La elección presidencial francesa

Hay en el planeta tres elecciones que por su interés, su colorido y su dramatismo están muy por encima de cualquier otra: la elección del presidente de los Estados Unidos, las elecciones parlamentarias británicas y la elección del presidente de la V República francesa, cuya primera vuelta tuvo lugar el pasado domingo. En realidad, la elección presidencial francesa se vino a añadir tardíamente a ese grupo de cabeza. Todavía a mediados de los años setenta se lamentaba un periodista francés de que en su país no hubiera las «apasionantes justas democráticas» del mundo de habla inglesa, donde la alternancia era siempre posible, y la emoción, por tanto, estaba garantizada. La alternancia llegó a Francia en 1981, con la victoria del socialista Mitterrand, tras un camino histórico que merece la pena recordar brevemente.

Las dos primeras elecciones presidenciales por sufragio universal (la de De Gaulle en 1965 y la de Pompidou en 1969) constituyeron un período experimental donde las vacilaciones, los ensayos y las anomalías son fácilmente detectables. Así, en 1965, De Gaulle creyó en un primer momento que su posición histórica e institucional hacía innecesario que participara en la campaña electoral. Lo alarmante de algunas encuestas le obligó a entrar en la contienda diez días antes de la primera vuelta, en la que sorprendió el buen resultado de François Mitterrand, cuya candidatura, propuesta por socialistas y comunistas, fue un puro experimento, porque entonces Mitterrand todavía no militaba en ninguno de aquellos dos grandes partidos de la izquierda francesa. Por otra parte, un resultado anómalo característico fue el de la elección de 1969, a cuya segunda vuelta pasaron dos candidatos de centro-derecha, Georges Pompidou y Alain Poher.

Con el método de la prueba y el error, el sistema fue mejorando y alcanzó una fase clásica en las elecciones de 1974 y 1981, que enfrentaron a Valéry Giscard d'Estaing y François Mitterrand. ¿Por qué una fase clásica? Por la muy alta participación electoral, lo ajustado de los resultados, el buen orden y la moderación de las fuerzas políticas en liza y la gran calidad del debate entre los candidatos, en cuyos encuentros televisivos hubo momentos memorables y nunca después igualados en la crónica audiovisual de la actividad política. El deterioro de este modelo clásico comenzó en 1988, cuando Mitterrand fue elegido para un segundo septenio, y se acentuó en 1995 y, sobre todo, en 2002, años que marcaron la elección y la reelección de Jacques Chirac, una figura sin duda negativa en esta historia. Signos de ese deterioro fueron la subida de la abstención; la fragmentación del voto a la izquierda del partido socialista, que dio lugar a resultados muy flojos de los sucesivos candidatos comunistas; y, con particular gravedad, el imparable ascenso del ultraderechista Jean-Marie Le Pen, que en 2002 resultó el segundo candidato más votado y pasó con Chirac a la segunda vuelta.

Tras esta quiebra política e institucional, que escandalizó a Europa, la elección de 2007 significó, en más de un aspecto, un nuevo comienzo. La participación volvió a subir, el apoyo electoral de la extrema derecha bajó, y, además, el personal político se renovó en profundidad, como resulta claramente de las figuras de los dos vencedores en la primera vuelta, Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal. En efecto, a diferencia de la mayoría de los dirigentes gaullistas, Sarkozy no procedía del mundo de las grandes écoles, vivero del que han salido políticos muy notables, pero cuyas aguas parecían estancarse; y Ségolène Royal tampoco pertenecía al establishment del partido socialista.

Sin embargo, este aparente soplo de aire fresco no bastó para henchir de forma duradera las velas de la V República y los franceses han llegado a la convocatoria del pasado 22 de abril sin contar con el impulso de liderazgos políticos firmes e incontestados.

¿Cómo analizar, pues, esta elección presidencial de 2012? En primer lugar, expresando la duda de que los dos candidatos principales hayan estado de verdad a la altura del modelo —ciertamente muy exigente— que el general De Gaulle estableció para los presidentes de la república por él fundada. El presidente saliente, Nicolas Sarkozy, ha decepcionado las grandes esperanzas que muchos pusieron en él al comienzo de su mandato. Su gran energía degeneró en hiperactividad y la fuerza de su personalidad se puso al servicio de un populismo con ribetes latinoamericanos, que ha acabado generando un rechazo en amplios sectores del electorado. De ahí que, al decir de muchos, esta elección se haya convertido en un plebiscito sobre la persona del presidente, con sus enemigos enarbolando contra él algo parecido a nuestro ¡Maura, no!de hace casi exactamente un siglo. Por otro lado, el candidato socialista y vencedor de la primera vuelta, François Hollande, carece de experiencia de gobierno y no es ciertamente un personaje excepcional. Es un hombre competente, que maneja bien las cifras, pero no es uno de esos «grandes felinos ágiles» de los que hablaba Viansson-Ponté en sus celebradas semblanzas de los protagonistas de la V República.

Los candidatos que entraron en tercero y cuarto lugar, Marine Le Pen, del Frente Nacional, y Jean-Luc Mélenchon, del Frente de la Izquierda, merecen sin duda un comentario. Con el 17,90% de los votos emitidos, Marine Le Pen ha batido el récord establecido por su padre en 2002 y ha vuelto a hacer sonar las señales de alarma en Francia. Es pronto para hacer un diagnóstico de fondo de este éxito; sí puede decirse que, en parte, se ha debido a que la candidata ha prescindido de muchos de los temas del viejo repertorio que la extrema derecha francesa arrastraba desde Pétain.
Jean-Luc Mélenchon, candidato común del Frente de la Izquierda, que engloba a seis formaciones distintas, incluyendo el partido comunista, es el candidato a la izquierda del partido socialista que mejor resultado ha obtenido (el 11,11%) desde 1981. Mélenchon, que procede del partido socialista y fue ministro con Lionel Jospin, ha sido un candidato solvente y eficaz que se ha hecho con el control de un colectivo político que vagaba sin rumbo desde hace décadas, animado por figuras como la trotskista Arlette Laguiller, tenaz y colorista sin duda, pero poco relevante. La propia solvencia de Mélenchon ha conseguido atraer la atención sobre su programa, que contenía puntos notables, como la convocatoria de la asamblea constituyente de una VI República, que sería parlamentaria y no semipresidencialista, la retirada de Francia de la OTAN y un programa de laicismo exacerbado, que incluía la renuncia del presidente de la república al puesto honorario de canónigo de San Juan de Letrán….

¿Qué pronóstico hacer para la segunda vuelta? Las encuestas son francamente favorables a François Hollande; algunos analistas se han apresurado a señalar que hasta hoy los presidentes salientes siempre habían ganado en la primera vuelta y Sarkozy ha quedado segundo. Es cierto, pero también lo es que la diferencia entre Hollande (28,63%) y Sarkozy (27,18%) es pequeña. Sobre todo: el ambiente casi festivo de la primera vuelta no se parece gran cosa a la seriedad con que llegan los franceses a esa hora de la verdad que es la segunda vuelta. Por ello, el próximo 6 de mayo volveremos a vivir una apasionante justa democrática en la que la emoción estará otra vez garantizada.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, profesor del Instituto de Empresa.

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