La élite y el camuflaje

No hay ninguna sociedad compleja en la que no existan las élites. Ni siquiera las sociedades más igualitarias podrían aspirar a revocar algo que no es más que un imperativo estadístico. Una élite, en principio, no es más que una distribución porcentual: se da del mismo modo en que existen los altos, los gordos o los veloces. A los neonatos lo primero que hacemos es ordenarlos en un percentil y allí donde haya una cualidad siempre podremos distinguir una minoría en la que esa condición se asienta de un modo preferente. Por este motivo, lo políticamente urgente no pasa por negociarnos una utópica sociedad sin élites sino por reordenar los criterios que nos permiten exigir de un modo prioritario a determinados individuos.

La élite de un país, al contrario que la casta que tanto criticaron algunos hasta que pasaron a formar parte de ella, no puede ni debe confundirse con la clase política. Basta una breve mirada al Congreso para entender que sus miembros no son un precipitado del mejor talento del país. Es más, en demasiadas ocasiones sabemos que los procesos de decantación del mérito resultan especialmente viciados en el ámbito político.

La élite y el camuflajeEn la estructura jerárquica de cualquier ministerio no es extraño constatar que, por ejemplo, una directora general sea más solvente que su secretario de Estado o que éste a su vez supere en competencia a su ministro. Lo paradójico es que esta ordenación del mérito no es tan grave ni tan lesiva como pudiera parecer. La estabilidad de una comunidad no se mide por las condiciones de sus gobernantes sino por aquellos elementos que nos inmunizan o que, con perdón, en lenguaje del Gobierno, nos hacen resilientes a la clase política.

En cualquier democracia liberal hay dos diques o salvaguardas que nos protegen de los desastres a los que, a buen seguro, en algún momento querrán conducirnos sus dirigentes. Uno de ellos son las instituciones que están llamadas a evitar las consecuencias del peor ejecutivo posible. La instrucción jurídica e institucional de un Estado es correcta siempre y cuando pueda sobrevivir a un pésimo Gobierno. Más tarde o más temprano, no hará falta convencerles, ese día llegará, por eso es tan grave desfigurar instituciones como el CGPJ o la prensa libre.

Sin embargo, ni el más ingenuo positivista podría aspirar a concebir un Estado como un puro ejercicio de orfebrería normativa e institucional. El imperio de la ley, la protección del intercambio público de ideas o las garantías procesales son requisitos imprescindibles para que una comunidad política funcione. Son, en algún sentido, condición necesaria pero nunca pueden certificarse como condición suficiente. La ley es un papel mojado si nadie renueva nuestra disposición a creer en ella.

El otro seguro irrenunciable de cualquier democracia son sus élites, un cuerpo de ciudadanos independientes de la rotación gubernamental que ha accedido a cargos y posiciones de singular relevancia. Lo saludable, no hará falta recordarlo, es que el acceso a esa minoría responda a criterios estrictos de mérito y capacidad. Defender esta exigencia es también defender la Constitución; de ahí que el debate abierto por Íñigo Errejón sobre el ingreso en la carrera judicial resulte pertinente. La élite no es más que la consecuencia de un consenso sobre el que establecer jerarquías entre lo mejor y lo peor o, si lo prefieren, entre lo bueno y lo malo. El acceso a estas posiciones especiales a veces se encuentra procesalmente reglado, como ocurre en el acceso a la función pública, pero en otras ocasiones estos reconocimientos se ejercen de forma tácita y se operan desde un asentimiento colectivo y espontáneo, como ocurre en el ámbito cultural, intelectual o empresarial. Del talento y acierto de estos ciudadanos dependemos no ya para hacer política sino, precisamente, para protegernos de ella.

Al contrario de lo que tantas veces se argumenta, una sociedad no es más igualitaria por no contar con minorías destacadas. Lo verdaderamente justo es igualar los requisitos de acceso a esa condición minoritaria, que no privilegiada: jueces, empresarios, profesores de universidad, altos funcionarios... Es casi forzoso conceder que en todo grupo de personas existirán individuos que puedan más, que sean más capaces o que adquieran una singular responsabilidad. Por este motivo, es despótico para con el débil decirle que puede y debe lo mismo que el fuerte. Lo escandaloso de las élites nunca fue su existencia, sino los beneficios y privilegios que se derivaron de su reconocimiento.

Pensar que un asalariado medio puede impactar sobre nuestra comunidad política con la misma rotundidad con la que puede hacerlo el consejero de administración de una gran empresa es una trampa y una burla para ese asalariado medio. Una sociedad bien construida no sólo reconoce a sus élites, sino que procura su surgimiento y refuerza las demandas sobre esos individuos a los que convierte en especialmente capaces. Que nadie se escandalice por este argumento de la especial capacidad: es más capaz quien, sencillamente, puede más. Y, si hacemos caso a Kant y a su relación entre el deber y el poder, no habría nada extraño en exigirle más en términos políticos a quien precisamente tiene una mayor capacidad ejecutiva e influencia.

La democracia, reducida a un mero sistema de agregación de voluntades, no es un invento especialmente brillante, ni tan siquiera es verdaderamente equitativa. Una democracia abandonada a sus instintos salvajes, como diría Alexis de Tocqueville, no es más que una coartada que nos invita a renunciar a la mejor versión de nosotros mismos. No podemos conformarnos con ser sólo lo que ya somos sin correr el riesgo de convertirnos en algo mucho peor de lo que debemos ser. El pacto civil requiere disponer una imaginación política que nos permita concebirnos de forma más digna, más justa y ambiciosa, y para eso necesitamos mujeres y hombres capaces de reconstruir un consenso compartido sobre el significado de la virtud pública. Necesitamos que existan, pero necesitamos también que se hagan visibles.

El único acuerdo creciente en nuestros días es aquel que nos recuerda que algo va irremediablemente mal en nuestras democracias liberales. Occidente corre un severo riesgo de implosión, aunque seamos incapaces de convenir las causas de esa amenaza. No sólo hemos dejado de confiar en las verdades, sino que también, y esto es lo más dramático, hemos dejado de sancionar la mentira o el engaño. Romper los criterios comunes acerca de lo justo y lo injusto nos ha brindado un segundo de emancipación ficticia y hedonista, pero a cambio nos hemos condenado a un extravío que corre el riesgo de hacerse definitivo. Quisimos construir una sociedad plural, pero acabamos creando un mundo desquiciadamente polarizado. Ahora que tanto se habla de guerras culturales cabría subrayar que más que una guerra nos encontramos ante un suicidio, si por tal interpretamos la dejación consciente y negligente de la custodia de nuestra tradición moral. Empezamos tolerando la posverdad pero terminaremos abrazando la posmentira.

Es urgente reconstruir una élite sin elitismo en la que los imperativos se hagan preferentes para estas minorías. En un contexto de degeneración política como el que estamos padeciendo cabría esperar que cada uno vigilara a los suyos. Que los mejores socialistas vigilen a los socialistas, y que los liberales más perfectos determinen la agenda de las políticas liberales. Merecemos, nadie podrá negarlo, otra izquierda, pero también merecemos otra derecha y otro centro político.

Es injusto alimentar la exigencia y la presión exclusivamente sobre las mayorías. Son nuestros mejores hombres y mujeres quienes deberían ponerle freno a este pandemonio. No les regalemos el último privilegio del que gozan: el manto de camuflaje que les hace invisibles y por ello inimputables. Tampoco les concedamos el derecho a la pereza. Porque no es ningún Dios, como dijera Heidegger, sino la virtud de una élite democrática y civil lo único que podrá salvarnos.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética la Universidad Autónoma de Madrid y presidente del Consejo Académico de Ethosfera.

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