El domingo, 142 millones de brasileños acudirán a las urnas para elegir a su nuevo presidente. Todos los analistas coinciden en que se trata de las elecciones más tensas y con mayor suspense de la democracia. Los tres candidatos con posibilidades de victoria —la presidenta, Dilma Rouseff (PT), la ecologista Marina Silva (PSB) y el exsenador Aecio Neves (PSDB)— deberán disputarse voto a voto. En vísperas de la elección, todas las posibilidades permanecen abiertas. Dilma podría ganar el domingo sin tener que disputar una segunda vuelta, aunque parece improbable. En caso de una segunda vuelta, hoy por hoy es imposible saber si el adversario de Rousseff será Silva o Aecio. ¿Por qué esa indecisión?
El 74% de los brasileños piden un cambio, según el Instituto Datafolha, pero al mismo tiempo se mueven entre dos sentimientos encontrados: el deseo de algo que mejore sus vidas, ya que no les basta lo obtenido en estos 12 años, y el miedo a que ese cambio les haga perder lo ya conquistado, sobre todo por parte de quienes son más pobres y más se han beneficiado de las ayudas sociales de los Gobiernos del PT. Ellos representan la gran mayoría de los votantes de la candidata Rousseff.
El Partido de los Trabajadores (PT), que llegó al poder en 2003 con el sindicalista Lula da Silva y formó el primer Ejecutivo popular de izquierdas de la democracia, lleva casi doce años gobernando si se suman los ocho de Lula y los cuatro de Rousseff.
La historia explicará un día, con la distancia sabia del tiempo, lo que significó para Brasil la experiencia en el poder del que fuera el mayor partido de la izquierda de América Latina y cuyo sueño es continuar gobernando para cerrar un ciclo por lo menos de 20 años. Completarían así, según ellos, la revolución social iniciada por Lula y continuada por Dilma que, de acuerdo con la ONU, hizo que Brasil saliera del mapa mundial de la pobreza.
Los dos Gobiernos de Lula rescataron, en efecto, la memoria de millones de pobres que no existían ni como ciudadanos, ya que habían quedado fuera del mundo del consumo. Además, los ocho años de Lula dieron protagonismo planetario a Brasil, ayudado por el carisma y el hechizo innegable del exsindicalista que supo quitarse de encima la etiqueta de extremista de izquierdas y aprendió a navegar en los mares del neoliberalismo económico, conjugado con fuertes estímulos sociales.
Su sucesora, Rousseff, siguió en parte el camino de su protector pero con una inclinación más marcadamente estatalista e intervencionista, más politizada y a la izquierda, lo que llevó a su Gobierno a peores índices económicos de crecimiento, una inflación de las más altas del continente y elevados tipos de interés, problemas que ella prefiere achacar a la coyuntura internacional.
A esta mujer, la primera que alcanzó la presidencia, le tocó enfrentarse también a la primera protesta de los indignados brasileños, en junio de 2013, que provocó un bajón en sus (hasta entonces) altos niveles de aceptación popular.
Desde que los brasileños decidieron que deseaban mejoras en los servicios públicos, como transportes, educación, sanidad y seguridad ciudadana —que consideraban insuficientes e injustos para un país rico y desarrollado como Brasil— empezó a cuajar la hipótesis de un cambio político tras los 12 años en el poder del PT. Este partido había sufrido el desgaste natural del ejercicio del gobierno y su fundador, Lula, ha declarado que necesitaría una profunda renovación.
Los dos candidatos con posibilidades reales frente a Roussseff en las elecciones, Silva y Neves, acabaron presentándose ante los electores como la bandera del cambio.
La candidata del PT y su partido fueron, sin embargo, hábiles para deshacer el sueño de sus contrincantes, recordando que la ecologista, Silva, había militado 30 años en el PT codo a codo con Lula, que la hizo ministra de Medio Ambiente en su primer Gobierno. El mensaje era que esta candidatura nace de la misma cepa lulista.
El otro aspirante, el exsenador Neves, es el representante del PSDB, que ya había gobernado ocho años con Fernando Henrique Cardoso, por lo que ha sufrido también la dificultad de aparecer como abanderado de la novedad.
Rousseff y su partido consiguieron hacer prevalecer la tesis de que la solución Dilma seguía siendo la más segura, sin peligros de aventuras y la más respaldada por el mundo de los más pobres. Y ha llegado como favorita.
Brasil, sin embargo, le pide desde hoy a Rousseff, si vuelve a conseguir la victoria, un gran esfuerzo para cambiar no sólo su política económica, sino también una mayor flexibilidad en su hasta ahora difícil diálogo con el Congreso y con los partidos aliados. Y un oído más atento hacia la calle, que exige mayor participación y más ética en la política, zarandeada en este momento por el gran escándalo de corrupción de Petrobrás.
Es posible que en la disputa de la segunda vuelta, Rousseff, aconsejada por Lula, haga un gesto sobre todo hacia los mercados y el gran mundo de la empresa, que en buena parte le son hostiles, como hizo su antecesor Lula en 2002 con su Carta a los brasileños. Les tranquilizó entonces sobre lo que iba a ser su política económica, que se desarrollaría (como ocurrió de hecho) en sintonía con la hasta entonces exitosa de su antecesor, Cardoso, que puso las bases para consolidar las vigas maestras del desarrollo —obstaculizado hasta entonces por una inflación de tres cifras— y que había inaugurado las políticas sociales que Lula perfeccionaría.
Es imposible profetizar hoy el peso que estas variables e incertidumbres políticas tendrán el domingo a la hora de la verdad en las urnas.
Juan Arias