Educar nunca fue neutro. Educar, decía Platón, es enseñar a desear lo bello. Lo bello, decían los griegos, es la expresión visible de la verdad y de la bondad. La potencia del bien se ha refugiado en la naturaleza de lo bello, afirmaba Platón. En los griegos no existe una verdad que no sea bella, o una belleza que no sea expresión de lo verdadero y de lo bueno. Verdad, bondad y belleza, también llamados trascendentales, forman un todo indivisible.
Podríamos decir que la razón de ser de la educación clásica es que el educado aspire a encarnar la belleza. Que sienta placer al hacer el bien, conocer la verdad y saborear lo bello. La virtud, por lo tanto, no consiste en un suplemento de fuerza en la voluntad, o en ir meramente a contracorriente de las propias tendencias; consiste en que todo el ser marque una tendencia natural hacía los trascendentales. El virtuoso no es aquel que sufre continuamente al hacer por deber lo que le disgusta, sino el que disfruta haciendo el bien, buscando la verdad y anhelando lo bello. Llana y sencillamente lo hace porque le da la gana. El motor de la virtud es la belleza; es bello aquello que tiene sentido. Podemos imaginar algo falso, pero solo podemos encontrar sentido y comprender aquello que es verdadero, decía Newton. Es precisamente por tener sentido que la belleza llena de sentido al que la anhela.
La metafísica clásica tampoco es neutra. «Existe belleza en todas las cosas», afirma el optimista Aquinate. Según la filosofía clásica, el ser es necesariamente bello por el mero hecho de ser. ¿Existe entonces la fealdad? Sí, pero los filósofos clásicos afirman que solo existe en contraposición con lo bello: la fealdad es ausencia de belleza (que nunca puede ser completa). Para entendernos, si algo es feo, es que solo lleva un 2% de belleza; si es hermoso llevará un 50%; y si algo es bello a lo mejor alcanza un 90%. Los educadores llevan siglos en búsqueda del medidor de belleza. Pero no existe tal artefacto. Para captar la cantidad de belleza, solo existen pieles finas o pieles de elefante capaces de filtrar lo mediocre para transmitir lo excelente. Esa piel fina es la sensibilidad del educador que le permite sintonizar con lo bello.
Desde Rousseau, se hizo un giro metafísico respecto a los trascendentales. El Romanticismo, que surge como contrapeso al racionalismo y en rebelión a la filosofía clásica, da una importancia prioritaria a la imaginación productiva. Para el Romanticismo, la realidad es subjetiva y su valor depende del impacto que los sentimientos individuales tienen sobre la imaginación. La imaginación es productiva porque es, en sí misma, la medida de la realidad. «Lo que se llama Romanticismo es una metafísica sentimental», apunta Américo Castro. «No estoy seguro de nada más que de la santidad de los afectos del corazón y de la verdad de la imaginación. Lo que la imaginación toma como belleza debe ser verdad –existiera antes o no– [...]», afirma Keats.
Asistimos recientemente a una vuelta de tuerca más al giro metafísico iniciado por la modernidad: el culto al feísmo. El culto al feísmo ha impregnado el arte, la educación, la política y la cultura en general. Solo hay que analizar las películas que ven nuestros hijos: el malo es el bueno y el bueno es el malo. En política, el mentiroso es el espabilado y el que dice la verdad es el bobo que se cree las noticias falsas. En el arte, la belleza se ve como un pegote cursi y la fealdad 'mola'. En la educación la apología de la ignorancia campa a sus anchas y se habla de la cultura y del conocimiento como obstáculos al progreso.
El culto al feísmo tampoco es neutro. Es una forma de rebelión hacia lo bello, según la cual toda Belleza es un engaño que debe desenmascararse, destruirse. El culto a la fealdad actúa como el pirómano que encuentra satisfacción en destruir la belleza de los bosques. Se trata de un giro metafísico radical en el que los trascendentales pasan a ser la fealdad, la mentira y el mal. Ve en las virtudes mentiras y en el vicio una manifestación de sinceridad. La sospecha hacia todo lo bueno y lo bello es consecuencia de una falta de asombro. El cinismo y el desdén universal son consecuencia de la pérdida de la capacidad de admiración. Lo que distingue la situación actual a la de otros periodos oscuros o aparentemente peores de la historia, es que entonces el mal se consideraba mal y el bien se llamaba por su nombre. Ahora, el mal está disfrazado de virtud y de superioridad moral, y se sospecha de la verdad como si fuese mentira y odio. El rechazo por llamar bien al bien y mal al mal llega hasta el extremo de llevarnos a quemar libros de literatura clásica que nos recuerdan esos cánones.
Educar no es neutro. Y cuando decimos que lo es, no solamente estamos tomando partido a favor de cierta versión de la modernidad, sino que entramos en una dinámica que hace imposible la tarea de educar. ¿Por qué? Cuando dejamos, por afán de neutralidad, de enseñar lo que está bien y lo que está mal, entramos en el bucle del activismo y del eclecticismo pedagógico. Cuando dejamos de describir la realidad tal como es, el alumno pierde el compás interno que dirige sus acciones, pierde la intuición que le hace capaz de distinguir lo que es falso de lo que es verdadero y se adormece el asombro que le permite admirarse y conmocionarse ante lo bello. Pierde la motivación vital que le hace disfrutar al aprender lo que tiene sentido. Una vez educar parece haberse convertido en una tarea utópica, sentimos la necesidad de echamos mano de una panoplia de artilugios metodológicos, didácticos y tecnológicos y de confiar la educación a la suerte de los magos, los 'gurús' iluminados y las empresas tecnológicas. Una educación que aspira a ser neutra siempre acaba desnortada.
¿Cómo volver a encontrarse con el placer de aprender acerca de lo verdadero, de admirarse ante lo bello y de aspirar al bien? Para ello, los educadores debemos salir de la cómoda postura de la neutralidad y volver a la esencia de lo que significa educar. Debemos descubrir la belleza que se encuentra en la verdad y la bondad. Sin complejos. En un mundo que entiende el progreso en término de vorágine de la innovación, hemos de ser consciente de que ni los métodos, ni la didáctica, ni la innovación son neutros. Cada uno de ellos estará al servicio de una antropología romántico-idealista, mecanicista, o bien clásico-realista. La innovación sí puede tener sentido, pero siempre y cuando parta de unos fines de la educación que son estables y que resuenan con la naturaleza humana. Por eso, solo un educador capaz de usar los métodos clásicos de toda la vida es capaz de innovar con sentido. No, la educación nunca fue ni será neutra.
Catherine L´Ecuyer es doctora en Educación y Psicología.