La edad de los deberes

Jeremy Bentham saludaba así la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa en 1789: « Derecho, el sustantivo derecho, es el hijo de la ley: de leyes reales resultan derechos reales; pero de leyes imaginarias, de las leyes de la naturaleza, cantadas e inventadas por los poetas, retóricos y tratantes en venenos morales e intelectuales, resultan derechos imaginarios». Era el escepticismo ante un posible abuso del lenguaje poético: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos »o« las diferencias sociales sólo pueden basarse en el bien común ». La Declaración hablaba a continuación de derechos quizás con demasiada laxitud. Sin embargo, Bentham se equivocaba. El lenguaje pocas veces es inocente, para bien o para mal: el triunfo de los derechos de los hombres fue un triunfo liberador de la mano del humanismo y la Ilustración y acabó significando la entronización del ciudadano, sujeto de derechos y no mero objeto del poder, frente al súbdito del Ancien Régime. Al tiempo, nacía el Estado moderno para ordenar ese tráfico de ciudadanos libres.

Aquella declaración, como las del otro lado del Atlántico, la de Virginia poco antes e inmediatamente el Billof Rights de la Constitución de los Estados Unidos, anticipaba lo que Norberto Bobbio ha llamado « la edad de los derechos ». Un proceso inconcluso de generalización, internacionalización y reconocimiento positivo de los derechos humanos por los Estados que siguió a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948. Un tiempo, el de los derechos humanos como elemento nuclear de todos los ordenamientos, que representa un cambio fundamental en términos de mejores condiciones de vida para muchos ciudadanos en el mundo.

Precisamente por sus orígenes, los derechos del hombre han estado plegados a una situación en la que el Estado, con un simple deber de abstención, era el único obligado a respetar y hacer posible el espacio de libertad donde esos derechos anidaban, especialmente los derechos de aquellas primeras declaraciones: la libertad, la seguridad, la propiedad, la resistencia a la opresión y la igualdad entendida de modo formal, como igualdad ante la Ley; porque la igualdad en las condiciones materiales de vida de los ciudadanos sí exige una intervención activa del Estado (o de todos), no basta con no discriminar como «obligación de no hacer», que diríamos los civilistas.

Sin embargo, desde la perspectiva del siglo XXI, estas declaraciones son ya ritos antiguos. Se quedan cortas en el elenco de derechos: el derecho a la paz, el derecho a la libertad de movimientos a través de los países, o un derecho a la igualdad de carácter global, que trascienda las barreras de cada ordenamiento, son sólo aspiraciones. Y difícilmente puede descansar su observancia sólo en unos poderes públicos cada vez más desarmados. Pero si los derechos humanos no son intangibles, como verdades reveladas, sino precipitados culturales ahormados por los hombres de leyes que está en nuestra mano transformar, podemos preguntarnos: ¿no es excesiva la insistencia en el punto de vista del individuo contemplado en sus ámbitos personales de libertad y poder? ¿No delegamos excesivamente en el Estado y sus agentes la observancia de estos derechos? ¿No llevamos demasiado tiempo viviendo una excesiva asimetría entre derechos y deberes? ¿No están siendo tantos derechos, como categoría y como sentimiento, un lastre para planteamientos más cooperativos y solidarios desde nuestra responsabilidad de ciudadanos comprometidos en la búsqueda de una sociedad más cosmopolita e integradora, más justa?

No son preguntas originales. En la historia siempre ha habido una línea de pensamiento más preocupada por el deber que por el derecho, y enfocada en el compromiso de todos con estos elementos constitutivos del pacto social que debería llevar a una comunidad global más solidaria. Es una corriente que arranca del estoicismo de Séneca y Cicerón; pasa, a través de Guillermo de Ockham y Duns Scoto, por la escolástica de la orden franciscana en el debate sobre la pobreza frente al poder y las propiedades del papado; se hace patente en la Escuela de Salamanca del derecho internacional, comprometida en la defensa de los indios como el rostro libre y humano de «los otros» al margen de la fe; y toma vuelo cosmopolita en el iusnaturalismo, la Ilustración y, sobre todo, en Kant para desembocar en las primeras declaraciones de derechos. La propia Declaración de 1789 que escandalizaba a Bentham proclamaba los « derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre », a fin de que «a todos los miembros del cuerpo social les recuerde sin cesar sus derechos y deberes». Y la Declaración Universal de 1948 decía que todos los seres humanos…libres e iguales en dignidad y derechos deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. No hemos sabido sacar todas las consecuencias de unos textos que, a oídos de esta sociedad apresurada, nada poética y escasamente ética, suenan sólo bienintencionados. Hay que afilar las palabras para someter al derecho una responsabilidad social que comprende a todos, individuos e instituciones, y ponerle nombre a la edad de los deberes.

Nuestra historia colectiva no progresa por sí sola adecuadamente, pese a la confianza de Kant en un camino natural hacia el ideal cosmopolita. Crecen las fronteras y encontramos en la crisis económica el argumento para discriminar a quienes, viniendo de infiernos más profundos y lejanos que el nuestro, decimos que ya no caben entre nosotros. Apenas reconocemos el rostro humano del otro. Aparecen, como en la Edad Media, toda clase de particularismos jurídicos, territoriales y personales, que, en el fondo, tienen un fundamento de autoafirmación y de exclusión: no contaminar los pocos recursos de que disponemos con las demandas de quienes no pertenecen a nuestro clan; preservar espacios de poder político como si éste fuera un fin en sí mismo. Lo contrario de la solidaridad y la fraternidad. Lo contrario de sabernos deudores, uno a uno, frente a la comunidad global.

Esa deuda de todos frente a los demás no está todavía respaldada por una norma jurídico positiva y no podría ser reclamada en un procedimiento ejecutivo que acabara con el deshaucio del que incumple sus obligaciones sociales. Lástima. Pero podemos estar en el camino de aprehender y moldear una realidad compleja y heterogénea, donde cohabitan los derechos positivados y los derechos humanos a los que aspiramos más allá de las fuentes del derecho interno o internacional, al igual que cohabitan los deberes legales y los morales, yuxtapuestos e interaccionando, con todas las diferencias de grado que nos consientan nuestro lenguaje y nuestra perspicacia de juristas y ciudadanos del mundo. De un mundo con o sin fronteras según inclinemos el ángulo de nuestra mirada hacia el cielo o la tierra, y según convengamos con qué libertad queremos ahondar las barreras geográficas o hacer de ellas un factor de inclusión para marcar la distancia a la que somos capaces de mejorar la vida de los demás.

En este escenario difícil, hay que apostar por el papel liberador de los derechos del hombre y sus deberes inherentes, tendiendo al ideal cosmopolita de una comunidad universal con unos mismos deberes y derechos básicos, mejor que limitarse a propuestas “minimalistas” que estrechan el elenco de derechos y sus vías de sanción para garantizar la efectividad de un contenido mínimo aceptable por todos los pequeños núcleos de poder aún anclados en las viejas ideas de la territorialidad y la soberanía. Es mi propuesta al llegar a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación: mirar como jurista hacia el futuro antes que al pasado, y tratar de cincelar con las herramientas del derecho una nueva lengua franca en la que conjugar el tiempo presente de nuestros deberes.

Por Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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