Siria ha entrado en una dinámica peligrosa. En lugar de responder a las movilizaciones populares con una batería de reformas para modificar el carácter autoritario del régimen, Bashar El Asad ha optado por la estrategia del avestruz escondiendo su cabeza bajo la tierra y denunciando la existencia de una conspiración extranjera destinada a acabar con el último bastión del arabismo y poner fin a la resistencia contra Israel.
Al esconderse en su caparazón, Bashar ha echado un jarro de agua fría a quienes consideraban que el régimen sirio no cometería los mismos errores que el tunecino y el egipcio y, en consecuencia, sería receptivo ante las demandas de la población. En su esperada intervención ante la Asamblea del Pueblo no dijo ni una sola palabra del levantamiento del estado de excepción, ni tampoco de una nueva ley de prensa que permita la libertad de expresión ni mucho menos de un sistema pluripartidista ni de elecciones libres, contradiciendo a su propia consejera que, días antes, había anunciado una profunda reforma que, de llevarse a la práctica, haría tambalearse los propios cimientos del Estado autoritario. El mensaje que transmitió en su decepcionante discurso es que las reformas pueden esperar otros 10 años más y no deben realizarse bajo presión popular.
Estas señales contradictorias delatan una fractura entre los sectores inmovilistas y reformistas del régimen. Los primeros están encabezados por el hermano y el primo del presidente -Maher El Asad (responsable de la Guardia Republicana) y Hafez Majluf (jefe de los servicios de inteligencia en Damasco)- y son partidarios de una represión implacable de las manifestaciones para cortar de raíz el problema. Los segundos, la nueva guardia de tecnócratas que ha ascendido posiciones bajo la protección de Bashar, consideran que ha llegado el momento de acometer la liberalización política prometida hace una década por el propio presidente.
Una de las preguntas clave para comprender hacia dónde se dirige Siria es conocer el papel que asumirá el ejército si se acentúa el descontento popular. ¿Puede darse un escenario similar al tunecino o al egipcio en el que las tropas se negaron a reprimir las manifestaciones, lo que precipitó la caída de Ben Ali y Mubarak? En este sentido, es pertinente recordar que el Baaz conquistó el poder en Siria por medio de un golpe de Estado y que, desde 1963, los militares han gobernado el país con puño de hierro. La cúpula del ejército constituye el pilar fundamental del sistema político, si bien no son los máximos responsables de las unidades armadas los que detentan y administran esta influencia política, sino quienes se encuentran al frente de los múltiples servicios de inteligencia, coto privado de la secta alauí. En estas cinco décadas, las Fuerzas Armadas han acumulado un poder prácticamente ilimitado al que no renunciarán fácilmente.
Las élites dirigentes sirias han percibido que lo que está en juego es su propia supervivencia y que solo cabe presentar una resistencia numantina ante las demandas de la población, puesto que cualquier concesión sería interpretada como un signo de debilidad que irremediablemente conduciría al fin del régimen. Así lo demuestran las constantes alusiones presidenciales a la fitna o guerra sectaria y a la mu'amara o conspiración internacional.
El mensaje que se trataría de transmitir a nivel interno es "nosotros o el caos". Aunque la posibilidad de que las revueltas provoquen una lucha sectaria es prácticamente nula, la simple alusión a la fitna genera el desasosiego de buena parte de la población. Debe tenerse en cuenta que Siria es un país con una gran diversidad confesional. Si bien es cierto que los musulmanes suníes representan cerca del 90% de la población, también lo es que están fuertemente segmentados. Junto a una abrumadora mayoría árabe suní existen diversas minorías chiíes como los alauíes (un 11%), los drusos o los ismailíes (que suman un 5%), además de cristianos (un 10%). Tradicionalmente, las minorías han sido leales al proyecto baazista, puesto que lo consideran un muro de contención frente a quienes demandan la instauración de un Estado islámico.
En el inconsciente colectivo sirio todavía pesa demasiado el recuerdo de la guerra a vida y muerte que el régimen libró, entre 1979 y 1982, contra los insurrectos islamistas, que tachaban al régimen de apóstata por su condición secular y por estar dirigido por los alauíes. Debe recordarse, a este respecto, que los alauíes son una secta minoritaria chií que deifica a Ali (primo y yerno de Mahoma) y cree en la transmigración de las almas, doctrinas que chocan de lleno con la ortodoxia islámica. Por eso, nadie quiere volver a esa etapa donde la lucha por el control del Estado provocó decenas de miles de víctimas.
La otra idea repetida hasta la saciedad por Bashar fue la existencia de una mu'amara o conspiración extranjera destinada a sembrar la inestabilidad y provocar una guerra sectaria. Detrás de esta supuesta conspiración no solo estaría Israel, sino también algunos países árabes como Catar, patrón de Al Yazira. En los últimos días, altos responsables del régimen han acusado a dicho canal de movilizar a la población contra el régimen y, en particular, a su telepredicador Yusuf Al Qaradawi (el mismo que se dirigió a centenares de miles desde la plaza cairota del Tahrir tras la caída de Mubarak) de azuzar a los suníes contra los alauíes. La consejera presidencial Buzaina Shaaban llegó a decir: "Las palabras de Qaradawi representan una clara y directa invitación a la lucha sectaria".
Al rechazar las demandas de reforma, el régimen sirio se arriesga a exacerbar el malestar popular. Por el momento, Bashar tan solo ha cedido ante una de las reivindicaciones populares: la liberación de parte de los presos políticos encarcelados desde hace décadas. No obstante, ha ignorado el grueso de las demandas de la sociedad civil recogidas en la Declaración de Damasco del año 2005: derogación del estado de emergencia, gobierno de la ley, amnistía para todos los presos políticos, retorno de los exiliados, libertad de reunión, prensa y expresión, fin del estado policial, establecimiento de un sistema democrático pluripartidista e igualdad de todos los ciudadanos, independientemente de su etnia (en una velada alusión a la minoría kurda, que representa una décima parte de la población).
Si bien es cierto que la sociedad civil ha sabido articular las principales demandas de la población, no debería concluirse por ello que pueda canalizar el descontento popular ni, mucho menos, erigirse en alternativa de gobierno. La ausencia de un recambio es evidente después de casi cinco décadas de control absoluto por parte del régimen baazista, que ha creado un complejo atávico a cualquier tipo de activismo político antigubernamental. Como resultado de la represión, la oposición ha sido diezmada. Las actividades de los Hermanos Musulmanes siguen estando estrictamente prohibidas y la militancia en el movimiento está prohibida por la Ley 49 de 1980, que señala: "Todo aquel que pertenezca a los Hermanos Musulmanes es considerado un criminal que recibirá como castigo la pena de muerte". La mayor parte de los dirigentes islamistas, en el exilio desde hace más de tres décadas, ha perdido conexión con la realidad.
El futuro del régimen sirio dependerá, por una parte, de quién gane el pulso que libran los sectores inmovilistas y reformistas y, de otra parte, de que surja un liderazgo capaz de canalizar el descontento popular y extender la revuelta al resto del territorio. De imponerse el núcleo duro lo más probable es que la ola de descontento crezca. Motivos no faltan.
Por Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y autor de Siria contemporánea, Síntesis, 2009.