La enseñanza que castra la creatividad

Finalmente no hubo pacto. Es irrelevante, el tema principal no se discutía: cómo transformar la enseñanza ante la inminente irrupción de la Inteligencia Artificial (IA). Traerá oportunidades, pero acabará con el trabajo, la cultura o el conocimiento que ha guiado a la Humanidad hasta aquí. España está repitiendo su historia de no enfrentarse a la realidad: del XVII al XIX nuestras universidades se encerraron en la Escolástica como si la revolución científico-técnica fuera "una moda pasajera". Y así nos fue.

Hace unos meses este periódico publicó un reportaje sobre si los universitarios españoles cometen más errores ortográficos. No estoy seguro de que sea relevante. Los procesadores de texto corrigen las faltas. En el Siglo de Oro los escritores reproducían palabras con diferentes ortografías, pero lo valioso era su creatividad. Un robot no puede aún superarla. Las generaciones que estudian en estos momentos (desde primaria a la universidad) tendrán que ser educadas en la creatividad, no tanto en las reglas ortográficas. En inglés las clases sociales se distinguen por el acento y, obviamente, la ortografía. En castellano solo la ortografía sugería estrato cultural. La informática ha eliminado esta barrera.

La enseñanza que castra la creatividadEn un mundo cambiante, las universidades no deben ser selectivas, sino inclusivas. Cuando la élite nutría la universidad, un título era pasaporte seguro al empleo. Los profesores ejercían de guardianes y repartían credenciales. Ahora el título apenas cuenta y la misión de la enseñanza debe ser incentivar la creatividad, no la erudición. Cuando no existía Wikipedia, memorizar (el clásico temario que preparan los opositores, incluidos los profesores) era fundamental. Siendo importante ya no es tan relevante. En el siglo XXI el 50% del peso del examen para acceder a profesor de lengua, periodismo o cine debe ser producción literaria o audiovisual propia. Ideas originales, no solo aprender las ajenas. ¿Se debatía eso en la comisión de Educación del Congreso?

La universidad española puede ser criticable pero, en mi opinión, tiene una ventaja: no es selectiva. Más del 90% de alumnos supera la prueba de acceso, mientras que el Gaokao chino lo aprueba el 40%. En Harvard entra el 6% de las solicitudes. Excepto en ciencias e ingenierías (donde hay que resolver problemas y no basta con plantearlos), la mayoría de las titulaciones en España tiene altos índices de aprobados con poco esfuerzo. En Comunicación, por ejemplo, acaba casi el 90% de los que se matriculan. Con sistemas donde los inspectores presionan para aprobar o donde los alumnos, a través de encuestas, deciden el salario o, incluso, la renovación de un profesor, está claro que la exigencia no es un valor en alza. Pero no es malo. Grandes transformadores del XXI -desde Steve Jobs a Zuckerberg o Gates, entre otros- no acabaron la universidad. La filosofía es que "la vida te aprobará o suspenderá". En Comunicación es habitual que malos estudiantes triunfen y que buenos no lo hagan. Y esto sucede porque es un área donde la creatividad, y no la erudición, es el valor. El periodismo robot redacta noticias simples, pero no grandes reportajes ni aporta ideas nuevas.

No he conocido a un periodista o cineasta -o pintor o escultor- a quien le exijan su título universitario. Y, desde luego, menos aún a alguien contratado por tener sobresaliente en Semiótica o Teoría de la Imagen. Se le contrata si sabe escribir. Si tiene entusiasmo y curiosidad y, sobre todo, creatividad. Y ahí sí sufrimos un grave problema. ¿Cómo se aprende, por ejemplo, a escribir si durante toda la etapa educativa estos chavales no han tenido profesores que lo hayan hecho? En las oposiciones de maestros se valora más conocer las implicaciones sociales de los cuentos (erudición) que crear un relato propio. En secundaria, los profesores prefieren corregir sintaxis y ortografía que sugerirles a los chavales que escriban ensayos, cuentos o capítulos de novelas. Entre otros motivos porque con qué autoridad suspendes la poesía que te entrega un alumno si el profesor jamás ha intentado una. Para ser poeta no hace falta ser culto; para detectar una oración subordinada, sí. Pero, ¿qué es más valioso en tiempos de la IA? La selectividad valora un comentario de texto, que no deja de ser una divagación erudita -como la crítica literaria o cinematográfica- de una cofradía de pedantes sobre lo que un autor quiso decir pero que seguramente jamás pensó. ¿Cuándo se exigirá un relato propio? En Harvard el requisito indispensable para entrar es redactar un buen ensayo (y publican un volumen anual con los mejores). El año pasado Harvard (la primera en los ránkings) doctoró a Obasi Shaw con una tesis en forma de álbum de música rap. Sería impensable en España doctorar con un reportaje, una novela o una película. La Inquisición del siglo XXI -la ANECA- lo impediría.

Todo lo que enseñamos ahora lo hará mejor la Inteligencia Artificial en unos años: desde escribir sin errores hasta estudiar historias clínicas para, a través de análisis químico-físicos, detectar enfermedades. Un algoritmo lo resolverá mejor. No se aprende a crear -arte, ideas nuevas- que es la única manera que tenemos, de momento, de competir con robots inteligentes que dominarán pronto. Un ordenador ya mejora la sintaxis de un texto; incluso redacta un comentario de texto tipo selectividad, pero aún se tardará para que pueda crear ideas originales. La LOGSE introdujo una asignatura - "Aprende a razonar"- que es lo que hacen los algoritmos. La que necesitamos es, parafraseando a Kant, una de "atrévete a pensar". ¡Y a crear!

La ventaja de la creatividad es que no conoce clases sociales. Los hijos de grandes escritores, artistas o científicos poseen cultura (es algo que las élites pueden comprar) pero no heredan su creatividad. Insistir en la ortografía perpetúa la separación de clases. Solo los estratos altos (ojo, no en lo económico sino en lo cultural; pues, a estos efectos, es más clase alta el hijo de humildes maestros que de constructores millonarios pero sin estudios) manejan un vocabulario rico y hábitos de lectura. Eso no los hace más creativos, ni más listos (Amancio Ortega no tiene titulo universitario pero tiene una gran creatividad empresarial); sino más cultos.

Lo que se valorará en unos años no es la erudición (que es lo que mide nuestra selectividad y las pruebas de acceso a profesor) sino la contextualización y, en definitiva, la creación de lo nuevo. Las carreras de letras y sociales han sido tradicionalmente elitistas, no porque cueste aprobarlas; sino porque la mochila cultural que traen de sus casas los alumnos de padres con estudios los hace destacar sobre sus compañeros. Todos alcanzan el título final, pero la selección que hace el mercado es implacable con la procedencia.

Esto no pasa tanto en ciencias o ingenierías. Ninguna familia discute ecuaciones diferenciales en el desayuno. Las matemáticas es un talento que no depende tanto de la cultura del entorno. Aunque uno proceda de clase desfavorecida, sus padres pueden realizar un sacrificio y pagar clases particulares. Como hay mucho trabajo en matemáticas o ingeniería, estas titulaciones aún suponen un ascensor social. Pero no ocurre en letras o ciencias sociales. No he conocido a ningún alumno de Periodismo o de Audiovisual que necesite clases particulares para aprobar. Todos obtienen el título, pero solo trabajan los que tienen una mochila llena (de contactos, de libros leídos, de experiencias en el extranjero...). Y, sobre todo, los que demuestran creatividad. Pero en el caso español es innata y ha debido superar la experiencia castradora de la enseñanza.

En la selección del profesorado (sobre todo en la ANECA) se valora más a quien estudia a Almodóvar que al propio Almodóvar. Pocos catedráticos de Periodismo o de Audiovisual se han ganado la vida (al menos un par de nóminas) en la profesión que enseñan. Y pocos alumnos pueden leer los reportajes o ver las películas creadas por sus profesores. Es un sistema burocrático encorsetado que lastra la selección de creadores. Dentro de una década se verá que la mejor tesis de Comunicación en la Complutense fue la de Amenábar (su película Tesis sobre sus profesores castradores). Pero ya será tarde para dar marcha atrás.

Carlos Elías es catedrático de Periodismo de la Universidad Carlos III (en comisión de servicios en la UNED). Su último libro es El selfie de Galileo (Península, 2015).

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