La encrucijada

El otro día tomé un taxi en la estación de trenes de Providence, donde queda la Universidad de Brown, en la que trabajo temporalmente. Le hice preguntas al conductor del tipo que los extranjeros suelen hacer.

Percibiendo mi acento, pasó después al español, sin preocuparse en lo más mínimo por preguntar si yo sería otra cosa que, como dicen aquí, hispánico.

Era cubano de nacimiento, naturalizado estadounidense, y se había mudado a Estados Unidos en 1979. Le pregunté sobre Cuba y me dijo que cada dos o tres años va a visitar a su familia. Pero ¿cómo?, le pregunté, ¿no está prohibido? Muy sencillo: se va a Canadá y de ahí a La Habana, sin ningún visado o problema. ¿Y qué piensa de Fidel? "Ah - me dijo-, aquí no entienden, pero allá, no es sólo él quien manda, él no puede hacer todo lo que quiere por el bien del pueblo. Si la vida allá fuera tan miserable como dicen, no habría tanta gente con él. ¿Sabe por qué? Yo, por ejemplo, cuando voy a Cuba me hago exámenes médicos gratuitos. Aquí uno se gana bien la vida, pero todo es trabajo, trabajo y trabajo, y todo se paga".

Probablemente si le preguntáramos a un venezolano pobre cómo van las cosas en Caracas, respondería algo parecido. ¿Eso absuelve a los gobiernos por sus desviaciones antidemocráticas? Claro que no. Pero explica lo obvio que mucha gente no percibe: para la masa de la población cuyas necesidades más elementales fueron descuidadas por gobiernos anteriores, cualquier mejora es un aliento y abre espacios para cimentar solidaridades que no toman en cuenta los ideales democráticos y perdonan los desatinos y las corrupciones.

Hay muchas formas también inaceptables de criticar a los regímenes antidemocráticos. Quedé sorprendido con la declaración del presidente George W. Bush de que no admitiría una transición en familia, augurando la muerte de Fidel. Como si así influyera en el futuro político de Cuba. Sí puede influir, pero en el sentido contrario del que pretende, aumentando las posibilidades de que Raúl Castro ocupe el poder por más tiempo, dada la previsible reacción del pueblo cubano ante el disparate verbal del presidente estadounidense.

No se aprende fácilmente de los errores de la historia. Pues, ¿no fue el mismo Gobierno de Bush el que dilapidó el capital de solidaridad que ganó el país después de los ataques terroristas contra Nueva York y Washington cuando se lanzó a la aventura del cambio de régimen en Iraq y a la guerra preventiva que llevó al país a la encrucijada actual? Colocó a Estados Unidos en un rompecabezas tan difícil que, aunque los demócratas ganen las próximas elecciones, como es probable, habrá dificultades para la retirada de las tropas, pues, al contrario de lo que sucedió en Vietnam, en Iraq no existe un otro lado establecido. Hay una mezcla caótica de etnias y tradiciones religiosas, a estas alturas permeada por la tentación del terrorismo que los estadounidenses pretendían eliminar. Y, de nuevo, viene el presidente Bush con su manía de cambio de régimen a recetar una mejor fórmula para la transición del poder en Cuba.

No es que los regímenes no deban, no puedan o no necesiten cambiar. Pero la estrategia de cambio a partir de valores impuestos desde afuera dejó de ser eficaz y nunca fue moralmente aceptable. Las injerencias externas, en el límite, dan más impulso a los dueños del poder local de lo que los debilitan. Y en los países democráticos, en las circunstancias actuales, los pueblos recurren a artimañas de todo tipo para solapar decisiones que les parecen inaceptables. Basta ver la porosidad del bloqueo de Estados Unidos a Cuba y los mecanismos para burlar las restricciones estadounidenses para entrar en el país, como lo ilustra el testimonio del taxista.

Estados Unidos y los demás países aliados no tuvieron tanto éxito para socavar las fuerzas de sustentación del bloque soviético, por la guerra fría, como lo tuvieron los críticos internos del régimen. Fueron ellos, junto con la incapacidad del sistema comunista de construir un modo de vida aceptable para la población, los que provocaron su desmantelamiento.

La Unión Soviética se derrumbó, así como el muro de Berlín, sin que los sovietólogos previeran cuándo y cómo ocurriría, y sin que la CIA o cualquier otra agencia hubiesen tenido la posibilidad o la capacidad de cualquier acción de éxito. Como, de otro modo, tampoco en Cuba. Los medios de comunicación masiva, cada vez más difíciles de ser controlados, principalmente internet, incitan el apetito por la libertad y por el consumo, aun antes de que los países se integren al mercado global. Cuando las fuerzas políticas internas comienzan a pedir más libertad y participación popular, es la incapacidad de adaptación de las estructuras del autoritarismo lo que acelera la transición política, más que la injerencia externa.

La incomprensión de los límites que existen en el mundo actual para que se acepte la visión fundamentalista alimenta la ilusión de que la amenaza, la fuerza o la rigidez ideológica podrían tener éxito. Es tiempo de que los líderes occidentales aprendan que la primera condición para preservar los valores de democracia y libertad es el respeto a la pluralidad y la diversidad cultural de los pueblos. Cualquier fundamentalismo, religioso o de neoconservadurismo, al extrapolar y desear imponerse, aumenta los callejones sin salida, sin victoria posible.

Nosotros los occidentales (incluso los extremooccidentales, como los latinoamericanos) tendremos que aprender a convivir con las demás formas de civilización y cultura. Si los valores occidentales llegaran a prevalecer, será progresivamente y más por la aceptación espontánea de algunos de ellos que por la fuerza y la imposición.

Fernando Henrique Cardoso, sociólogo y escritor. Fue presidente de Brasil de 1999 al 2003.