La edad de la inocencia

Existen el bien y el mal, en eso parecería que estamos todos de acuerdo. Sin embargo, de unos años para acá da la impresión de que algunos, y sobre todo algunas, prefieren colocarse en la inocencia de que todo eso del mal no les concierne. De unos años para acá asistimos a un renacimiento de las mujeres hacendosas que hacen ganchillo, punto, repostería casera, riegan flores en el balcón como antaño nuestras abuelas. Florecitas, cenefas y bordados no gozaban de este aprecio desde que las niñas dejaron de recibir clase de labor en los colegios. No necesariamente son mujeres ni conservadoras ni tradicionales quienes se entregan con candor a estas ocupaciones tan dulces, más propias de Blancanieves que de Susan Sontag.

Hay quienes han explicado esta explosión de las artes domésticas y esta aparente reivindicación de las tradiciones, la vuelta a fabricar cosas en casa, como fruto de la crisis ya que no podemos permitirnos comprar. Otros sostienen que es una reacción lógica a una feroz sociedad de consumo que nos impone productos cada vez más artificiales. Según estas interpretaciones, la revalorización de las artes domésticas tendría que ver con una recuperación de la autenticidad y también de la sensación de control sobre lo que producen nuestras manos. Pero yo intuyo algo más, percibo que a todo eso se suma una necesidad imperiosa de declararse inocentes frente al mal que tiene lugar a nuestro alrededor.

Con la aparición de los medios digitales la multiplicación de las noticias ha sido brutal. Antes el ciclo de una noticia era de 24 horas, hasta la siguiente edición de los diarios, hoy es de apenas unas horas y por eso se precisan muchas novedades para colmar lo que tragan las redes. Por otro lado, nuestra ansia de novedad es insaciable. Cada vez que encendemos las pantallitas móviles esperamos algo nuevo y los dueños de empresas de comunicación lo aprovechan. Nuestra mirada se posará sobre el que vocee más fuerte su oferta de calamidades entre la marabunta de noticias. Por supuesto, las malas noticias tienen mejor prensa que las buenas, con lo que la percepción que tenemos del mundo en que vivimos, la imagen de nuestra sociedad, ha empeorado. Aunque según los historiadores, economistas y demás expertos no vivimos los peores tiempos de la historia, sino todo lo contrario, a tenor de lo que se publica tenemos la sensación de que fuera de nuestra casita el mundo es una selva amenazadora y sin solución.

Por todo ello, es muy probable que muchas mujeres hayan querido mirar a otro lado, del lado de la belleza, de lo pequeño, de lo controlable. Como si a mayor desvelamiento de corrupción, ante tanta crueldad, sufrimiento, injusticias, desigualdades, maltrato, horror, persecuciones, crímenes, tanto acoso y abuso incluso de los más pequeños en las escuelas, mayor fuera la urgencia de refugiarnos en lo doméstico, lo naíf, no vaya a ser que alguien nos confunda con alguno de los malvados o de sus víctimas. «No quiero ser parte de ello, a mí que no me metan», parecen querer decir nuestras hacendosas manos.

Pero refugiarse en la inocencia es recurrir a una imagen de nosotros mismos infantil, que elude la responsabilidad, lo cual no estaría mal si no fuera porque nos deja en una posición muy mala, un callejón sin salida con poco margen de actuación. Y es que solo mediante la responsabilidad del adulto se pueden dar pasos para cambiar las cosas. No estoy diciendo que abandonemos las agujas de punto, los moldes de la tarta de zanahoria y las tijeras de podar los tulipanes, sino que no consintamos ser amedrentadas por los voceros del catastrofismo. Solo quieren vender periódicos o su equivalente contemporáneo, audiencias en televisión, retuits y visitas a su web.

Es cierto que responsabilizarse de algo, asumir los desperfectos de nuestros semejantes y los nuestros propios, puede ser muy angustioso, pero hay un antídoto: la toma de conciencia y la participación, es decir, compartir preocupaciones y buscar propuestas. Aunque algunos días nos parezca imposible, como ciudadanas de la polis podemos de un modo u otro incidir sobre nuestro entorno y contribuir al cambio, aunque solo sea con nuestro voto. Cuando perdemos la creencia de que nuestra participación cuenta y preferimos mirar a otro lado para darnos un baño de inocencia es cuando otros aprovecharán para marginarnos y seguir haciendo sus fechorías.

No podemos vivir al margen de lo que ocurre. El candor, la ingenuidad, la falta de malicia, ¿son realmente posibles? En un mundo en el que las interconexiones y dependencias de unos sobre otros tejen una red cada vez más densa e intrincada, la verdadera bondad es la de aquel que no es inocente: sabe que convive con el mal, lo conoce, se hace cargo de su existencia y logra, si no evitarlo todas las veces, sí paliarlo e incluso sofocarlo alguna que otra.

Ángeles González-Sinde, escritora y guionista.

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