La enfermedad del yo

Que el narcisismo campa a sus anchas no es una novedad. Ya en 1979 Christopher Lasch, en su recién reeditado La cultura del narcisismo, escribía: “El individualismo competitivo ha llevado la lógica del individualismo extremo de una guerra de todos contra todos al punto muerto de una preocupación narcisista por el yo”.

Para Lasch, el hundimiento en el “agujero negro y húmedo del yo” amenazaba la creación de lazos humanos y, por tanto, a la propia sociedad. Uno no puede sino sentir admiración por lo atinado de las intuiciones del autor estadounidense por un lado, y, por otro, desesperarse por las dimensiones monstruosas que ha adquirido el problema desde los años ochenta.

En esta enfermedad del yo en la que nos encontramos inmersos, solo valoramos lo que pueda alimentar nuestro ego: vamos a clases de canto porque es “terapéutico”, el buen trabajo es aquel que proporciona “crecimiento personal”, y hasta tener hijos se ha convertido en “ser padres”, esto es, en otra “experiencia” de fomento del yo. Los síntomas de la dolencia se encuentran en cada esquina. Hace unas semanas quedé con un amigo para hablar de una situación delicada que estaba teniendo su pareja. A los pocos segundos, la narración, que había empezado en tercera persona, basculó hacia un: “Yo me siento así y de la otra forma”, hasta que aquello acabó convertido en una especie de sesión de terapia.

La obsesión por nosotros mismos, por nuestra imagen, por nuestros logros, por nuestro “crecimiento personal”, nos nubla el juicio y nos convierte en lo que los griegos clásicos definieron como un idiota: aquel que es incapaz de ocuparse de los asuntos comunes, con la tragedia, individual y colectiva que eso supone.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Existe, por supuesto, la tentación de echarle la culpa de todo a las redes sociales, el propio Lasch señaló a los medios de comunicación como responsables de fomentar nuestros “sueños narcisistas de fama y gloria”. Hoy contamos con numerosos estudios acerca de la correlación del trastorno narcisista y el uso de las redes, que no sustentan del todo esta teoría. Tenemos, por citar algunos, el reciente de Casale, y Banchi, o el de Bergman y Fearrington, que apuntan hacia la idea de que no son las redes las que provocan el trastorno, sino que es más bien el trastorno el que conduce a un uso problemático —con tintes de adicción— de las mismas. O, por decirlo de otro modo, el narcisismo sería más que otra cosa, el signo de los tiempos.

Adam Curtis, en su más que notable documental El siglo del yo, atribuye esta enfermedad generalizada a la trampa que nos tendió la “liberación del yo” alentada por la psicología a partir de los setenta del pasado siglo, y abrazada masivamente por amplios sectores de la sociedad, incluida la Nueva Izquierda norteamericana. El individuo que surgiría de esta transformación habría superado la represión de sus deseos y, en teoría, sería “libre de inventar su propia vida” y de crear una sociedad nueva y mejor. En la práctica, sostiene Curtis, acabará siendo la víctima perfecta del marketing de las grandes corporaciones, que fomenta la ilusión de que comprar ciertos productos equivale a hacerse con una nueva identidad. En opinión de Curtis, esto precipita una espiral de aumento constante del deseo de los objetos, y con él, de las ventas, y así hasta quedarnos perpetuamente mirando, como Narciso, nuestro propio reflejo en el espejo, o en el muro de Instagram, que viene a ser lo mismo.

Byung-Chul Han, en Agonía del eros, propone algo semejante: la sociedad del consumo, donde “todo es aplanado para convertirse en producto”, elimina la alteridad y crea un «infierno de lo igual». Este entorno produce un tipo de individuo narcisista, incapaz de reconocer al otro, y, por tanto, condenado a buscar en el mundo solo el reflejo de sí mismo. Alentado por “la desinhibición de los impulsos del yo y del rendimiento del neoliberalismo”, este sujeto se agota y se vacía, acaba sumido en la depresión, y queda incapacitado para la acción colectiva.

Hace poco un escritor joven, relativamente famoso, dedicaba, en una red social, un obituario a otro, decididamente famoso, que había fallecido. En la foto, se veía al joven en primer plano y al difunto, en un discreto segundo plano. El comentario del post rezaba: “En este momento dije esto y lo otro, qué intensidad tenía yo ya en aquella época, ¿verdad?”. Me dio vergüenza ajena, pero, para mi sorpresa, los likes empezaron a correr como la pólvora y hubo un aluvión de fotos donde solo se veía a quien posteaba, con comentarios acerca de sus propios logros y, oye, todos tan felices, o no.

¿Estamos condenados a ser idiotas? Byung-Chul Han sostiene que solo romperemos este círculo vicioso, volviendo al amor, no al amor como terapia, o como forma de crecimiento personal, sino al amor que es capaz de ver al otro. ¿Lo lograremos, o acabaremos como el protagonista de La posibilidad de una isla de Houellebecq, relacionándonos únicamente con el diario de nuestros clones anteriores, atrapados en una pesadilla autorreferencial?

Pilar Fraile es escritora, su última novela es Días de euforia (Alianza).

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