La efeméride permanente

La conmemoración de la revuelta contra los franceses el 2 de mayo de 1808, última manifestación de una obsesión política que comenzó con el Quinto Centenario del Descubrimiento de América y que, aparte de otros episodios con menor repercusión, ha llegado hasta el Cuarto Centenario del Quijote (sin olvidar, por descontado, los fastos del 98 y los actos sobre el inicio de la Guerra Civil), obliga en verdad a preguntarse si alguien habrá tenido la gentileza, incluso la piedad, de prever alguna fecha, algún periodo sabático, para descansar de esta efeméride permanente.

Por el camino que van las cosas, la Acción Paralela para cantar las grandezas de Kakania, según la imaginó Robert Musil en una de las novelas más penetrantes del siglo XX, El hombre sin atributos, dejará de ser una parodia del fervor por la historia que precedió a la catástrofe de los años 30 para convertirse, en contra de la intención irónica de su autor, en un imprescindible manual de uso a disposición de administraciones y comisarios de grandes eventos. La consigna que parece haber triunfado de un tiempo a esta parte es "ningún año sin aniversario". Y puesto que, en efecto, a poco que se rebusque en el pasado cualquier año es siempre el aniversario de algo, habría que asumir sin arredrarse las consecuencias de esta obsesión, y bloquear, acto seguido, la sedicente "agenda cultural" de las conmemoraciones de aquí al fin del mundo.

Uno de los argumentos más frecuentes para justificar la actual sobredosis de conmemoraciones remite a una vieja conjetura elevada a la categoría de ley de hierro de la historia, según la cual recordar el pasado es la mejor manera de no incurrir de nuevo en sus errores. Resulta cuando menos sorprendente que, entre los españoles, estas palabras en apariencia cargadas de sentido no evoquen la vocecilla aflautada y el gesto mecánico de una mano sobresaliendo de un uniforme militar, ese que Francisco Franco vestía en las ocasiones solemnes para decir de corrido, sin apartar los ojillos del papel: "Los pueblos que olvidan su historia, están condenados a repetirla". En boca de quien desencadenó una devastadora Guerra Civil y, para aducir una justificación extravagante, se declaraba convencido de haber combatido en una Cruzada medieval contra los infieles -cuando no se refería al general Moscardó como reencarnación de Guzmán el Bueno, sacrificando su hijo a los sitiadores del Alcázar-, la ley de hierro de la historia, la vieja conjetura, aparece como lo que es: una feroz amenaza. Y no por casualidad, puesto que, a poco que se haga recuento, buena parte de las catástrofes del siglo XX, desde la Primera Guerra Mundial a la tragedia de Yugoslavia, no han sido resultado del olvido, sino de la embriaguez colectiva provocada por la evocación oficial de gestas patrióticas mejor o peor contadas. Baste recordar a Slobodan Milosevic proponiendo a los serbios repetir en 1989 la hazaña del Campo de los Mirlos, arengándolos desde el mismo escenario en el que tuvo lugar la batalla contra los otomanos seis siglos atrás.

Gestas patrióticas mejor o peor contadas: ése suele ser el clavo ardiente al que se suelen aferrar los defensores de las conmemoraciones para afirmar su imperiosa necesidad. Aprovechando la magia artificial de los números redondos, se trataría de contar bien lo que hasta ahora se habría contado mal. En realidad, no existe ninguna razón para dudar de la honestidad del propósito, sino que es el propósito mismo el que resulta, más que deshonesto, descabellado. Salvo que se conceda a las administraciones y a los comisarios de grandes eventos el privilegio de ser juez y parte en los hechos que conmemoran -y éste es, en resumidas cuentas, el privilegio que se les concede-, nadie está en condiciones de asegurar que la manera en la que cuentan los episodios del pasado sea la correcta. Tampoco los propios protagonistas, ni aun en el supuesto de que resucitaran y tuvieran, así, la ocasión de comparecer y pronunciarse: la historia se construye sobre el principio tautológico de que sólo el paso del tiempo, la adopción de una "perspectiva histórica", es lo que permite conocer la historia. Es decir, la historia no es un diálogo con los protagonistas y los hechos del pasado, sino una interminable disputa entre nosotros, los contemporáneos, que toma a los protagonistas y los hechos del pasado como pretexto. Es en esta disputa en la que, de un modo u otro, pretenden interferir las conmemoraciones oficiales, alegando, sin duda, argumentos mejores y peores, pero, sobre todo, poniendo el peso de los medios públicos, además de una asfixiante publicidad que se confunde con la propaganda, al servicio de la celebración del pasado. El riesgo que se corre, y que los partidos de credo nacionalista convierten en realidad tan pronto alcanzan el poder, es llegar a una variante del integrismo en la que el Estado no establece cuál es la religión verdadera, pero sí la historia verdadera. Los aniversarios, centenarios, bicentenarios y tantas otras fechas consagradas a la exaltación del pasado están consagrando, no ya un nuevo almanaque patriótico, sino un nuevo santoral.

A favor de las conmemoraciones, y a fin de conjurar los riesgos de ese integrismo que se vale, no de la religión, sino de la historia, se suele aducir que sólo se plantean como ocasión para "abrir un debate" sobre tal o tal acontecimiento, recurriendo, incluso de buena fe, a una expresión a menudo utilizada para encubrir las verdaderas intenciones de proposiciones muchas veces inconfesables. Lejos de conjurar los riesgos, la explicación los confirma en algún extremo: la libertad de opinión no sólo consiste en expresarse sin trabas acerca de un asunto, sino en escoger, además, el asunto sobre el que expresarse. Si es el poder quien suministra el asunto, y también quien estimula que se opine sobre él mediante la asignación de presupuestos generosos, además de incitaciones menos tangibles pero no menos eficaces, la independencia de pensamiento se resiente y la frontera entre el intelectual y el intelectual orgánico se va desvaneciendo. Mejor haría el poder en prestar a las escuelas y universidades la atención que dedica a las conmemoraciones, mejor haría en extender y dotar de medios a la red de bibliotecas públicas, para que esos debates que se propone abrir cuando llega una fecha sean, por el contrario, la sustancia cotidiana del conocimiento y de la educación, únicos instrumentos para que los ciudadanos forjen con libertad sus opiniones sobre los asuntos que estimen oportuno.

Robert Musil, valiéndose de una ironía teñida de preocupación y desengaño, describió como "poesía" la historia de Kakania, y subrayó que sólo se empezó a llamar "historia de la nación" cuando los proyectos de la Acción Paralela para cantar sus gestas comenzaron a dar frutos; poesía, explica Musil, en la que "se versificaba una historia conforme al gusto europeo que entonces hallaba sus complacencias en novelas históricas y en dramas de disfraces". Y el resultado fue, siempre según el autor de El hombre sin atributos, "un fenómeno digno de atención y todavía no justamente valorado: hombres encargados de la tramitación de un asunto cualquiera, como la edificación de una escuela o el nombramiento de un jefe de estación ferroviaria se ponían a hablar del año 1600 o 400, discutían acerca del candidato que deberían elegir atendiendo a la colonización de las estribaciones de los Alpes en tiempos de los bárbaros, y también teniendo en cuenta las luchas de la Contrarreforma". La cita es larga, pero esclarecedora. Las novelas históricas proliferan desde hace años y, en cuanto a los dramas de disfraces, estos días se han puesto a disposición de los ciudadanos espectáculos para sublevarse en Móstoles o hacerse fusilar en Moncloa, según las preferencias. Y a poco que se sostenga el esfuerzo oficial, la efeméride permanente que se ha apoderado de la sedicente "agenda cultural" en España puede acabar cosechando una victoria tan sonada como la de la Acción Paralela en el extinto imperio de Kakania.

Pero también el mismo fracaso: el fin del mundo se quedará sin conmemoración.

José María Ridao

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