La enseñanza de la Historia

EL primer acto al que asistí como ministra de Educación y Cultura, en mayo de 1996, tuvo lugar en la Escuela de Magisterio. Allí tuve la oportunidad de escuchar una lección magistral, que estuvo a cargo de don Antonio Domínguez Ortiz, en la que habló, con su maestría habitual, de la enseñanza de la Historia en Primaria y en Secundaria.

Don Antonio es uno de los pocos sabios que he tenido el honor y la suerte de conocer en mi vida. Era académico de la Historia y, a pesar de todos los saberes que acumulaba, no fue catedrático de universidad, pero sí de instituto, desde 1940. Había dedicado toda su vida a enseñar Historia a los alumnos de Bachillerato. En realidad, a las alumnas, pues era catedrático del madrileño instituto «Beatriz Galindo», que entonces era sólo de chicas. Un detalle que muestra, por sí solo, la calidad de la enseñanza pública de entonces.

Pues bien, en aquella magistral intervención, Domínguez Ortiz nos llamó la atención acerca de la decadencia en que se encontraba el estudio de la Historia en la enseñanza primaria y en la media. Una decadencia que se veía agravada por la obsesión de los gobiernos autonómicos de enseñar la Historia con miras exclusivamente localistas, cuando no con el objetivo de adoctrinar a los alumnos con una interpretación de la Historia en la que basar sus pretensiones nacionalistas.

Las palabras de don Antonio fueron para mí un acicate más para acometer uno de los principales objetivos que me había propuesto en el Ministerio: mejorar sustancialmente la enseñanza de la Historia en Primaria y en Secundaria. Y, al mismo tiempo, la enseñanza de las demás materias humanísticas (Lengua, Literatura y Filosofía).

Creí entonces, y sigo creyendo, que para orientar a profesores, padres y alumnos acerca de lo que los profesores tienen que enseñar y de lo que los alumnos tienen que aprender, lo mejor es la elaboración de unos serios y sensatos planes de estudio que contengan los programas de las asignaturas. Mi sorpresa entonces fue que, entre los pedagogos (esos pedagogos que dicen cómo hay que enseñar pero que, en su inmensa mayoría, jamás han dado ni una sola hora de clase a unos niños o a unos adolescentes), ya no se usaban esas palabras. Planes de estudio, programas y asignaturas eran palabras prohibidas, que habían sido sustituidas por otras, que yo nunca llegué a comprender, como «currículos», «competencias», «estándares», etc.

Pero, se llamaran como se llamaran, pedí a algunos profesores del más alto nivel que me ayudaran a elaborar el contenido de lo que yo seguiré llamando siempre planes de estudio. Para que se vea, citaré aquí a algunos de los que amable y desinteresadamente colaboraron, aparte de don Antonio: don Rafael Lapesa, don Julián Marías, don Carlos Seco Serrano o don José Manuel Blecua, de cuya categoría científica y académica no creo que nadie pueda dudar.

Para los planes de Historia de la Enseñanza Secundaria Obligatoria y Bachillerato (ya estaba vigente la nefasta Logse y me tenía que mover dentro de ella) el encargo se lo hice a la Fundación Ortega y Gasset, al frente de la cual estaban dos historiadores de la categoría de Juan Pablo Fusi y de José Varela Ortega.

Todos aquellos expertos trabajaron con enorme interés, yo diría que con entusiasmo, y con extraordinaria diligencia. Y pronto estuvieron preparados los planes de estudio que yo les había encargado.

Con el trabajo de esos expertos, y sin mover ni una sola coma de lo que ellos habían producido, elaboramos el que luego se llamó Decreto de las Humanidades, que suscitó la oposición radical de los nacionalistas. A ellos se unieron comunistas y socialistas en una votación parlamentaria, en la que, todos ellos juntos, consiguieron que aquel trabajo de los mejores humanistas españoles tuviera que ser retirado y no entrara nunca en vigor.

Los socialistas y comunistas se opusieron porque están en contra de que se diga claro lo que los alumnos tienen que aprender. Su ideología les lleva a buscar de manera obsesiva la igualdad de resultados, y si la administración educativa dice claro lo que hay que aprender, también quedara claro quiénes lo aprenden y quiénes, no. Hay que saber que su afán falsamente igualitario, presente en todas las leyes que han elaborado, ha conseguido igualar a los alumnos, sí, pero por abajo.

Y los nacionalistas se opusieron porque no estaban dispuestos a admitir que en las aulas de sus comunidades autónomas se explicara otra cosa que el canon nacionalista y sectario en el que, como se ha visto después, sustentan sus pretensiones nacionalistas o secesionistas.

Todos ellos, comunistas, socialistas y nacionalistas, creen que el estudio de la Historia tiene que servirles para inocular en los alumnos una determinada concepción del mundo y una explicación del pasado que les convierta en fieles partidarios de su ideología. Y no aceptan que a los alumnos lo que hay que hacer es darles la mayor y mejor información para que sean ellos los que, en uso de su libertad, acaben formando sus propios criterios.

Han pasado 17 años y la situación no es mejor que cuando la denunciaba el inolvidable Domínguez Ortiz. Bueno, sí, ahora la nueva Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (Lomce) proporciona la posibilidad para introducir un poco de sentido común en los planes de estudio.

Eso es lo que acaba de hacer la Comunidad de Madrid, con su presidente y la consejera de Educación al frente, al reunirse con un grupo de historiadores eminentes para pedirles consejo acerca de los conocimientos que, según ellos, tienen que alcanzar todos los alumnos al acabar su Enseñanza Primaria. Porque es muy triste y, probablemente, intolerable, que los alumnos lleguen a los 12 años, después de 9 años de escolarización, y ni siquiera hayan oído hablar de los hechos y de los personajes más trascendentales de la Historia de España y de la Historia Universal. No se trata, desde luego, de que sean unos eruditos pero sí de que sean capaces de identificar en el tiempo y en el espacio algunos de los acontecimientos más importantes de la Historia y a sus protagonistas.

Creo que esa reunión es un magnífico paso en la buena dirección para conseguir resolver, por fin, esa laguna cultural en la que viven ya muchas generaciones de españoles, víctimas de la Logse. Y hay que felicitar a sus impulsores.

Esperanza Aguirre, presidente del PP de Madrid.

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