Hace un año el sistema financiero estaba al borde de la catástrofe. La percepción de que ese riesgo no sólo era cierto, sino además inminente, provocó una rápida respuesta europea y global. Poco después de que Nicolas Sarkozy convocara en París la primera reunión de los jefes de Estado y de Gobierno de la zona euro, se celebró la cumbre del G-20 en Washington, seguida por otras dos -Londres y Pittsburgh- en abril y septiembre de este año. Las reuniones de los 27 líderes de la Unión Europea (UE) son cada vez más frecuentes. Y las instituciones financieras internacionales han recobrado protagonismo. El Fondo Monetario Internacional (FMI), que hasta hace poco dudaba de su utilidad en un mundo que creía haber superado las crisis financieras, ha triplicado su capacidad crediticia y ampliado sus modalidades de intervención. Los bancos multilaterales, desde el Banco Mundial al Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), multiplican a su vez su actividad. Y un organismo casi desconocido, el Foro para la Estabilidad Financiera, se ha convertido en una pieza clave para abordar la reforma sustancial de la regulación y de los mercados financieros.
Junto a ese activismo sin precedentes, los estímulos monetarios, fiscales y financieros inyectados en la economía han conseguido frenar la caída libre del PIB y del comercio internacional. Ahora toca sentar las bases de un crecimiento más equilibrado y sostenible, al abrigo de los riesgos de colapso incubados en el pasado reciente.
Se ha llegado a un grado de consenso considerable sobre los rasgos fundamentales de una "estrategia de salida". Leyendo los comunicados finales de las diferentes cumbres se perciben mensajes muy similares. Se habla de reducir de manera ordenada los desequilibrios macroeconómicos que aquejan a la economía global y de extender la regulación financiera a todos los productos, mercados e instituciones que hasta ahora quedaban al margen de las normas existentes y de los supervisores encargados de aplicarlas. Hay acuerdo sobre la necesidad de establecer requisitos de capital más exigentes a las entidades financieras. Y por supuesto se escucha un clamor para poner freno a las remuneraciones desproporcionadas de los altos ejecutivos bancarios.
Mientras que esos objetivos se van plasmando en iniciativas concretas, aumentan los indicios de que las cosas se van enderezando -mejora de la confianza, fin de la recesión en algunas economías, reacción positiva del comercio exterior-, aunque es pronto para que la recuperación pueda sostenerse sin apoyos públicos. Por eso se está empezando a debatir cómo se producirá la retirada de los estímulos, aunque todavía no haya que llevarla a la práctica.
En paralelo, urge diseñar políticas capaces de hacer frente a las serias consecuencias a medio y largo plazo de esta crisis. Sabemos que la recesión nos dejará como herencia unas cifras de desempleo muy elevadas, condiciones más estrictas para acceder al crédito, niveles de endeudamiento público desconocidos en tiempos de paz, un potencial de crecimiento mucho menor y, posiblemente, un recrudecimiento de tendencias proteccionistas.
Transformar este panorama en un horizonte de progreso sostenible no va a ser fácil, ni será cuestión de meses o de un par de años. Más bien cabe imaginar que la próxima década vaya a estar marcada por este esfuerzo.
Por supuesto, ningún país va a poder hacer frente a este escenario confiando en sus solas fuerzas. La primera gran crisis de la globalización exige una respuesta también global, basada en el multilateralismo y en la coordinación de políticas a escala internacional, y viendo el trabajo de las sucesivas cumbres del G-20 parece claro que los principales líderes son conscientes de ello.
Por ejemplo, en Pittsburgh acordaron coordinar las respectivas estrategias de salida de la crisis y abordar un ajuste ordenado de los desequilibrios macroeconómicos a escala global -en particular, los enormes déficit y superávit por cuenta corriente de algunas grandes economías- mediante el lanzamiento del "Marco para un crecimiento fuerte, sostenible y equilibrado".
Otros temas importantes sobre los que se trabaja para alcanzar el consenso son la reforma del FMI, la adaptación de las reglas prudenciales y de los estándares contables o la búsqueda de mecanismos para afrontar y resolver crisis de entidades financieras de ámbito trasnacional.
¿Y Europa? ¿Qué papel juega la Unión Europea en el momento en el que quizás se estén sentando las bases de la gobernanza a escala global? ¿Cómo afectará la crisis, y la estrategia que se escoja para superarla, a nuestro futuro y al propio proceso de integración?
Entre los participantes en las reuniones del G-20, nadie tiene la experiencia que hemos acumulado los europeos durante más de medio siglo para armonizar políticas e integrar estrategias económicas a un nivel supranacional. En la Unión Europea estamos habituados a poner en común nuestra soberanía y nuestras competencias estatales en busca de un interés común. No nos resulta extraño negociar y buscar compromisos por encima de nuestras respectivas fronteras. La convergencia entre sistemas y normas nacionales es algo integrado en nuestros esquemas de toma de decisiones. Nos hemos dotado de una moneda común, que nos ha protegido en esta crisis, y la existencia de un mercado interior de 500 millones de personas sirve de palanca para el crecimiento de unas economías abiertas hacia el exterior.
Por todo ello no es de extrañar que la Unión Europea haya estado en el origen mismo del proceso que se inició en Washington en noviembre de 2008. Estamos liderando la reforma del sistema financiero y la lucha contra el cambio climático, y apostamos por el multilateralismo y el refuerzo de las instituciones financieras internacionales. No contribuimos a aumentar los desequilibrios de la economía mundial, pero estamos dispuestos a cooperar para su disminución progresiva. El euro y el Banco Central Europeo juegan un papel relevante a favor de la estabilidad monetaria y cambiaria, y, gracias a la ampliación a 27 miembros, las economías del Centro y del Este europeo están capeando el temporal en mejores condiciones.
Pero no todo es de color de rosa. La integración europea está sometida a tensiones proteccionistas y renacionalizadoras. La voz europea no siempre se escucha con la debida claridad. En el plano interno, la coordinación de políticas económicas -fiscales y estructurales- dentro de la zona euro es más frágil de lo deseable, pese a que las consecuencias de la crisis van a intensificar una serie de divergencias cuyo ajuste requiere reformas que no pueden demorarse sine die. De cara al exterior, el Banco Central Europeo (BCE) está presente y actúa como tal en todos los foros mientras que la dispersión de la representación de los Gobiernos -en el FMI, en el G-7 o en el G-20- debilita la defensa de las posiciones europeas cuando éstas existen, o simplemente evita que la UE pueda mantener una postura coherente.
Ése es un riesgo que Europa no se debe permitir. Ahora que el Tratado de Lisboa está a punto de superar -¡por fin!- el último obstáculo para su entrada en vigor, quienes tratan de frenar una respuesta a la crisis basada en una mayor ambición comunitaria deben ser conscientes de que la alternativa no es el statu quo sino la marcha atrás en lo que se ha conseguido en materia de integración económica desde los años ochenta hasta hoy. Y quienes, desde fuera de nuestras fronteras, quieran hablar con los responsables de la estrategia de salida de la crisis en la Unión Europea, tendrían que saber qué número de teléfono pueden marcar.
Joaquín Almunia, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios.