La educación y el mito del esfuerzo

La educación es un campo de batalla. Es índice y factor del modelo de sociedad que queremos y lo raro sería que no fuese objeto de debate político. Pero un país que funcione debe alcanzar consensos básicos en las materias esenciales. España lo ha conseguido en muchas ocasiones: la importancia de las infraestructuras, un sistema sanitario público potente o la estructura descentralizada del Estado. Incluso en algún caso somos los mejores del mundo: ahí está el sistema de trasplantes. Desafortunadamente, no sucede con la educación, donde las sucesivas reformas someten al sistema a tensiones permanentes sin que ninguna de ellas consiga solucionar sus problemas. Podemos resumirlos en uno: los resultados académicos de nuestros estudiantes están muy por debajo de lo que se espera de nuestro nivel de inversión.

El problema de la educación no es de dinero. Se gasta mucho, pero de manera ineficiente. La prueba está en que otros, gastando menos, obtienen mejores resultados -obviamente, según los estándares internacionales asumidos para medirlos-. Así, por ejemplo, con cifras del Banco Mundial, la República Checa gastó un 3,9 % de su PIB en educación en 2017 y España un 4,2%. El último Informe Pisa sitúa a la primera en el puesto 22 en Matemáticas y a España en el 34. Corea, gastando una centésima más de su PIB ocupa el 7º lugar. Además, los datos indican que, superada determinada inversión, más gasto educativo no necesariamente redunda en mejores resultados.

La ley Celaá es una nueva oportunidad perdida. No vamos a entrar en sus múltiples deficiencias. Las peores son su falta de consenso y que no hace un buen diagnóstico de nuestro sistema educativo. Pero en las últimas semanas se está poniendo el foco en el lugar equivocado: que permite pasar de curso sin aprobar todas las asignaturas. Tal idea produce escándalo: ¿cómo se puede aprobar sin conocer la materia? ¿No supone esto un flaco favor al alumno, pues traslada sus problemas al curso siguiente aumentando la distancia con el resto de sus compañeros e intensificando las posibilidades de fracaso final? Parece que la solución adecuada a estos interrogantes debería ser la que queda nombrada con la expresión cultura del esfuerzo, que implica y defiende que el aprobado debe salir del esfuerzo personal del alumno, la auténtica base del conocimiento, la formación y la superación personal. Lo dejaremos claro desde el principio: tal idea es un mito. Da igual lo intuitivamente verdadera que parezca. Veamos brevemente por qué.

Primero, dimensionemos el problema. España es el país de la OCDE con mayor proporción de alumnos repetidores tanto en la etapa secundaria (8,7% frente al 1,9%) como en Bachillerato (7,9% frente al 2,9%). En España, el 9% de los alumnos entre 1º y 3º de la ESO repiten curso, muy por encima del 2% de los países de la UE. Y el 28,3 % de jóvenes (de 25 a 34 años) no concluyen la Educación Secundaria, lo que constituye el doble de la media de la OCDE. En Primaria, España ocupa el puesto 86 de entre 169 países del mundo con una tasa de 2,5% de repetidores en Primaria. Hay que recordar que en países como Suecia, Noruega, Canadá o Japón ni un solo niño repite curso en Primaria. Y todos ellos están por encima de España en todos los rankings internacionales de calidad educativa.

El despilfarro de recursos que los fríos datos ponen de relieve es evidente. Pero mucho más grave es el drama de centenares de miles de niños que, por vivir en España, tienen cuatro veces más posibilidades de repetir curso que si viven en cualquier otro país de la OCDE. El sistema educativo español es una fábrica de fracaso escolar. Por eso lideramos las tasas de abandono educativo temprano, lo que es un indicador de futuro paro, dependencia de los servicios sociales o problemas de salud. Por poco que se piense, culpar a los niños y adolescentes de esta situación es escandaloso. Los niños españoles no son más tontos, traviesos o perezosos que los noruegos, coreanos o checos. ¿Entonces?

Si atendemos a la realidad estrictamente educativa, hay que subrayar que tanto los contenidos curriculares como la metodología de enseñanza y evaluación de nuestra Educación Secundaria son, por comparación con los países de nuestro entorno, exageradamente exigentes. Es un mito la tesis de que la ESO es pobre en contenidos, o de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Teniendo en cuenta que la ESO es universal, obligatoria y tiene finalidad habilitante para la integración social, sus contenidos son desorbitados y quedan muy lejos de lo que conocen la mayoría de los adultos. Si a ello añadimos unos métodos de evaluación rígidos y que siguen idealizando la repetición y la memorización, habremos identificado dos de los factores del desproporcionado fracaso escolar español.

El auténtico debate conceptual radica en preguntarse qué debemos entender por éxito educativo y por esfuerzo en las etapas de Primaria y Secundaria. A partir de ello, podremos encarar el interrogante de cómo lograrlo. Nuestro sistema remite dichos conceptos entre sí (el éxito depende del esfuerzo y éste conduce a aquél) y reduce ambos a superar exámenes, en la mayoría de los casos con un elevado contenido teórico. O sea, el éxito consiste en aprobar; el fracaso, en suspender. Y ante el escandaloso porcentaje de suspensos, algunos solo saben clamar por más dureza. Pero esta solución tan solo proporciona... más suspensos. Creer que una metodología que convierte el miedo al suspenso en el principal factor para lograr que el estudiante de Secundaria adquiera las cualidades que le permitirían lograr el éxito educativo (motivación, capacidad de esfuerzo o condiciones físicas para el estudio) es ingenuo y equivocado. En la misma medida, identificar el éxito educativo con aprobar, es reductor, injusto y empobrecedor. Se trata de una concepción ensimismada, autosostenida y condescendiente; es hacerse trampas al solitario. Como resulta evidente, no es que los estudiantes de Secundaria de otros países se esfuercen más o sean más inteligentes; o que sus profesores sean más trabajadores, capaces y atentos. No. Es que sus currículos y metodología no son arcaicos y rígidos, como los nuestros.

¿Significa esto renunciar a la denominada cultura del esfuerzo? En modo alguno. Sin esfuerzo nada grande puede hacerse en la vida. Lo que esta posición implica es no reducir el esfuerzo al entrenamiento exitoso para superar un examen sobre contenidos desproporcionados. En Educación Secundaria, el concepto de esfuerzo debe ser plástico, más plural, más atento a las diferencias. Implementar y concretar esto es, indudablemente, más difícil. Pero la alternativa es mucho peor: seguir condenando a cientos de miles de nuestros jóvenes al fracaso.

Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón son filósofos y autores de Diez mitos de la democracia (Almuzara).

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