La enemistad política

Por Antonio Papell. Escritor (ABC, 12/04/06):

Quienes hemos considerado siempre una aberración que ETA marcase los ritmos de la vida pública no tenemos más remedio que lamentar que, una vez más, los terroristas hayan provocado con su alto el fuego permanente una extraordinaria mudanza del clima político, que ha sido de abrupta e injustificable acritud durante la primera parte de la legislatura y que ahora ha entrado al menos en la senda del antagonismo civilizado, capaz de restituir la unidad democrática en aquellos asuntos de Estado que la requieren. Resulta, en fin, pueril y lamentable que, después de haberse dedicado dicterios, descalificaciones y hasta injurias, un factor externo previsible ha conseguido que Rodríguez Zapatero y Rajoy hayan coincidido en la conveniencia de gestionar de común acuerdo el proceso que habría de liberarnos de la gran amenaza que ha pendido sobre nuestras cabezas desde las postrimerías del franquismo, y que a punto ha estado de arruinar la magna obra de construcción de la democracia.

Estos hechos acreditan que, aunque admirable y madura en muchos aspectos, la dialéctica ideológica de este país no ha sido todavía capaz de establecer los términos y los límites de la enemistad política, que por otra parte es la generadora de la saludable tensión entre tesis y antítesis que, Hegel mediante, conduce hacia la síntesis, hacia el progreso intelectual y la evolución social. Desde aquellas tiernas escenas de sofá protagonizadas por Fraga, líder de la minoría, frente a González, hasta la durísima oposición ejercida por Aznar en los años previos a la alternancia de 1996 o a la practicada por Rajoy en los dos años de esta legislatura, ha sido manifiesta una cierta desmesura, por defecto o por exceso, que ha restado creatividad al régimen y a sus principales instituciones. Y es que esa enemistad no ha sido el resultado leal y pacífico de las discrepancias ideológicas, sino el fruto de una estrategia premeditada y meticulosamente programada por los expertos de cámara de los partidos. No es ningún secreto que uno de los asesores principales de Rajoy, que lo fue también de Aznar, está convencido de que el clima de crispación y efervescencia beneficia a la oposición en cualquier circunstancia.

Sobre la enemistad política compiten dos posturas que simplificadamente pueden explicarse así: de un lado, Carl Schmitt, antiliberal y antiindividualista, rescatado no hace mucho del olvido por la izquierda intelectual, teorizó sobre la esencialidad de lo político nucleado en torno a la distinción entre «amigos» y «enemigos», el «ellos contra nosotros» como inspiración radical de la acción política a la hora de resolver conflictos. Sostenía Schmitt que la enemistad política es una fuerza intensísima, de modo que ignorarla es tan suicida como intentar resolverla desde la racionalidad. De otro lado, y frente a este maquiavelismo dogmático, el verdadero liberalismo -el de las ideas, no el de los dividendos, como decía Madariaga-, postula la racionalización de la enemistad y su reducción magnánima al caballeroso antagonismo. «Ser liberal -escribió Marañón- es estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo, y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin». Esta disposición de ánimo, un tanto volteriana, es la que convierte los debates en herramientas de la evolución política y los parlamentos, en sedes activas de la soberanía, donde los ciudadanos se sienten realmente representados.

Larra criticó con dureza a los liberales que se comportaban como sus adversarios al llegar al poder -«tomarás el látigo y azotarás como te han azotado»- pero aquí, en nuestra escena pública, no hay apenas asimetría en el desabrimiento y la crispación: alternativamente, los dos grandes actores políticos abonan las tensiones creyendo que les favorecen electoralmente, lo cual es asimismo un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, supuestamente incapaces de diferenciar la tramoya de la realidad.

Tras la toma de razón de PP y PSOE, de Rajoy y Rodríguez Zapatero, con ocasión del alto el fuego etarra, convendría en fin una reconsideración más profunda y global de todas actitudes que descartase la confrontación por la confrontación y que restaurase la conciencia de que el Estado se resiente de aquellas situaciones en que se ignoran o se vulneran los grandes pactos de Estado. Y el daño no se produce por alguna razón abstracta, sino porque las grandes normas, los grandes desarrollos gubernativos, las principales tendencias de avance requieren estabilidad y durabilidad.

No estaría de más, en suma, que se reexaminasen los roles que corresponden a los dos principales protagonistas de la vida pública, confinados respectivamente en el poder y en la principal oposición: a los gobiernos compete la iniciativa creadora, legislativa o ejecutiva, y a la oposición la doble tarea de contradicción y control. Es decir, la minoría no necesariamente ha de vilipendiar la acción del poder, sino que su función esencial es comprobar que se ajusta a los requerimientos exigibles -de legalidad y atención al bien común- y, sobre todo, mostrar a la ciudadanía que hay otras vías de avance, que el futuro está abierto, que existen opciones alternativas a la acción gubernamental. Toda esta liturgia es extremadamente pedagógica porque, si se desarrolla cabalmente, ilustra al ciudadano sobre el papel de la política en la evolución del Estado, en la conquista permanente del bienestar colectivo. Y estos hábitos son los que, cuanto antes, deben recuperarse en Génova y en Ferraz.

Por el contrario, si la relación entre poder y oposición se degrada, si se convierte en un cruce sistemático y vano de improperios, si pierde de vista el interés común, si la realidad se deforma presionada por el interés, el barullo se hace ensordecedor e improductivo y la política deja de ser acreedora de respeto. Se cumple entonces la conocida ley de Liberman sobre la demagogia: todo el mundo miente pero no importa porque nadie escucha»