La emergencia de una nueva izquierda

Estamos todavía en las primeras horas y las imágenes se agolpan y no somos capaces de digerir tantas noticias: triunfo espectacular del Partido Popular; gran resultado para Bildu; remontada de Izquierda Unida; supervivencia de Unión Progreso y Democracia; éxito de Álvarez-Cascos en Asturias y debacle, cataclismo, hundimiento del Partido Socialista. A partir de ahí se abren todas las interrogantes: ¿se mantiene el calendario previsto por el presidente del Gobierno?; ¿es deseable agotar la legislatura?; ¿en qué condiciones se abre un proceso de primarias?; ¿se irá finalmente a un congreso extraordinario para investir al nuevo candidato?

A lo largo de esta semana se irán despejando muchos de estas interrogantes pero ahora es el momento de realizar un primer balance. Un balance en el que, a pesar de lo catastrófico del resultado para los socialistas, creo que no todo son malas noticias. Si tomamos alguna perspectiva lo podemos ver con mayor claridad. En primer lugar podemos estar en el camino para pensar que el terrorismo de ETA ha sido una pesadilla que, por fin, pertenece al pasado. Son tantas las elecciones marcadas por los asesinatos: Francisco Tomás y Valiente, Fernando Múgica en el 96, Fernando Buesa en el 2000, Isaías Carrasco en 2008, el terrible atentado islamista en 2004...

Por ello la primera gran noticia es ésta. Hemos asistido a unas elecciones sin violencia, donde hemos escuchado voces que nunca habíamos escuchado y oído hablar de cosas que parecíamos haber olvidado.

En segundo lugar, a pesar de que habíamos leído una y otra vez que la crisis no provocaba respuestas desde la izquierda, que nadie canalizaba el malestar, que la crisis sólo propiciaba un crecimiento de las posiciones ultranacionalistas, xenófobas y racistas, lo que ha ocurrido en estas elecciones es la emergencia de una nueva izquierda. Una nueva izquierda con la que la socialdemocracia, quiera o no, tendrá que discutir, que dialogar, que negociar y que repartirse el espacio político y electoral. El precio a esta emergencia (no todo iban a ser buenas noticias) es la consolidación de un bloque de derechas extraordinariamente potente.

El que las elecciones se hayan realizado en un clima pacífico, sin violencia, sin coacciones, responde a dos hechos dignos de ser subrayados: al carácter pacífico, no violento, del Movimiento 15-M y a la habilidad de la gestión de la crisis por parte de las autoridades del Ministerio del Interior. Es probable que todo el mundo hoy lo piense, aunque no quieran reconocerlo. Son muchos los que vociferaban pidiendo una rápida y contundente intervención policial; espero que se hayan dado cuenta de su error; y confío también en que, a la vista de los resultados, no tengan más remedio que reconocer que sólo a partir de teorías conspirativas, un punto alucinadas, cabía imaginar que era Rubalcaba el que estaba detrás de todo.

Todos corremos el peligro de sucumbir a nuestras alucinaciones y esto le ha ocurrido a muchos comentaristas de derechas que no han sido capaces de ver lo que estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo era la aparición de un movimiento social que va a marcar por mucho tiempo la experiencia de una nueva generación que se hace presente en el espacio público. Si repasamos brevemente lo ocurrido lo podemos comprender mejor. La campaña comienza en un clima de polarización entre los dos grandes partidos, azuzada por la aparición de los dos últimos ex presidentes del Gobierno, que hablan de ETA, de ETA y de ETA: que vuelven a recordarnos el uno que Mayor Oreja no se enteraba de nada y el otro que hay que ganar para echar a ETA de las instituciones.

Que ante lo que estaba ocurriendo, ante lo que llevaba ocurriendo desde mayo del 2010, el tema central de la campaña fuera la capacidad que tenían los ex presidentes para calentar a los adictos de ambas clientelas no era normal. Máxime cuando tales apariciones tuvieron un complemento estelar el 15 de mayo; ese día fueron condecorados por el alcalde de Madrid. Estábamos en plena reminiscencia del pasado, parecía que en España, a pesar de la crisis, nunca pasaba nada. De pronto aquella tarde, en plenos festejos de San Isidro y tras las condecoraciones matutinas, una masa de ciudadanos se lanza a la calle y demuestran tener una capacidad de convocatoria muy superior a la del Primero de mayo.

Tras el éxito en la convocatoria unos pocos deciden acampar en la Puerta del Sol. Pienso que la cosa no hubiera llegado tan lejos como ha llegado si la Delegación del Gobierno en Madrid, a instancias del Ayuntamiento, no hubiera forzado su desalojo. Lo ocurrido, a partir de entonces, todos lo conocemos: más y más gente apoya la concentración, las acampadas se multiplican por todo el país y trascienden nuestras fronteras, ocupando la atención de todos y colonizando la campaña electoral. Algo extraordinario ha roto la campaña pero, en esta ocasión, no ha sido ni un atentado terrorista de ETA ni un ataque islamista.

Estamos ante un movimiento social, heterogéneo, complejo, que incita a una rebelión cívica frente al dictado de los poderes económicos, frente a unos mercados que imponen la restricción de los derechos sociales, la pérdida de las garantías laborales y el final de las expectativas de una progresiva mejora social y de un futuro digno.

Estamos ante un grito. Un grito que hasta ahora no habíamos oído. Un grito de una nueva generación que llama a la puerta porque observa cómo se van cerrando las oportunidades, se van cercenando las esperanzas, se van imponiendo las restricciones. Es verdad que la proclama del movimiento, en principio, era apolítica, era apartidista. Pero al tener que ir concretando la propuesta, quedaba claro que iba a afectar mucho más a los votantes de la izquierda moderada: se estaba pidiendo una reconsideración del sistema mientras iban apareciendo muchas de las reivindicaciones de la izquierda radical: la separación Iglesia-Estado; el apoyo a la memoria republicana; la defensa de los derechos sociales; la apuesta por una banca pública; la crítica a una Europa sometida a los dictados del capital. Los analistas se dan cuenta, inmediatamente, de que estos manifestantes no piden menos socialismo, están pidiendo más socialismo.

Emerge pues un movimiento que necesitará tiempo para encontrar una traducción política, que necesitará muchas mediaciones para combinar la espontaneidad con la propuesta, pero que nace de una experiencia que ha quedado grabada en la base social de la izquierda: por más que los políticos intenten hacer otra cosa, al final son doblegados. Por eso me permito recomendar al lector que al analizar las manifestaciones complete la perspectiva con la visión de la película Inside Job: Obama recurre al final, a pesar de todas sus promesas, a muchos de los causantes del desastre de la economía estadounidense. Como le ha pasado en España a Zapatero. Los dos ejemplifican bien los límites de la política reformista.

Y ante esos límites una nueva generación quiere ampliar el espacio de lo posible. Quiere que sus deseos no se queden en pura retórica, quiere que se hagan realidad. ¿Es ello posible? Mucho tiempo habrá para pensarlo porque una de las consecuencias de la movilización es que, por mucho que los acampados abominaran del bipartidismo, las elecciones marcan un mundo lo más alejado del bipartidismo que pudiéramos imaginar. Un partido hegemónico de la derecha ha triunfado; tiene un apoyo electoral impresionante y por si le hiciera falta, siempre contará con el respaldo de CiU. El centro derecha, español y catalán, irán limando asperezas, negociando acuerdos, reavivando los buenos viejos tiempos del 96 al 2000. Más de un medio de comunicación está por la labor de ayudarles en el empeño.

Frente al bloque de poder a la izquierda le espera un largo peregrinar. Al igual que lo ocurrido en la Alemania de los años 80, a mayor crecimiento de la izquierda alternativa, mayor hegemonía de la CDU. En Alemania la cosa duró desde el 82 al 98. Fueron muchos años, bien es cierto, que fueron años conformados por la caída del muro de Berlín. ¿Qué ocurrirá aquí? En España, después del 22 de mayo se dibujan dos mundos y dos universos. Una fuerte cultura de derechas liberal, conservadora, católica, que tiene grandes diferencias en su concepción de la nación pero que tiene grandes coincidencias en las medidas empresariales, fiscales y laborales que hay que desarrollar. Frente a ese bloque hegemónico una socialdemocracia que sabe que, a partir de ahora, el voto útil no funciona para la nueva generación, que sabe que los afectos y los agravios se han agrandado porque unos piensan que estos manifestantes no se dan cuenta, no comprenden que no se puede hacer otra cosa, que bastante se ha logrado evitando lo peor. Pero los otros precisamente de lo que están hartos es del mal menor y consideran que ha llegado la hora de decir basta.

Willy Brandt lo veía con claridad. Unos optaban por congelar la situación y otros osaban más democracia. La socialdemocracia se quedó en medio y allí siguió durante muchos años. Unos querían soñar el futuro y otros gestionaban el presente. La socialdemocracia estaba en medio, quería aunar las dos cosas pero no supo, no pudo, había perdido las habilidades y la cosa duró una generación. Esperemos que aquí no ocurra lo mismo.

Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la Uned.

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