La elección del próximo Papa

Por Rafael Navarro-Valls, catedrático de Derecho canónico de la Universidad Complutense de Madrid (EL MUNDO, 01/03/05):

Pocos conocen el detalle de las normas dictadas por Juan Pablo II para la elección de su sucesor (Constitución apostólica Universi Dominici gregis, de 22 de febrero de 1996, en adelante UDG) y, menos todavía, las novedades que suponen sobre las normas dadas por sus antecesores. Por eso mismo, tal vez convenga rescatar del ámbito erudito las normas electivas del Romano Pontífice para aproximarlas al gran público, entre otras cosas por la repercusión que tienen en la vida de más de 1.100 millones de católicos.

Digamos, ante todo, que estas normas se aplican cuando «por cualquier causa o razón quede vacante la Sede Romana», también en los casos de renuncia del Romano Pontífice. Lo cual, en toda la Historia de la Iglesia, se ha producido en una sola ocasión (Celestino V, que gobernó 5 meses antes de retirarse a un convento) y no ciertamente por enfermedad. No hay que olvidar -Vittorio Messori acaba de recordarlo en el Corriere della Sera- que «la Iglesia no es una multinacional y que el que está en el vértice no es un presidente a quien se le pide salud y juventud. Según la perspectiva de la fe, Cristo es el jefe de la Iglesia y su Gobierno es un asunto, sobre todo, del Espíritu Santo». La publicación del último libro de Juan Pablo II es una buena muestra de su juventud de espíritu y vigor intelectual para seguir al frente de la Iglesia.

Así las cosas, lo primero que destaca en la vigente normativa son las garantías introducidas para que, en todo caso, haya en la elección una participación activa y cierta de todos los electores.De este modo, se eliminan en la UDG dos modalidades de elección del Papa hasta ahora existentes: la llamada per inspirationem seu acclamationem, que implicaba la elección del Pontífice por unanimidad y de viva voz, sin acuerdos previos ni formalidades propias del escrutinio, y la denominada per compromissum, es decir, cuando los electores, después de numerosos escrutinios infructuosos, designaban a algunos de entre ellos para que tomaran la decisión en lugar del conjunto de electores. La justificación de que Juan Pablo II haya decidido que sea la votación (y a través de voto secreto) la única forma de elección es, precisamente, porque supone el mecanismo electivo que asegura, mejor que ningún otro, la transparencia y la rectitud en la elección del Romano Pontífice. Si se piensa además que, para la validez de la elección, son necesarios los dos tercios de los votos de los cardenales presentes, no de los votos válidamente emitidos (ya que los votos en blanco o los nulos no influyen en la mayoría requerida), no está de más insistir en el marco de garantías procesales que lo rodean.

Pudiera ocurrir sin embargo que, en alguna ocasión, el logro de esta mayoría cualificada no sea posible. En este supuesto («dificultades para ponerse de acuerdo»), la UDG regula un proceso en el que, si después de 30 o 33 escrutinios (dependiendo de si el primer día del cónclave tuvo ya lugar o no la primera votación) no se llega a la elección, los electores pueden: a) seguir votando sobre la base de la mayoría cualificada; b) decidir, por mayoría absoluta si se elige al Papa, también por mayoría absoluta de los electores presentes en el cónclave, o bien se recurre a la elección entre tan sólo los dos candidatos más votados (ballottagio), con la mayoría absoluta también en este caso .

La votación, además de las garantías formales aludidas, aparece salvaguardada en su independencia y libertad al prohibirse toda interferencia externa sobre el proceso de elección por parte de las autoridades civiles de cualquier nivel o grado. Es más, se sanciona con excomunión el que alguno de los participantes en la elección proponga el llamado veto por parte de la autoridad civil contra algún candidato, «ni siquiera bajo la forma de simple deseo».

El antecedente más inmediato de esta prohibición hay que buscarlo en el cónclave reunido para la elección del sucesor de León XIII.En aquella ocasión, Jan Puzyna, cardenal de Cracovia, vetó en nombre del emperador de Austria al anterior secretario de Estado, el cardenal Rampolla, pues el emperador Francisco José I lo consideraba enemigo de la Triple Alianza (Alemania, Austria e Italia) por su política de acercamiento a Francia y Rusia. El veto tuvo poca influencia en el resultado final, pues después de pronunciado aumentaron los votos a favor de Rampolla, pero, como hacen notar los historiadores, sirvió para reafirmar la independencia de la Iglesia. Elegido Papa el cardenal Sarto con el nombre de Pio X, una de sus primeras disposiciones fue dictar una norma (20 enero 1904), en la que se sancionaba con excomunión a cualquiera de los participantes en los cónclaves que aceptara «encargo de potestad civil para oponer veto, ni siquiera en forma de simple deseo».

Pero la independencia de los electores no sólo está garantizada ante presiones externas, sino también, en la medida de lo posible, ante las internas. De ahí que la UDG prohíba, mientras viva el Pontífice, cualquier tipo de pactos sobre la elección de su sucesor, comprometer el voto o tomar alguna decisión en reuniones privadas.Aunque no se prohíbe, durante la Sede vacante, que pueda haber intercambio de pareceres sobre la elección. La protección frente a presiones se manifiesta, además y entre otras medidas, en el aislamiento total de los electores, incluso con prohibición de mantener correspondencia, usar el teléfono u otros medios de comunicación con personas ajenas al desarrollo de la elección.Además, la UDG exhorta a los electores a «no dejarse llevar de simpatías o aversiones, o influir por la posible presión de grupos, sugerencias de los medios de comunicación o por la violencia, temor o afán de popularidad». En fin, la protección posterior de esa independencia se garantiza a través del secreto más riguroso «sobre todo lo relacionado con la elección, a no ser que el Romano Pontífice revele del secreto, con autorización expresa y específica».Repárese en que, no obstante todo lo escrito sobre la vida del actual Papa, en realidad aún no sabemos -ni parece que sabremos nunca- lo realmente sucedido en la elección de Juan Pablo II.

Otra novedad de la UDG es la eliminación de los llamados conclavistas, es decir, las personas que acompañaban en anteriores cónclaves a los cardenales electores para su servicio. Las normas de Juan Pablo II permiten solamente la compañía de un enfermero por cardenal, cuando así lo requieran razones de salud. Por lo demás, y para facilitar la libertad en los nombramientos del futuro Papa, a la muerte del Pontífice cesan en el ejercicio de sus cargos todos los jefes de los dicasterios (lo equivalente a los ministerios en el ámbito civil) de la Curia Romana, así como el Secretario de Estado y todos los miembros de los mismos dicasterios.

También resalta en la elección de Romano Pontífice la amplitud de los posibles elegibles. La UDG insiste a los electores que «den su voto a quien juzguen más idóneo para regir con fruto la Iglesia universal, aunque éste no forme parte del Colegio cardenalicio». En teoría, pues, cualquier persona puede ser elegida Papa, aunque si el elegido «no tiene el carácter episcopal, ha de ser ordenado Obispo inmediatamente». Sin embargo, desde hace siglos, la praxis ha sido elegir un cardenal: Urbano VI, en 1378, fue el último Papa no cardenal. Con anterioridad, también los laicos fueron elegidos papas, como es el caso de Juan XII, un laico que fue ordenado enseguida (955), o León VIII (963), jefe de los notarios de la cancillería pontificia.

Otra nota que destaca en la elección del Romano Pontífice es la universalidad, no sólo de los elegibles, sino también de los electores. Actualmente, el conjunto de cardenales electores está así distribuido: 37 países con un cardenal elector, 14 naciones más con dos cardenales; Filipinas, Argentina, Australia, Colombia y Suiza cuentan con tres; Canadá, España y Alemania con ocho, Estados Unidos con 13; e Italia con 17 electores. Tanto el Código de Derecho Canónico como la UDG reafirman las disposiciones de Pablo VI sobre la edad máxima de los cardenales electores. De este modo: «El derecho de elegir al Romano Pontífice corresponde únicamente a los cardenales de la Santa Iglesia Romana, con excepción de aquellos que, antes del día de la muerte del Sumo Pontífice o del día en el cual la Sede Apostólica queda vacante, hayan cumplido 80 años».

El proceso de elección concluye -y con él el cónclave- inmediatamente después de que el nuevo Papa elegido haya dado su consentimiento a la elección. A partir de este momento comienzan sus funciones efectivas.

Al concluir esta breve síntesis de las normas electivas del Romano Pontífice se entiende la advertencia que suele hacerse de la necesidad de cautelarse ante los calculadores que ponderan las posibilidades de supervivencia de un hombre enfermo o ante la temeridad de quien se dedica a la lotería papal. Su proceso de elección está diseñado de tal modo que, probablemente, no haya elección en el mundo con tantas garantías como la de un Papa en los tiempos modernos.