La élite global y la nación-estado

Quien cree ser un ciudadano del mundo no es ciudadano de ninguna parte. No entiende lo que significa la palabra ciudadanía”. Estas fueron las palabras fundamentales del discurso de Theresa May en la conferencia del Partido Conservador celebrada en Birmingham la semana pasada. Mi respuesta —como miembro de pleno derecho de la clase cosmopolita y desarraigada— fue: “¡Oh la la!”

Bienvenidos a la nueva guerra de clases. De un lado, los ciudadanos del mundo —los Weltbürger—, que somos ciudadanos sólo en el sentido en que lo era el Ciudadano Kane de Orson Welles. Tenemos como mínimo dos pasaportes. Hablamos como mínimo tres idiomas. Y tenemos como mínimo cuatro casas, ninguna de ellas en nuestra ciudad natal. Del otro lado, llenos de resentimiento contra nosotros, ustedes, los ciudadanos de la nación-Estado. Tienen un pasaporte, como mucho. Detestan las pocas palabras de francés que aprendieron en el colegio. Y viven a tiro de piedra de sus padres o sus hijos. Adivinen qué grupo es más numeroso. Por muchas donaciones que haga la élite globalizada, tanto filantrópicas como políticas, nunca podríamos compensar esa disparidad.

No nos ha ido nada mal. Casi 30 años de globalización, tecnología de la información y burbujas en los mercados entre 1979 y 2008. Y cuánto nos divertimos. El champán. El caviar beluga. La ostentación. Desde la crisis financiera, sin embargo, las cosas han cambiado, a pesar de creaciones tan inspiradas como el alivio cuantitativo (cuyos beneficios para nosotros son fáciles de cuantificar). Hagámonos a la idea: el año 2016 ha sido el annus horribilis de la élite mundial.

Cuando nos reunimos en Davos en enero, todavía podíamos reírnos de Donald Trump. Entonces obtuvo la nominación republicana. Cuando volvimos a vernos en Aspen, en primavera, todavía podíamos hacer bromas sobre Boris Johnson. Entonces llevó el Brexit hasta la victoria y se convirtió en ministro de Exteriores. Durante todo el verano nos aferramos a la esperanza de que las consecuencias económicas del Brexit fueran terribles y que los votantes se arrepintieran. Nos equivocamos.

Los cosmopolitas sin raíces nos hemos reunido en Washington para la asamblea anual de Fondo Monetario Internacional. Nuestra gloriosa líder, Christine Lagarde, hace la eterna advertencia contra el proteccionismo. Felicitamos a otro miembro de nuestro club, el ex primer ministro portugués António Guterres, por su designación como secretario general de Naciones Unidas. Pero, como dice el ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble: “Cada vez más, la gente no confía en sus clases dirigentes”. Y ahí entra Theresa May. Como señaló Paul Goodman, es imposible entender a la Madre Teresa sin saber algo de su infancia como hija de un clérigo anglo-católico de provincias. Ahora bien, las palabras que pronunció la semana pasada no eran una mera versión tradicional de la democracia cristiana. Y los que opinan que no es más que la Angela Merkel de la Asociación Conservadora de Oxford pasan por alto unas cuantas diferencias importantes.

En su discurso, May hizo tres cosas extraordinarias. En primer lugar, dejó claro que nos aguarda un “Brexit duro”. La primera ministra ha comprendido que, en junio, el país votó restringir la inmigración, y que el fin de la libre circulación de personas significa nuestra separación del mercado europeo. Así que ha decidido sacar todo el provecho posible. Su llamamiento a los votantes del UKIP — a quienes “se encuentran sin trabajo o con sueldos bajos por culpa de los inmigrantes no cualificados”— fue tan rotundo como su alusión al “contrato social que dice que hay que formar a los jóvenes locales antes de contratar mano de obra extranjera y barata”. ¡Oh la la!

En segundo lugar, fue un rechazo total del thatcherismo dirigido a los votantes desilusionados con el laborismo de Corbyn. Fragmentos enteros parecían sacados de discursos de líderes laboristas como Neil Kinnock y Ed Miliband: “Un plan que significa que el gobierno va a asumir sus responsabilidades. Corregir los fallos. Desafiar los intereses creados. Tomar decisiones importantes. Hacer lo que consideramos apropiado. Conseguir resultados. Porque ese es el bien que puede hacer el Gobierno".

“El bien que puede hacer el Gobierno”. Usó esta expresión cinco veces. Prometió “poner el poder del Gobierno al servicio de la gente trabajadora”. Incluso afirmó que “el Estado existe para proporcionar lo que... los mercados no pueden”, y declaró estar dispuesta a “intervenir... cuando los mercados sean disfuncionales”. Lo más impresionante fue la promesa de “una nueva estrategia industrial... que identifique los sectores con valor estratégico para nuestra economía y los apoye y estimule con políticas comerciales, fiscales, infraestructuras, conocimientos, formación e I+D”. Cuando la señora May terminó de hablar, los atónitos conservadores habían aceptado la representación de los trabajadores en los consejos de administración y estaban aplaudiendo su nueva identidad, ser “el partido de los trabajadores, de los funcionarios, del servicio Nacional de Salud”. Cuando mencionó a Clement Attlee, no creo que yo fuera el único que esperaba ver aparecer a Gordon Brown en el escenario.

Es indiscutible la audacia de ese intento de definir a los conservadores como “el nuevo centro de la política británica”, en oposición a lo que llamó con desprecio “la izquierda socialista y la derecha libertaria”. Pero la parte más asombrosa fue su constante diatriba contra “los privilegiados... los ricos, los triunfadores y los poderosos... los poderosos y los privilegiados... los ricos y los poderosos”. Ningún líder tory hablaba así desde que Edward Heath llamó a Tiny Rowland “el rostro inaceptable del capitalismo” en 1973.

Eso es justo lo que me inquieta. Hace meses, advertí a mis lectores de que votar a favor del Brexit podía significar que este país retrocediera adonde estábamos hace 43 años, cuando entramos en la Comunidad Económica Europea. Eso es exactamente lo que pretende Theresa May.

Olviden el guiño a “la capital financiera del mundo”. Aparten la tibia referencia a la “Gran Bretaña global”. Cuando la libra cayó por el precipicio el jueves de la semana pasada, nos encontramos de nuevo en los años setenta: primero la estrategia industrial y luego la crisis de la moneda. Los japoneses tuvieron Abenomics. Nosotros tendremos que conformarnos con ABBAnomics, en honor del grupo favorito de May.

Mi grupo favorito de los setenta era The Faces, y todo esto me recuerda uno de sus mayores éxitos: “Pobre abuelo, / cómo me reía de sus palabras. / Pensaba que era un amargado, / cuando hablaba de los trucos femeninos. / 'Te atraparán, te usarán, / antes de que te des cuenta, / porque el amor es ciego, y tú eres demasiado bueno. / No dejes nunca que se note'”.

Al estribillo: “Ojalá hubiera sabido lo que sé hoy, cuando era joven”.

¿Cómo se llama la canción? Oohh la la.

Niall Ferguson es investigador titular en la Hoover Institution, Stanford. © Niall Ferguson/The Sunday Times/News Syndication. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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