La edad del miedo

Es concebible, aunque poco probable, que haya habido otra época en la que las vacas, los pájaros y los cerdos hayan sido motivo de tanta alarma para tanta gente como en la primera década del siglo XXI. Lo que no es posible es que se haya generado más ruido, o tomado más medidas defensivas, que hoy en torno a los riesgos asociados con estas tres especies.

La llamada enfermedad de las vacas locas, la gripe aviar y la gripe porcina han generado un grado de histeria colectiva y de gasto económico en vasta desproporción a su peligro real. Vemos la misma patología de miedo, junto a su hermano gemelo, una obsesiva aversión al riesgo, en todos los terrenos de la vida contemporánea. El terrorismo global, los teléfonos móviles, los fumadores pasivos, el alcohol, los pedófilos, el cambio climático, el islam, la comida transgénica, la contaminación ambiental, la velocidad en las carreteras, representan algunos de la infinidad de pretextos que nos buscamos para poder disfrutar del perverso placer que despierta el vivir nuestra breve estancia en la Tierra en un estado de casi permanente ansiedad. A esto se suma la creencia implícita de que si uno arma las defensas de manera eficaz, si existe un buen plan, los peligros se pueden evitar.

Esta tendencia a la paranoia y a creer en la fantasía de que podemos controlar nuestros destinos suelen tener su origen en Estados Unidos o en los países del norte de Europa, pero, como motivados por un antiguo e insuperable trauma, por una triste necesidad, quizá, de sentirse plenamente "modernos" y "europeos", los gobernantes españoles se suman a ella con entusiasmo. José María Aznar, paradigma del españolito acomplejado frente a los gigantes anglosajones, se comió lo de las vacas locas, y con patatas. El susto se originó en el Reino Unido. "Millones van a morir", chillaban los titulares, con lo cual exterminaron, por las dudas, a cinco millones de reses. El entonces presidente del Gobierno español dijo que, con la excepción de la locura del País Vasco, ésta era la crisis más grave que amenazaba a España. Sus palabras resultaron ser proféticas: el consumo español de carne bajó al 30% y los ganaderos vivieron una pesadilla. En el Reino Unido murieron más ganaderos a causa del suicidio que de la tan temida enfermedad cerebral.

Hoy, el Gobierno quiere replicar en España el ilimitado terror al tabaco que consume a los británicos, alemanes, escandinavos, estadounidenses. No satisfechos con haber (muy responsablemente) advertido a la ciudadanía sobre los peligros que representan los cigarrillos para la salud, ahora van a prohibir fumar en todos los bares y restaurantes del país. El posible suicidio, o al menos la muerte económica, de una buena parte de los dueños de los bares y restaurantes no es un factor que se tome en cuenta.

Los generadores del miedo suelen tener buenas intenciones. Como en el caso del tabaco. O el de las frutas y los vegetales transgénicos, cuyo impacto sobre la salud, dicen algunos sin saber a ciencia cierta si es verdad, va a ser desastroso. O el de los teléfonos móviles y el supuesto riesgo que su repetido uso puede tener en la incidencia de cáncer cerebral. O el miedo a que si los musulmanes siguen emigrando a Europa, los habitantes del continente se despierten un día de aquí a 30 años y descubran que están viviendo bajo la sharia. O (una tesis más arraigada) la de los peligros del cambio climático.

John Adams, profesor emérito de University College London, ha dedicado su vida a estudiar el fenómeno del riesgo y a asesorar a Gobiernos y empresas sobre el tema. Adams distingue entre riesgos concretos, visibles, palpables -"¿cruzó la calle antes de que llegue ese autobús?"- y lo que él llama "riesgos virtuales". Un riesgo virtual no es medible o visible, según la definición de Adams: "Los científicos no están de acuerdo. No existen pruebas demostrables". En una reunión que Adams tuvo recientemente con un grupo de psiquiatras, uno de ellos postuló que se definiese una nueva enfermedad con el nombre de "Compulsive Risk Assessment Psychosis" (psicosis de evaluación de riesgo compulsivo), cuyas siglas en inglés serían CRAP, que significa "mierda". "La verdad es que esta enfermedad abunda y crece cada día", dice Adams, que sostiene: "Existe el peligro de caer en una actitud absolutamente desproporcionada en cuanto a los riesgos que conlleva una vida normal".

Para Adams, el tema del cambio climático, que penetra la vida normal de la gente más y más, cae dentro de la definición de riesgo virtual, ya que no existe consenso científico sobre la cuestión crucial del papel del hombre en el calentamiento planetario. Con lo cual, dice Adams, "para los que no son científicos nucleares o epidemiólogos o expertos sobre el medio ambiente, acaba siendo una cuestión no de verdad objetiva, sino de lo que uno cree". Por eso, el debate sobre el tema adquiere tonalidades más políticas, o religiosas, que científicas.

Tal es la desesperación por persuadir y la dificultad en explicar, que aquellos que se han convencido del papel del hombre en el cambio climático recurren al alarmismo; se ven obligados a utilizar adjetivos como "catastrófico", "irreversible" y "caótico" al advertir sobre la hecatombe que nos espera. Como se ha visto en las últimas semanas, los científicos responsables del informe oficial de Naciones Unidas sobre el tema no pudieron resistir la tentación de inflar los datos a favor de su tesis. El propio Al Gore, en su celebre documental titulado Una verdad incómoda, cayó en varios errores, en todos los casos destinados a incrementar la alarma general. Uno de ellos fue que el deshielo en la zona de Groenlandia haría subir el nivel del mar en seis metros "en un futuro cercano", cuando el consenso científico es que esto no podría ocurrir hasta pasados más de mil años.

Lo notable de la época en la que vivimos, independientemente de si el riesgo es virtual o real, de si Al Gore tiene razón o no, es la predisposición de la gente a creerse lo peor. Al Qaeda ha sabido sacarle provecho. Un confuso hijo de papá nigeriano hace un patético intento de hacer estallar un avión con una bomba en los calzoncillos y, de repente, se contempla la posibilidad de instalar máquinas en los aeropuertos que permitirán a los agentes de seguridad someter a escrutinio nuestras zonas erógenas. Toda una victoria para Al Qaeda, una banda de fanáticos que está en declive pero que logra un impacto sobre la mente colectiva occidental admirablemente desproporcionada si se considera la capacidad real que tiene para matar a infieles. Osama Bin Laden, que será un loco pero no es tonto, dijo en una entrevista en 2001 que los medios "implantan el miedo y la desazón en los pueblos de Europa y Estados Unidos". Bin Laden agradece, por supuesto, que esto sea así. Si existiera más cordura y sensatez en Europa y Estados Unidos la propaganda del terror de Al Qaeda no sólo pasaría bastante más inadvertida, sino que la guerra de Irak seguramente se podría haber evitado.

¿De dónde procede esta propensión al miedo? Adams cree que de la prosperidad. En el Congo y Bangladesh existen demasiados riesgos inmediatos como para darse el lujo de preocuparse por los riesgos virtuales también. La prosperidad de Occidente, la victoria que se ha logrado sobre las penurias materiales de la vida, también genera la noción de que el destino humano se puede controlar, que si uno se prepara bien y hace buenos planes, evitará el sufrimiento; evitará, incluso, la muerte misma.

De todos modos, agrega Adams, un señor sereno y risueño, la obsesión por evitar el riesgo es una enfermedad en la que no todos tienen que caer. El individuo puede elegir sucumbir o no al bombardeo de emisiones CRAP. El pesimista tomará la actitud de que "si no se puede comprobar que es seguro, supondré que es peligroso"; el optimista, que "si no se puede comprobar que es peligroso, supondré que es seguro".

El optimista, reconciliado a la terrible verdad de que la vida es corta, se encomienda a la suerte o, si es creyente, a Dios. A propósito de lo cual, Woody Allen hizo una vez una pregunta: "¿Cómo haces reír a Dios?". Respuesta: "Contándole tus planes".

John Carlin