Leo en la revista Forbes un artículo sobre «la próxima industria del billón de dólares». Su producto: la inteligencia. Hemos entrado, dice el articulista, en la «economía del CI», del cociente intelectual. La nueva industria se constituirá alrededor de todo lo que pueda hacernos más listos. «Eso incluye cualquier cosa que podamos ingerir -drogas para mejorar el rendimiento, implantes de chips, y cosas parecidas- y herramientas cada vez más inteligentes, como motores de búsqueda en la web y bancos de datos». Más CI, más creatividad y más energía mental: esa es la consigna. Vivimos en una sociedad del conocimiento acelerado, en la que se supone que triunfarán los individuos hiperinteligentes, los que puedan utilizar más información con mayor rapidez y mayor eficiencia. Como en tantas otras ocasiones en la Historia, la tecnología bélica ha ido por delante. Las anfetaminas se utilizaron masivamente en los ejércitos en épocas de guerra, y los equipos de los soldados actuales incluyen múltiples sensores y enlaces con bases de datos que les hacen vivir en una realidad aumentada.
La industria de la inteligencia tiene dos zonas de desarrollo próximo: los fármacos potenciadores de la cognición y la tecnologías de la información. Hay una tercera posibilidad -la utilización de la ingeniería genética- de la que no voy a ocuparme por su extraordinaria complejidad. La inteligencia es un rasgo poligenético, que resulta de la combinación de centenares de genes. Todas forman parte de un colosal movimiento para mejorar la evolución. Este proyecto puede parecernos monstruosamente soberbio, un demoníaco afán de convertirnos en dioses, pero no es más que el último avatar del destino humano: prolongar la evolución biológica con la evolución cultural.
Por esta razón, lo más sensato es intentar saber lo que está sucediendo. Con frecuencia nos perdemos en la actualidad y no prestamos atención a los grandes movimientos de fondo que son los que acaban dirigiendo nuestra Historia. Parte del futuro se gesta en laboratorios y centros de estudio, al abrigo de los focos. Basta recordar lo que ha supuesto la creación de internet, un invento que durante años pasó discretamente oculto para el gran público.
Los potenciadores del cerebro son sustancias estimulantes que aumentan la capacidad de atención y disminuyen la sensación de cansancio. En algunas universidades americanas, hasta una cuarta parte de los alumnos reconoce que utiliza ese tipo de fármacos, lo que ha planteado un problema parecido al del dopaje en el deporte. ¿No estarán en condiciones de superioridad los estudiantes que usen esas sustancias? El Ritalín, un fármaco usado en EEUU para tratar la hiperactividad, produce en los niños normales un aumento de 100 puntos en los test de evaluación académica (SAT). ¿No deberían, entonces, tomarlo todos nuestros alumnos? Por otra parte, se busca con ansiedad productos que sirvan para evitar los trastornos de la memoria. Las pruebas hechas con donepezil ofrecen resultados prometedores. Sin embargo, no aumentan el conocimiento, sino, en todo caso, la capacidad de utilizar mejor los que ya se tienen, o de aprender más.
Problemas de este tipo tienen revuelto al mundo científico, y han dado nacimiento a una nueva ciencia, la llamada neuroética.
El otro camino para ampliar la inteligencia sería la simbiosis de inteligencia y mecanismos electrónicos. No hace falta pensar en las máquinas espirituales que augura Ray Kuzweil, un injerto de hardware electrónico en estructuras cerebrales. El acceso inmediato a gigantescos bancos de información, en línea continua, con motores de búsqueda semánticos perfeccionados, con gran capacidad operativa, permiten una nueva gestión de mecanismos cerebrales como atención y memoria.
Otra posibilidad es la realidad aumentada, que consiste en enriquecer nuestra entrada de datos. Imagínense que según pasean por una calle están recibiendo no sólo los datos que reciben sus sentidos, sino los proporcionados por otros sensores o bancos conectados. Podrían tener información de las personas con que se cruzan, conocer la historia de los monumentos por donde pasan, estar continuamente en contacto con su red social...
Estas dos ampliaciones de la inteligencia plantean un problema a los educadores. La educación no es ya sacar las mejores posibilidades de cada persona, sino integrarla debidamente en un mundo donde parte de su inteligencia va a estar fuera de él. Cada vez es más evidente que al hablar de educación estamos tratando de la estructura básica del ser humano. La última gran mutación del cerebro sucedió posiblemente hace 200.000 años. Nuestros bebés nacen con un cerebro del pleistoceno, que al cabo de 10 o 12 años se ha transformado completamente. Han asimilado en ese breve lapso lo que la humanidad tardó en elaborar decenas de miles de años: lenguaje, capacidad de modular las emociones y controlar la conducta, normas de convivencia. El problema principal es: ¿qué tipo de cerebro vamos a configurar en el niño mediante la educación? No debemos olvidar que la educación es la actividad fundadora de la humanidad, que la más verdadera definición de nuestra especie es la que educa a sus crías, y que, por lo tanto, la evolución está pendiente de estas decisiones.
Soy consciente de la dificultad de decir algo sensato sobre una realidad tan compleja, múltiple y acelerada, pero la educación no puede esperar, tenemos que tomar decisiones aunque sea con teorías provisionales. Tal vez se están tomando ya, sin que nos demos cuenta, movidos por la propia inercia científico- técnica.
Voy a limitarme a contarles el modelo con el que trabajo, con el principal propósito de llamar la atención y despertar el debate sobre estos asuntos. La noción central es la definición de inteligencia humana. La brillante tradición que la identificaba con el conocimiento nos está pasando una elevada factura. La función principal de la inteligencia no es conocer, sino dirigir bien el comportamiento, aprovechando la información necesaria. Nuestra gran creación no es el cerebro cognoscitivo, ni el cerebro emocional, sino el cerebro ético. En último término, la acción es lo decisivo, y la acción es un fenómeno individual. Es esta capacidad de pensar críticamente, evaluar, decidir, actuar, la que debemos potenciar.
Por eso pienso que la educación del talento es nuestra meta más inmediata y con mejor futuro. Llamo talento a la inteligencia triunfante, a la que se enfrenta eficientemente a los problemas prácticos y teóricos. La felicidad es un problema, la convivencia y la justicia también. La tarea de esta inteligencia triunfante es elegir bien las metas y ser capaz de alcanzarlas. Integra, pues, información, sentimientos, motivaciones, hábitos ejecutivos, criterios de selección. «De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se queda», decía Gracián. Nuestro cerebro es una gigantesca fuente de posibilidades que podemos aprovechar mediante el debido entrenamiento. La neurociencia da base científica a muchas cosas que conocíamos de forma práctica. La primera de ellas es que nuestros pensamientos, sentimientos, preferencias, decisiones conscientes son el producto de complejas operaciones mentales no conscientes, y que la finalidad de la educación, como decían los viejos maestros zen, es «adiestrar el inconsciente»; dicho en términos científicos, diseñar el propio cerebro.
No se trata de hacer superbebés, sino de ayudar a todos los niños para que desarrollen los recursos intelectuales, afectivos, volitivos y morales necesarios para dirigir su vida. Pero ante la complejidad de los temas, espero que los investigadores se centren en estos estudios que son mucho más que el negocio de un billón de dólares.
José Antonio Marina, filósofo.