La enésima renuncia de Sánchez

Dicen los manuales de sociología electoral que en las elecciones los votantes no votan izquierda o derecha, sino que eligen continuidad o cambio. Las del 23 de julio no son diferentes. A un lado, Sánchez ha elegido representar la continuidad, tanto de políticas como de socios. Al otro lado, Feijóo quiere convencer a los españoles de que esa coalición no puede continuar cuatro años más en el Gobierno de la nación.

A diferencia de noviembre de 2019 (cuando Sánchez reclamó una mayoría amplia para gobernar con libertad desde la izquierda), el PSOE se presenta ante los electores como un bloque monolítico que aúna a las fuerzas a su izquierda, ERC y Bildu. Eso no solo significa romper con la historia del PSOE, que siempre ha apostado por ser un partido capaz de ganar las elecciones por sí mismo, sino situar a sus votantes ante una disyuntiva que, como hemos visto en las elecciones del 28 de mayo, gran parte de ellos rechaza. Por tanto, en lugar de presentar un proyecto ilusionante de país, Sánchez fuerza a los votantes del PSOE a aceptar que el precio de hacer políticas de izquierda es fomentar la fragmentación del Estado y el debilitamiento del proyecto común que los españoles nos dimos en la Constitución de 1978. Se trata de un mensaje defensivo («parar a la derecha») y resignado («en el PSOE no sabemos hacerlo mejor») que difícilmente puede concitar el entusiasmo necesario para ganar unas elecciones holgadamente.

La enésima renuncia de SánchezEsa renuncia de Pedro Sánchez a intentar liderar y mantener un bloque de centroizquierda con el que el PSOE aspirara a seducir a una amplia mayoría de la sociedad, además de ser mala para la gobernabilidad de este país, pues debilita la capacidad del PSOE de cumplir funciones sistémicas esenciales, es una decisión puramente personal: ni el partido se la ha exigido -ni ahora ni en el pasado- ni la sociedad o sus votantes la han refrendado en las urnas. Aunque la disolución sea su prerrogativa constitucional como presidente del Gobierno, Sánchez (una vez más) fusiona su futuro y el de su partido sin dar a este último la opción de discutir la oportunidad de las elecciones ni la estrategia para enfrentarlas. Sin duda que el presidente habrá encontrado razones para justificar su proceder en la hipotética movilización del voto de la izquierda ante la llegada de una derecha aliada con Vox, pero qué duda cabe de que la convocatoria de elecciones también cumple la función de yugular el inevitable debate interno que la pérdida de poder en tantos municipios y gobiernos autonómicos iba a acarrear. Dejando a un lado el debate sobre hasta qué punto sería creíble un giro al centro (es difícil ver de qué manera lo podría ser después de las decisiones tomadas por Sánchez desde 2016), es evidente que la renuncia a escuchar a sus críticos y contar con ellos para incorporarlos a un proyecto más amplio tiene el efecto de hacer converger todo el peso de una eventual derrota exclusivamente sobre sus hombros, quizá haciendo más fácil una eventual reconstitución del partido en un futuro.

Al otro lado, es indudable que el PP representa el cambio. Sin embargo, si el principal factor que juega en contra del bloque de la continuidad es la certeza sobre lo que representa y las políticas que adoptará, la principal debilidad del PP estriba en lo borroso de la oferta que representa tanto desde el punto de vista de su liderazgo como de las coaliciones en las que eventualmente se apoyará y las políticas que adoptará.

El ciclo de cambio político en el que vivimos comenzó en abril de 2021, cuando por primera vez el PP se situó por encima del PSOE en las encuestas, una situación que no ha variado con la excepción del breve interregno marcado por la sucesión de Casado. Prácticamente cualquier líder nacional del PP sería capaz de mantener una distancia con el PSOE que se nutre de varios elementos propicios: la descomposición de Ciudadanos, la desmovilización de los votantes del PSOE descontentos con las políticas del bloque de Gobierno, en especial, por los peajes pagados a Bildu y Esquerra, y, por último, las divisiones de la izquierda a la izquierda del PSOE. Una modificación de esas variables, especialmente si los votantes del PSOE se movilizan y Sumar y Unidas Podemos se ponen de acuerdo, supone una amenaza letal para las posibilidades de Feijóo de alcanzar una mayoría que además de ganar las elecciones le permita gobernar.

Eso traslada el foco al peso que logre alcanzar Vox, que debe ser el principal barómetro del éxito y valor añadido de Feijóo. Y ahí, aunque Madrid sea excepcional, Isabel Díaz Ayuso muestra credenciales muy sólidas al haber sido capaz no solo de resistir el embate de Vox, sino de enfrentarlos con éxito y llevarlos a una derrota sin paliativos en una plaza que para un partido como el de Abascal es existencialmente estratégica (¿de qué sirve un partido centralista si no es capaz de gobernar ni siquiera en la capital del país en la que quiere concentrar todo el poder?). Por tanto, la verdadera medida con la que juzgar a Feijóo será su capacidad de convencer a los votantes de Vox de que ha llegado la hora de aparcar el voto emocional (algo muy difícil en los tiempos que corren) y volver al PP.

Visto así, el objetivo de Feijóo no puede ser únicamente llegar a La Moncloa, sino, como mostró Sánchez después de las elecciones de noviembre de 2019, cómo y a qué precio lo hace. Un PP débil que tras el 23 de julio requiriera el apoyo constante de Vox, incluso entrando en el Gobierno, sin duda sufriría los mismos problemas e incurriría en los mismos errores que el actual Gobierno. Por un lado, introduciría al país en una nueva fase de polarización, con consecuencias agravadas en el País Vasco y Cataluña. Por otro, aunque son muchos los países de la UE donde la derecha radical está o ha estado en el Gobierno (piensen en escandinavos, neerlandeses o, más cerca, italianos), por razones de nuestro pasado franquista, la digestibilidad de esa coalición fuera de nuestras fronteras complicaría mucho el prestigio y la política europea de Feijóo y el PP, especialmente a la vista de las próximas elecciones comunitarias de 2024. Esta asimetría en la consideración de Vox con respecto a Bildu y ERC puede parecer injusta a los líderes populares, pero es un hecho con el que tendrán que trabajar, les guste o no. Por esa razón, el escenario ideal para el PP es una holgada victoria que le permita alejarse de Vox y abrirse al centro para contar con el apoyo de partidos como el PNV (preocupado por el auge de Bildu que ellos mismos han provocado con su apoyo a Sánchez y sus socios), y otros pequeños partidos con presencia territorial (Coalición Canaria y las eventuales marcas provinciales), con el fin de lograr un margen suficiente para pasar una investidura con la abstención de Vox o, incluso contando con sus votos en la investidura, poder evitar un Gobierno de coalición.

El último elemento borroso del cambio que Feijóo aspira a representar tiene que ver con el programa de gobierno del PP. Dejando a un lado los compromisos que se viera obligado a aceptar por sus coaliciones con otros, la oferta de políticas del PP (que promete bajadas de impuestos a la vez que defiende servicios públicos de calidad y anuncia su propósito de reducir la deuda pública) es lo suficientemente amplia como para no dividir a sus potenciales votantes, pero en exceso ambigua como proyecto de país (¿cuál es la propuesta del PP para Cataluña además de hacer cumplir la ley?, ¿cómo compatibiliza el PP su defensa de la Constitución y la separación de poderes con cuatro años de bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial?). Para los votantes fieles del PP, el programa mínimo del PP, desalojar a Sánchez, satisface sus pulsiones de cambio. Pero: ¿y para los demás? ¿Es este PP capaz de hablar a capas tan amplias de la sociedad como lo hizo en 2000 y 2011? ¿A qué se parecerá en 2027 un país gobernado durante cuatro años por el PP?

A un lado, un cambio con perfiles borrosos y algo de temor. Al otro, la certeza de la continuidad de una coalición ya ensayada con poco éxito. No serán muchos los que manejen esa disyuntiva, pero son los que decidirán las elecciones.

José Ignacio Torreblanca es profesor titular de Ciencia Política en la UNED.

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