La encrucijada de los sindicatos

Zapatero nunca había faltado a Rodiezmo desde que en 2000 tomara las riendas del PSOE. Su no asistencia a la fiesta minera del próximo domingo ha dado mucho de que hablar en la prensa, pues se supone representa el divorcio entre el actual presidente del Gobierno y los sindicatos. Unos sindicatos que en el actual contexto de despidos, rebajas salariales y reformas laborales están en el disparadero de la opinión pública.

Tener algunos años tiene sus ventajas. Una de ellas es estar alerta cuando se otea en el horizonte que uno va a contemplar cómo se repite una historia que ya había vivido. Creo que esto es lo que me está empezando a ocurrir cuando observo el tratamiento que muchos hacen de las movilizaciones sindicales.

En los años 80 del siglo pasado también hubo huelgas muy importantes de los sindicatos, también hubo conflictos sociales muy agudos, también asistimos a una campaña de descalificaciones. Sin embargo, había diferencias notables con el momento actual.

Los sindicatos, a lo largo de la Transición, habían dado muestras de una gran cordura, de una indudable sensatez, de una inequívoca moderación. Fueron impelidos a aceptar los Pactos de la Moncloa negociados por los partidos políticos; se les invitó a no plantear problemas cuando se consensuaba la Constitución; levantaron un poco la voz en el año 80 pero el 23 de febrero del 81 exigía de nuevo moderación. Y de nuevo estuvieron dispuestos a aportar su granito de arena a cambio de ser siempre los parientes pobres de la Transición. Ellos eran el símbolo de la moderación en un país atenazado por el golpismo y por el terrorismo; un símbolo que se podía agradecer, pero del que se esperaba que no pidiera nada a cambio.

Llegaron los socialistas al Gobierno en octubre del 82 y la prioridad era consolidar la democracia, subordinar el poder militar al civil, integrarnos en Europa, y propiciar una salida de una crisis económica en la que había que reconvertir buena parte de nuestro tejido productivo. Los sindicatos aguantaron, negociaron, colaboraron. Pero llegó un momento en que pensaron que era el momento de repartir beneficios, que no se podía seguir sembrando para que cosecharan los de siempre.

Los más viejos del lugar recordarán la que se armó. Por si tuvieran alguna duda, hay muchos testimonios al respecto pero uno bien reciente puede ayudar a refrescar la memoria. En una conferencia reciente acerca de las bases socioeconómicas de la democracia, afirmaba Miguel Boyer: «Hubo que hacer una dura reconversión industrial. Con energía y con inteligencia, Carlos Solchaga es una persona a la que en una crisis económica no le tiembla la decisión y aguanta como aguantó entonces golpes de los sindicatos, entonces con Nicolás Redondo, que no era como el bendito Cándido Méndez, del que en los últimos años hemos disfrutado. Era otro personaje mucho más difícil».

Y ese fue el relato que los gestores económicos de la época, muchos de los cuadros políticos del momento, y muchos de los historiadores elaboraron y transmitieron. Se lo dijeron a sí mismos tantas veces que acabaron por convencerse de que todo aquello había sido fruto de la personalidad compleja e irascible, difícil, del líder de la UGT. Cosas así no volverían a ocurrir, se decían, porque ahora tenemos otros líderes sindicales, que son unos benditos.

Pero llegó un 12 de mayo del 2010 en que se cambió el guión, en que como no pudimos cambiar a los mercados, los mercados nos cambiaron a nosotros, y por ello era imprescindible recortar derechos sociales, abolir garantías laborales y propiciar una política de austeridad. Y se esperaba que los benditos siguieran siendo eso, benditos. Pero como no podían ni debían serlo comenzaron a resistirse y entonces comenzó también una gran operación de deslegitimación de los sindicatos; con grandes diferencias, por cierto, en relación con lo que vivimos aquellos años 80.

En aquel momento todavía se vivía dentro de lo que se llamaba familia socialista porque sindicato y partido estaban juntos, unidos en el mismo combate. Esa al menos era la retórica. Después se vio que las cosas eran más complicadas y se agudizó la autonomía sindical por un lado y el partido como máquina electoral por otro. En aquel momento el contexto era mucho más dramático para el militante socialista, que vivía escindido entre dos disciplinas. Hoy, por el contrario, los partidos tienden a una militancia mucho más difusa y a centrarse en políticas que ahondan en el radicalismo cívico y se alejan de la tradición socialdemócrata.

Desactivado el drama familiar los sindicatos se enfrentan a un problema mucho más arduo. El tiempo no ha pasado en vano. En los 80, la derecha política en España era muy débil y la derecha mediática no veía con malos ojos dar un correctivo por la izquierda al Gobierno de Felipe Gónzalez, ya que consideraban que era una buena estrategia para bajarle los humos.

Hoy las cosas son distintas porque en España hay una derecha política y una derecha mediática muy fuertes. Hoy el mundo del neoliberalismo ha erosionado en toda Europa los principios del Estado social. Por ello el ataque para deslegitimar a los sindicatos se ha desplazado. Desde el Gobierno vienen las medidas que socavan los principios en los que se sustenta el Estado del bienestar pero la retórica gruesa, la campaña para evitar el eco de las reivindicaciones, viene por parte de los sectores intelectuales y mediáticos que piensan que los sindicatos están de más. Son los que creen que ya está bien de aguantar; que no están dispuestos a pagar con sus impuestos a las organizaciones sindicales para que tengan liberados que se ocupen de las tareas organizativas; son los que defienden que no tienen sentido las actividades de formación de los trabajadores; ni la regulación de los contratos, ni la negociación de los convenios. Y todos los que defienden estas tesis son muchos y tienen mucha fuerza.

¿Cómo responder a esta campaña? Creo que es imprescindible elaborar un relato propio sobre la historia pasada y articular un proyecto para afrontar los retos que nos esperan en los próximos años. Sin ese relato y ese proyecto los sindicatos están perdidos.

Toda la lógica perversa del momento actual se resume en una entrevista hecha al mismo Boyer cuando le preguntan si tiene voluntad de volver. Elegantemente dice que no, que ya pasó su hora, que hay que dejar esa tarea a los más jóvenes, pero que, por cierto, dados los salarios en la función pública a esos puestos corremos el peligro que sólo lleguen los analfabetos. Esto lo dice la misma persona que considera imprescindible reducir el déficit público, adelgazar el Estado, imponer austeridad a esos funcionarios que ya cobran poco, pero que tendrán que apretarse aún más el cinturón.

Aquí está la clave. Los que operan en el primer tercio siguen disfrutando de unos ingresos a los que nunca llega el médico de la seguridad social, el juez, el técnico de la administración civil o el profesor de universidad, pero lo importante es movilizar todas las energías para que este sector intermedio considere que sus males no vienen de los ingresos escandalosos de los que no son analfabetos, sino que vienen de los sindicalistas que monopolizan el mercado laboral y constituyen la aristocracia obrera.

La batalla por las palabras es muy importante y la lucha contra los estigmas y los prejuicios todavía más. Mientras los sindicatos no logren movilizar al segundo tercio para su causa la batalla estará perdida. Y sólo lo harán si todos esos sectores perciben que además de defender la dignidad (algo muy importante pero insuficiente) hay alguna posibilidad de obtener alguna victoria, algún cambio en las políticas de los gobernantes españoles y europeos.

EN ESTE SENTIDO el que la huelga de los funcionarios del pasado mes de junio fuera un fracaso puede ser una suerte porque a los benditos les va a exigir una rectificación en su estrategia de cara a la huelga general convocada para el 29 de septiembre. Es el momento de despertar y de preparar a las bases sindicales para un combate que tendrá momentos decisivos a corto plazo, pero que inexorablemente hay que saber que se juega a medio plazo.

En aquellos 80 los gobernantes tenían un margen de maniobra mayor, al tener una moneda propia; hoy los dictados vienen de fuera pero, por ello mismo, es imprescindible elevar el punto de mira y recordar que no estamos de acuerdo con este tipo de construcción europea. Cuando se discutía sobre las reformas a desarrollar en el seno de la UE los sindicatos siempre defendieron un sí crítico a los distintos procesos: de acuerdo con las reformas siempre y cuando se respetaran los derechos laborales, se preservara el modelo social europeo y se garantizara el bienestar. Era un sí condicionado a mantener un modelo que ha sido el orgullo de la cultura europea. Si ahora se va erosionando ese modelo, si se asiste a anuncios dramáticos acerca del futuro de las pensiones, de la calidad de los servicios públicos, de la edad de jubilación, hay que responder a nivel nacional y europeo con claridad y con contundencia.

Será difícil, habrá que movilizar a los que están deprimidos e insuflar ánimos a los que ven todos los procesos como algo frente a lo que nada se puede hacer; habrá que recuperar para la lucha a los que hace tiempo abandonaron esas prácticas y habrá que dar esperanzas a los que consideran que el futuro ya está escrito.

Y todo esto habrá que hacerlo en un contexto atravesado por las emociones más dispares donde se corre el peligro de aparecer como el que quiere poner palos en la rueda sin tener nada que ofrecer, o como el aguafiestas que estropea incluso los momentos gozosos. Para el interesado en visualizar este peligro, le recomiendo que busque un vídeo del telediario sin desperdicio. Se hablaba de la alegría por el triunfo de España en el Mundial cuando al reportero se le escapó «y mientras tanto, los trabajadores del Metro aguando la fiesta».

Y en eso estamos. Los benditos llamados a aguar la fiesta, a recordar que nos estamos jugando mucho, a pedir una rectificación política en Madrid y en Bruselas. Pero a esos benditos hay que recordarles un hecho sucedido no en los años 80, sino en este siglo XXI. Cuando comenzaron las primeras protestas en EEUU contra la política de Bush en Irak, cuando los intelectuales empezaron a difundir la consigna de que no estaban dispuestos a secundar cualquier estrategia contra el terrorismo, no al menos en su nombre, muchos escépticos dijeron que nadie se movilizaría, que el miedo por los actos terroristas atenazaba las reacciones, que no habría apenas oposición; y para su sorpresa todos pudimos asistir a las movilizaciones más importantes que ha vivido Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

Si las organizaciones sindicales europeas despiertan del letargo y comprenden que incluso los benditos a veces tienen que mostrar el tigre que llevan dentro, podremos comenzar a resistir esta deriva neoliberal que amenaza con arrasar con todo y con todos.

Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la Uned.

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