La Enorme Índole de la Pandemia

La Enorme Índole de la Pandemia
kentoh/Getty Images

Los sistemas políticos viven en competencia. Los políticos en cargos y quienes aspiran a ellos siempre dicen que pueden manejar los problemas mejor que sus contrincantes. Las guerras modernas de ideas, proyectos políticos y sistemas de organización no son más que versiones actualizadas de viejas formas de combate.

La crisis financiera de 2008 es un ejemplo reciente de política de competencia. Al principio, los observadores no estadounidenses que buscaban sus orígenes –las hipotecas impagas en Estados Unidos- concluyeron que el capitalismo estadounidense había fracasado, y que el planeamiento chino o el corporativismo europeo eran sistemas superiores. Pero entonces Europa cayó en una crisis de endeudamiento, dando paso a que los estadounidenses se jactaran de que su sistema seguía siendo mejor, gracias a sus mecanismos de mutualización y soporte de la deuda, que había sido creado en 1790 bajo el entonces Secretario del Tesoro Alexander Hamilton.

No es de sorprender que la pandemia de COVID-19 haya dado pie a anuncios contrapuestos de superioridad política. Entre escenarios rápidamente cambiantes, muchos líderes políticos y empresariales otra vez se apresuran a declarar victoria para sus propios sistemas. Deberíamos mantener una actitud escéptica ante ellos. Con la excepción de países isla con poca población y mucha distancia geográfica, como Nueva Zelanda (25 muertes), Taiwán (7 muertes) o Groenlandia (ninguna muerte), no ha surgido todavía ningún modelo evidentemente superior.

No hay duda de que, hasta ahora, China parece ser el ganador de la pandemia: su economía siguió creciendo con solidez en 2020 y fue la única de las pocas economías grandes en crecer. Tras imponer estrictos confinamientos para suprimir la propagación del virus, fue capaz de reanudar su actividad económica y ser uno de los principales proveedores globales de productos necesarios para enfrentar la pandemia, incluidos equipos de protección personal (EPP) y sustancias farmacéuticas.

En contraste, la Unión Europea y Estados Unidos mostraron una profunda disfuncionalidad frente a la pandemia. La administración del Presidente estadounidense Donald Trump será por largo tiempo un ejemplo admonitorio de incompetencia, falsedad y corrupción. Trump negó la gravedad de la pandemia a sabiendas de sus posibles consecuencias, principalmente porque consideraba que los confinamientos eran una amenaza para la economía y, por tanto, para su reelección. Cuando los EE.UU. tomaron medidas para proveerse de equipos esenciales, el proceso estuvo permeado por el amiguismo, con muchos contratos vinculados a personas relacionadas con la familia Trump.

Desde entonces, el Presidente electo Joe Biden ha enfrentado resistencia de la administración saliente al tratar de supervisar una transición fluida, y han continuado las rencillas partidistas sobre el gasto de estímulo adicional, causando una interrupción temporal en los beneficios por desempleo a finales de diciembre. Si bien hoy existen varias vacunas aprobadas, su distribución cuando estén disponibles causará divisiones y controversias.

En 2020 Estados Unidos se volvió todavía más polarizado, no solo por el virus sino por los desiguales efectos clínicos del COVID-19 y el confinamiento, y las demás medidas adoptadas para enfrentarlo. El problema del racismo sistémico y la violencia policial volvió al primer plano tras la muerte en mayo de George Floyd, creándose una tormenta perfecta de injusticia social, política y económica. La gente de color no podía respirar por los efectos del virus en sus pulmones y por los policías arrodillados sobre sus cuellos.

En sus recientes memorias, el ex Presidente Barack Obama escribe casi desesperanzadamente de los Estados Unidos como un supuesto ejemplo de sociedad multiétnica y multicultural. Tal como observa, sigue siendo muy incierto el resultado de ese experimento. El divisivo legado del Trumpismo apunta a la necesidad de una refundación de la República de Estados Unidos.

Estados Unidos se ha fundado dos veces: en la Revolución Estadounidense, después de que las trece colonias declararan su independencia de Inglaterra en 1776, y luego nuevamente en las décadas de 1860 y 1870, tras el periodo pos-Guerra Civil conocido como la Reconstrucción (que tomaría al menos un siglo en completarse). Cada vez, solo se hizo un ajuste parcial a la aserción fundacional de la Declaración de Independencia de que todos los hombres han sido creados iguales.

Para el Presidente Abraham Lincoln esto significaba el “gobierno de la gente, por la gente y para la gente”, y prometió un “renacimiento de la libertad”. Dos años y medio antes, en su primera asunción del mando, había explicado que: “En vuestras manos, mis conciudadanos insatisfechos, y no en las mías, está el trascendental problema de la guerra civil”. Es fácil imaginar a Biden pronunciando estas mismas frases en apoyo a una tercera fundación cuando se inicie su presidencia el 20 de enero.

Mientras tanto, la UE se ve plagada de distintas preocupaciones y enfrenta riesgos a su integridad incluso mayores que los Estados Unidos. Las disputas sobre los EPP y las vacunas seguirán polarizando el bloque a lo largo de las líneas nacionales, y el este y el sur europeos continuarán padeciendo las dramáticas consecuencias de la fuga de cerebros (incluidos los profesionales médicos) que se ha intensificado durante la última década.

Hay señales prometedoras en los acuerdos para el presupuesto para el próximo septenio, un nuevo fondo de recuperación (llamado UE de Próxima Generación) y un mecanismo de imperio de la ley objetado por Hungría y Polonia. Pero sigue por verse si estos avances bastarán para asegurar la solidaridad europea. La experiencia de los años oscuros tras la crisis del euro dejó claro que no existen ganas de que un régimen centralizado reparta fondos guiándose por condiciones complejas y politizadas. Como EE. UU., Europa está a punto de vivir su propio momento de refundación, pero seguirá en medio de la ansiedad y la incertidumbre.

En todo caso, un elemento final debería centrar los énfasis, especialmente en Europa. Resulta tentador pensar que Nueva Zelanda, Taiwán o Groenlandia simplemente se pueden imitar, y pareciera que el Reino Unido está deseoso de hacerlo. Pero los líderes británicos siguen un espejismo originado en la idea de que, al reclamar la soberanía nacional, el país puede controlar su propio destino.

A su debido tiempo, habrá amplia evidencia con la que comparar su desempeño con el de otras naciones. Es casi seguro que quienes optaron por seguir el camino de la cooperación frente a unos problemas de salud, económicos y políticos que no hacen más multiplicarse saldrán fortalecidos. Las desventuras del Reino Unido convencerán al resto del mundo de abrazar más solidaridad, produciendo al mismo tiempo no poca conmiseración (o “schadenfreude” en alemán).

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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