La edad heroica y el espíritu tribal

España, hasta nueva orden, es un Reino y su forma de gobierno, la Monarquía constitucional. Aun así, no deja de ser asombrosa la proliferación en los actos de masas de banderas de la segunda República ante la indiferencia de eso que llaman «la ciudadanía». Me hallaba en Málaga, en una parada de autobús, un 6 de diciembre, día en que la Santa Madre Iglesia festeja a San Nicolás y el Estado español, su Constitución, cuando cometí la imprudencia de hacer un comentario, y una joven señora me dijo secamente que «en la Constitución cabe todo». Eso de que «cabe todo» es muy relativo, porque si hay algo que no cabe son precisamente los símbolos con los que la Constitución nació y dio sus primeros pasos. El ejemplar caligrafiado con que se me obsequió en su día y que por supuesto atesoro va encabezado por esos símbolos, uno de los cuales es el águila de San Juan. Pues bien, hay que ver cómo se alborota el gallinero cada vez que un insensato, léase un español que no duda de serlo, enarbola una bandera, que no es «anticonstitucional» ni «preconstitucional» como dicen los necios, sino «protoconstitucional», ya que fue bajo sus pliegues como echó a andar la mirífica Transición. Y es que, como ya observé en su día, el nombre científico del águila, «águila imperial española», era inevitable que fuera poco grato a la nueva clase política, tan escasamente ornitológica.

A propósito de ornitólogos, el marqués de Tamarón, embajador que sería con el tiempo en la Corte de San Jacobo, manifestaba en una entrevista o artículo aparecido en un periódico británico, que en la España actual no había ya halcones ni palomas, sino gallinas y avestruces. No veo explicación más clara del comportamiento del «Estado residual», como dijo un presunto descendiente del poeta Maragall, ante los desafíos de los gallitos de pelea que cada vez peroran con más insolencia en los corrales de las autonomías. Al hablar de «Estado residual» tal vez me quede corto, pues en realidad debería hablar más bien de la «nación residual» de la que ese Estado emana. El grueso de esa nación, lo que Machado llamaba «el macizo de la raza», no constituye ni mucho menos una «mayoría silenciosa», sino que se manifiesta a través de elocuentes contertulios radiofónicos o televisivos. Con algunas raras excepciones, esos contertulios son meros glosadores de las posturas del «Estado residual», siempre el pobre a la defensiva y tratando de templar gaitas.

Muchos de los templagaitas que se escandalizaban de que un ministro del Gobierno dijera que había que españolizar a los catalanitos, volvían a escandalizarse de que esos catalanitos desespañolizados participasen en los fastos antiespañoles de su nación imaginaria. A mí me parece la cosa más natural del mundo que se empiece por adoctrinar a la infancia cuando se tiene el propósito de construir una nación. Otra cosa es que esa nación sea una aberración. La palabra aberración no la empleo a tontas y a locas, pues significa desviación o extravío, en este caso del camino real de la patria. Una raíz importante del español que hablamos está en las lenguas primigenias de otras provincias aberrantes, en las que por algo llaman Aberri Eguna a lo que llaman Diada los catalanistas. Los argumentos de los templagaitas contra los aberrantes son por lo menos patéticos. En primer lugar, se intenta embridar con la razón algo tan indómito como los instintos, que es lo único que mueve a las masas, y se oponen razonamientos contables a los impulsos heroicos. No nos queremos enterar de que los catalanistas se han saltado a la torera lo que ellos llaman moral comercial y yo, siguiendo a Baudelaire, llamo moral de mostrador. Lo más opuesto a la moral de mostrador es la moral de barricada.

En tiempos de los que no queda memoria, un catalán insigne, institucionista de pro y con el tiempo ministro y embajador de la segunda República, don Luis de Zulueta, leyó en la Institución Libre de Enseñanza una conferencia titulada «La edad heroica». Por edad heroica entendía Zulueta la juventud, y el arte del pedagogo está en encauzar a un buen fin ese impulso heroico. Es sabido que la Institución quería educar a los españoles desde la infancia, como ya se hacía en otros países adelantados, y uno de sus modelos era el movimiento de Boy Scouts, creado por Baden Powell y del que no dejaron de tomar buena nota los movimientos políticos revolucionarios con sus «pioneros», sus «balillas» y sus Hitlerjugend. Por cierto, que la célebre definición burlesca de «unos niños vestidos de cretinos guiados por un cretino vestido de niño» fue a las huestes de Baden Powell a las que se aplicó por vez primera, como los «pololos» de la Sección Femenina eran copiados o heredados, como tantas cosas, de la Residencia de Señoritas de la Institución, que a su vez los había importado de Inglaterra. Los niños españoles nos pasamos los años de la guerra desfilando puño en alto o brazo en alto según la zona, y tanto los unos como los otros estábamos adoctrinados para una causa grande como era la de la dictadura del proletariado o la de la salvación de la patria, mientras nuestros hermanos mayores se batían el cobre por lo mismo en las barricadas y en las trincheras.

El hecho de que el antiguo Ministerio de Instrucción Pública pasara a llamarse Ministerio de Educación Nacional fue una de las muchas deudas inconfesables que el nuevo Estado nacional tuvo con las ideas y las realizaciones del denostado Giner de los Ríos. Me parece ofensiva la comparación burlona de la educación de la Cataluña separatista, no ya con la de los totalitarismos del siglo, sino con la de la Cuba comunista, que por lo menos se hace en la «lengua del Imperio» y no es muy distinta de la de los campamentos escolares en Estados Unidos, donde los niños duermen en tiendas de campaña y empiezan la jornada izando la bandera nacional. Hace poco entrevistaban a un joven intelectual orgánico que confesaba haberse formado en los Scouts, verosímil eufemismo de la OJE. También lo es la del adoctrinamiento tribal con la desaparecida Formación del Espíritu Nacional, no como asignatura prescindible, sino como idea general del sistema educativo. Nada más lógico que una nación asilvestrada y emasculada por una democracia cuya idea de «civilización» no va más allá de la supresión del servicio militar, se quede sin argumentos de peso, es decir, sin argumentos heroicos, frente a la aberración tribal de cualquiera de sus regiones. Tanto es así, que tiene miedo a incurrir en «golpismo» si aplica sin contemplaciones lo que su propia Constitución dispone para casos de sedición, y pocos tan flagrantes como el presente.

Aquilino Duque, escritor.

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