La educación o el amor

Jòia, 4 años: «¿Cuántos días te marchas esta vez, papá?». Con esta frase me recibe mi hija, justo al llegar, después de darme un beso de bienvenida y temiendo que mi marcha sea de nuevo inminente. Consciente de la madurez de la pregunta, me quedo un poco traspuesto, sin contestar, por no decirle tan a bote pronto: «Mañana, hija, mañana».

Un desastre para la conciliación familiar esta profesión mía, ¡un desastre indiscutible! Y son pocos los momentos que llegan a ser de verdad sublimes en la música y sus vidas contiguas para olvidar por un segundo el tiempo robado a los seres queridos. Solo a veces, muy de vez en cuando, he vivido alguna experiencia que casi compensó por un minuto el sabor amargo de no estar con mis hijos el tiempo que se merecen.

Estoy en Ciudad del Cabo y acabo de terminar la gira de más de tres semanas que me ha hecho recorrer este país increíble que es Sudáfrica de lado a lado. Ayer sonamos el duodécimo y último concierto en el Cape Town CityHall, totalmente a rebosar. Fue una noche magnífica, la verdad. La energía de la orquesta se triplicó al sentir que nuestro mensaje tenía en el fondo un punto melancólico de despedida. Los últimos momentos de una gira intensa y larga conllevan a menudo una ruptura emocional. Como si el paso de los días fuera creando lazos profundos más y más íntimos. Las músicas que se interpretan parecen cada vez más propias, en un imparable proceso de empatía y hermandad en el sonido, reforzado por las estrecheces de los viajes y las sonrisas y los aplausos recibidos colectivamente en los escenarios.

En gira, cada vez parece más difícil concebir la vida, que sigue su curso, fuera de ese auténtico «Gran Hermano» de una orquesta sinfónica. Para los no iniciados, no duden que los amores y desamores, encuentros, desencuentros, odios y pasiones diversas son el pan de cada día del «backstage». El orden perfecto que hace intuir la visión de la máquina orquestal uniformada en un escenario es solo una pequeña sombra de la enorme luz de acontecimientos humanos que corre por las venas de los días compartidos. Y a mayor dificultad o éxito, mayor intensidad.

Pues bien, esta mañana (el día siguiente al concierto), recibí un montón de mensajes a través de la maraña social media que nos invade. El público quería compartir su emoción y agradecimiento. Amables, parecían haber sentido de verdad algo especial... Y es que la orquesta regaló ayer su sonido, sin reservas, con generosidad y amor apabullante.

Y ese es el gran secreto: ¡la música como acto de amor!

Recordarán los melómanos aquellas inolvidables versiones cargadas de excesos del maestro Leonard Bernstein. No era teatro, sino pasión y entrega profunda. Para mí, la música lo es cuando es interpretada con la energía sonora, el deseo y la transparencia emocional que garantizan su sinceridad y discurso orgánico (a pesar incluso de los maravillosos defectos que sean fruto de esa sinceridad). Lo demás son profesionalismos absurdos.

Durante las últimas semanas compaginamos los conciertos sinfónicos en auditorios de todo el país con las actividades educativas y sociales en las comunidades más desfavorecidas del sur del continente. Y es aquí donde, por un minuto, pude borrar el regusto amargo del que les hablaba al principio. Aquí donde me sentí tan agradecido como abrazando a mis propios hijos. En cada minuto compartido cerca de los niños más indefensos, cuya percepción de nuestra llegada es recibida como un auténtico regalo, deseosos de sentirse queridos y aprender. Mejor dicho: aprender al sentirse queridos.

¡Y qué gran arma de acción social es la música!

Tantas veces viví en mis propias carnes su poder renovador...

Su fuerza como recurso educativo, lenguaje y puente de comunicación. Como instrumento para inspirar ilusión nueva y deseo de avanzar hacia un mundo mejor. La fuerza del sonido, abstracto y por eso libre de manipulaciones y malversaciones, es indiscutible.

No comprendo a quienes no lo ven claro y desconfío de los argumentos que pueden apoyar tan descomunal ceguera.

Y no escribo desde el estudio científico sobre el efecto de la educación musical en la capacidad intelectual del ser humano o las conexiones que la música ayuda a generar en el cerebro, ni siquiera sobre el hecho de que ayude a la creatividad o a consolidar una eficaz estructura lógica. Ni de su efecto en la inteligencia emocional haciéndonos más felices. No, no les hablo de eso.

Vi con mis propios ojos el efecto inmediato en niños que viven apartados de la sociedad. En jóvenes cuya única opción parece formar parte de alguna de las bandas organizadas que viven en las calles. En padres, demasiado jóvenes para serlo, que no saben cómo ofrecer a sus niños algún futuro que les ilusione.

Ojos vivos que se abren de par en par y transmiten el deseo de aprender.

Adultos que, al ver las caras de sus hijos, te transmiten que están dispuestos a luchar de nuevo por una sociedad mejor, donde la música estará a su alcance, como sintieron hoy.

Estudiantes que, ante el sonido producido por ellos mismos al tirar de una cuerda de contrabajo o al golpear un parche de timbal, sonríen realizados, con una risa blanca, llena de fe.

No pude evitar llorar, en el taxi, a las afueras de la última ciudad de esta tierra tan bella y tan difícil, tan rica y tan pobre, paupérrima, donde miles y miles y millones de personas hacinadas en chabolas fuera de las urbes modernas viven muy por debajo del umbral de la pobreza. Familias cuya vida no se arregla cuando los gobiernos les regalan alguna que otra mejora pactada en un Parlamento, que acaba consumiéndose y volviendo de nuevo a los mismos lodos de su infelicidad. ¡La única alternativa es la educación! Educar para amar. Educar a construirse y ser independientes, a ser creativos, a soñar. Educar con los mismos recursos y entrega con que se educan los hijos de las familias ricas. Darles armas intelectuales y emocionales (van, por supuesto, unidas) para que sean ellos quienes puedan y quieran moldear su devenir.

Señores gestores de la educación y la cultura, ¿saben cómo? ¡Con la música! Con amor. Lo vi con mis propios ojos.

Josep Vicent, director de Orquesta.

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