La edad elegible o la vejez disfrazada

Hace unos meses corrió el bulo de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación de México había fallado a favor de que las personas pudieran cambiar de edad modificando su fecha de nacimiento en sus documentos de identificación, para reflejar su “verdad personal”. Al final, la propia Suprema Corte hubo de aclarar que solo se trataba de corregir la fecha de nacimiento si había error en el registro.

El asunto hubiera sido menos creíble si en las elecciones de 2021, y en virtud de las leyes de identidad de género en México, 18 hombres no se hubieran inscrito como mujeres transexuales para burlar los requisitos de paridad, cosa también ocurrida tres años antes.

Y es que esto pasa cuando “lo sentido” pretende borrar los hechos. Sin embargo, con independencia de nuestros deseos e incluso certezas subjetivas, ni el maquillaje, ni las intervenciones quirúrgicas transforman la realidad biológica.

Intentamos borrar el paso de la edad, negarla, con un juvenismo que, en sus casos más extremos, resulta patético. Por suerte, la noticia con la que comenzaba este artículo fue un bulo, pero ¿durante cuánto tiempo? Porque, ciertamente, si no nos miramos al espejo, seguimos teniendo la edad indefinida de la primera juventud, y el transhumanismo nos promete no solo un alargamiento de la vida, sino incluso la inmortalidad.

La dependencia de la naturaleza, tan importante en la antigüedad, es algo pasado de moda. Los estoicos defendían la naturaleza como medida del equilibrio moral (pensemos en Séneca, o aún antes en el De senectute de Cicerón). La modernidad, desde la física newtoniana a la Revolución Industrial, ha buscado el dominio de la naturaleza, y ahora, por fin, la transmutación tecnológica de esta deja de ser ciencia ficción para convertirse en objetivo de las investigaciones en Silicon Valley. Si a ello añadimos que en el Norte global las premisas del mercado son el cumplimiento de los deseos, ¿qué va a impedir el borrado de la edad? De momento algo muy poco sutil: la realidad.

Las personas maduras pretenden parecer jóvenes, usurpando el protagonismo social a los verdaderos jóvenes hundidos en el precariado. No estamos en un juvenismo efectivo, sino en un juvenismo simbólico que se esfuerza por aparentar lo que no es. Operaciones estéticas, deporte, segundos matrimonios, cosmética, ropa casual… El maduro se juveniliza, pero llega un momento en que esto ya no es posible, y así el mayor se convierte en simulacro del simulacro: el viejo que imita al maduro, que a su vez imita al joven. Se le denomina “envejecimiento activo”: viajes, universidad de mayores, colaboración con ONG… La apariencia juvenil y la ocupación compulsiva son los imperativos con los que intentamos disfrazar la edad.

Sin embargo, la pandemia ha tirado por el suelo este castillo de naipes. A partir de los 60 años, nos ha recordado que somos vulnerables; incluso ahora, cuando no se dan cifras por edad, de esa franja en adelante se mantiene la estadística y la crudeza de la morbilidad. Por no recordar los primeros tiempos del confinamiento, el horror colectivo —cuyas consecuencias no hemos asumido ni moral ni socialmente— de todos esos ancianos ahogándose, muriendo solos en sus habitaciones de las residencias.

La vejez es un hecho, pero también es una creación cultural, y como nos recuerda Simone de Beauvoir en su libro La viellese, “el sentido o no sentido que reviste la vejez en el seno de una sociedad la pone a esta enteramente en cuestión, pues a través de ella se desvela el sentido o no sentido de toda la vida anterior”. La vejez, aunque de facto socialmente excluida, replica el estándar social de laboriosidad compulsiva para creer, para fingir, que sigue en activo. ¿Es este el modelo de vejez deseable? O, más bien, ¿es este el modelo de sociedad que deseamos estar replicando aun en la vejez, cuando quizás pudiéramos liberarnos de sus imperativos y volver a ser dueños de nuestro tiempo, puesto que se nos escapa?

La ancianidad, biológicamente incontestable, es también una construcción cultural. La obsesión del mayor por no serlo, y su marginación cuando ya no puede ocultar que lo es, constituyen una coerción social gerontofóbica de la que somos responsables. Y mientras los científicos buscan prolongar la vida, bueno sería replantearnos la visión que de los viejos tenemos, porque como describe magistralmente el poeta Jorge Camacho en su poema en esperanto Vidpunktoj: Tomad nota, jóvenes: vosotros no sois el futuro. / La elasticidad, la energía y el espejismo de la juventud / los conozco, los experimenté o, al menos, los recuerdo, / pero el único futuro se llama vejez. / No os engañéis, jóvenes: vosotros sois el pasado. / ¿Vuestro futuro? Soy yo.

El futuro de todos los jóvenes es esa ancianidad, que socialmente no debe entenderse como una carga que relegamos, algo a disfrazar mientras se pueda, sino como la mayoría de edad lograda, la perfecta madurez.

Rosa María Rodríguez Magda es filósofa y escritora, autora de La mujer molesta. Feminismos postgénero y transidentidad sexual.

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