 era jueves y yo me encontraba en Bruselas, como director que era entonces de la Dirección General de Desarrollo de la Comisión Europea, esperando volver a Barcelona al día siguiente, lo que hacía cada fin de semana. A última hora de la tarde, las autoridades de la República Democrática Alemana suprimían la restricción a viajar al Oeste y mis compañeros alemanes de trabajo estaban eufóricos, aun sin saber a ciencia cierta qué iba a suceder a partir de entonces.
Nadie podía saber que aquel primer paso iba a desencadenar la desaparición del comunismo en toda Europa Central y del Este, el desmembramiento de la entonces Unión Soviética y un cambio muy notable de parámetros económicos para Alemania, para Europa y para el mundo.
Para Alemania, la decisión del Gobierno de la República Democrática significó la posibilidad de que el canciller de la República Federal, Helmut Kohl, reunificara muy rápidamente las dos Alemanias con gran beneficio político, pero con un coste económico elevado para el contribuyente de la Alemania federal y para el trabajador de la antigua Alemania Democrática, que vio que, con el tipo de cambio elegido de un marco alemán del Oeste por un marco alemán del Este, las producciones orientales dejaban de ser competitivas y había que cerrar las fábricas en las que hasta entonces habían estado trabajando.
Pero el impacto económico de la caída del Muro no quedó aquí, pues, empezando por Polonia y Hungría, todos los países del antiguo bloque del Este empezaron a mostrar su interés por abandonar la división comunista de trabajo en que se movía el Mercado Común comunista, entonces existente bajo la batuta de Moscú, para ir hacia el capitalismo.
Los países occidentales se movieron rápido para aprovechar aquellos anhelos. Crearon el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, para dar ayuda económica y para propiciar la democracia hasta entonces inexistente en aquellos países, y movilizaron los recursos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otros organismos económicos mundiales y regionales, para que la doble transformación cuajara.
La movida propiciada por la caída del Muro ha tenido, además, un impacto fundamental en el proceso de integración europea. Para vencer las reticencias que la reunificación alemana suscitaba a otros países miembros de la entonces aún Comunidad Europea, se pactó el Tratado de Maastricht, por el que se creaba la Unión Europea. Este incluía no solo aspectos integradores de carácter económico, sino elementos de integración política, seguridad y defensa, gracias a que los entonces más conspicuos líderes europeos creyeron que era la manera de avanzar hacia las más altas cotas de supranacionalidad europea, en un movimiento que, con los parámetros actuales de nacionalismos europeos tan claramente manifestados en el proceso ratificatorio del Tratado de Lisboa, nos parece utópico. Aquella apertura político-económica europea y el posterior derrumbe de la Unión Soviética hicieron posible que el mercado europeo se haya reunificado hasta llegar a los 500 millones de consumidores que hoy somos en la Unión Europea.
Desde un punto de vista de la economía mundial, la caída del muro de Berlín y el posterior hundimiento de la Unión Soviética acabaron con la guerra fría, aunque hay que decir que los dividendos que se esperaba que esto produjera respecto de recursos destinables a activar las posibilidades de los países pobres han sido bastante reducidos.
Desaparecido el enfrentamiento entre la Unión Soviética y Estados Unidos, estos últimos se erigieron en la sola hiperpotencia dominante, pero no todos los gobiernos norteamericanos aprovecharon la circunstancia para desarrollar la cooperación internacional contra la pobreza o para estimular un multilateralismo razonable.
De hecho, algunas de las manifestaciones de ascenso del supercapitalismo y la globalización desenfrenada encuentran su raíz en aquella situación que ha sido denunciada por los movimientos de resistencia al capitalismo global, que han actuado en muchas ocasiones con violencia inusitada.
Si contamos los costes y beneficios económicos que la caída del muro de Berlín ha generado en estos 20 años, creo que podemos llegar a un balance globalmente positivo, por mucho que muchos países pobres y marginados sigan siendo pobres y sigan marginados, y por mucho que los antisistema se muestren realmente escépticos al respecto.
A partir de aquí hay que confiar en que los abusos financieros, el ascenso de ciertos países emergentes como China y la India y el impacto de ciertas dictaduras populistas no creen renovadas tensiones en el sistema internacional, que harían imposible que la tecnología actual nos aportara más beneficios que costes una vez acabada la carrera propagandística que caracterizó los años de guerra fría previos a la caída del muro de Berlín.
Francesc Granell, catedrático de la Universitat de Barcelona.