La envidia

La mala fama de la envidia viene de lejos. Del Eclesiastés, desde luego, que la describió como el resultado inevitable de la soberbia. Del Génesis, que la ubica en el origen de la historia de José, vendido como esclavo. En el siglo V, Agustín de Hipona la señala, junto a la soberbia, como el pecado diabólico por excelencia. Es el gran mal que anegó el alma de Lucifer. Desde un punto iconográfico, los europeos ya contaron, a partir del siglo XIII, con una descripción detallada de las penas y rigores que esperaban a los envidiosos en el infierno. En la catedral de Albi, se los representa sumergidos en un mar helado, deseando envolverse en las llamas que consumen a los otros condenados.

Ya sea que hablemos de la diplomacia florentina o de la prudencia castellana, la envidia también ocupó un lugar predominante en los grandes tratados de educación del mundo moderno. De Nicolás Maquiavelo a Baltasar Gracián, de Rousseau a Kant, la configuración del buen gobierno debía combatirla en uno mismo y evitarla en los otros. Sus formas de expresión y ocultación, sus tretas y remedios, sus inquinas y falsedades, fueron discutidas hasta la saciedad. Al menos desde los albores del Renacimiento, esta pasión vino envuelta en una madeja de mil hilos que la relacionaban con los celos, con el rencor, con la deshonra o la vergüenza. La revolución democrática la volvió a colocar en el centro mismo de la cultura política. Anticipando algunas conclusiones de la moderna sociología, Jean Jacques Rousseau la consideró una pasión mimética en la que, sin saber qué desear, deseamos lo que desean otros. Los expertos en salud pública, ya en el siglo XIX, reconocieron sus peligros, sobre todo entre aquellas profesiones que, como los literatos, los militares, los funcionarios y los artistas, dependían de la distribución de bienes y de honores. Para muchos médicos de entonces, la envidia era la gran epidemia del momento, una pasión contagiosa que envenenaba la mirada. Aquellos sometidos a su imperio, explicaban, tienen un aire sombrío, la expresión triste y el ceño fruncido. Se los reconoce por sus párpados abiertos y sus pupilas cerradas. Para combatirla, se recomendaba una alimentación ligera, fruta refrescante y verdura fresca.

Para cuando Unamuno le dedicó la más autobiográfica de sus novelas –'Abel Sánchez'–, la idea de que el gran pecado de la nación española era la envidia ya contaba con un número más que importante de defensores. Al menos desde la obra de Gracián, los intelectuales de todo signo se habían hecho eco de esa idea, o bien porque participaban de las enseñanzas del viejo humanismo hispano o, más probablemente, porque habían sentido la gangrena en carne propia. Ya fuera por sabiduría o experiencia, la misma cantinela ha sobrevivido hasta nuestros días hasta el punto de que no son pocos los personajes (públicos y privados) que miden su valía por la envidia que, supuestamente, producen sus logros y por el desprecio con el que hablan de ellos sus rivales. «Ladran, luego cabalgamos», repiten con orgullo. Por el mismo razonamiento, también abundan quienes justifican sus fracasos en las envidias nefandas de sus enemigos. En ambos casos, la pasión ha dejado de ser una epidemia para convertirse en una coartada de la que se sirve tanto el vanidoso para explicar su éxito como el acomplejado para dar cuenta de su fracaso. Lejos de ser una pasión más entre otras, en España la envidia es un hiato cognitivo, una hipótesis sobre la que se construyen los argumentos más peregrinos sobre la justicia o el merecimiento. Lista y a la mano para explicar la derrota y demostrar la victoria, la invocación de la envidia, más que la envidia misma, no señala tanto lo ennegrecido de nuestro corazón como la insolvencia de nuestro cerebro. No es cosa de malos, sino de idiotas.

Sin ser un fenómeno solo español, la gran aportación nacional a la historia de esta pasión mimética ha consistido en subrayar su carácter poliédrico. Así, mientras en la mayor parte del mundo, su historia se distribuye entre el sufrimiento de los envidiosos y la tragedia de los envidiados, aquí hemos conseguido transformarla en un instrumento biográfico, no exento de implicaciones políticas. Para empezar, puesto que el éxito se mide en función de la envidia que nuestros logros supuestamente producen, lo que hemos comenzado a hacer no es evitarla, como en el medioevo, o combatirla, como en el mundo moderno, sino fomentarla. Asistimos así a la creación de una industria de la rivalidad, de una fabricación artificial y dramatizada de experiencias cuyo fin último consiste en lacerar el corazón, ya de por sí amargado, de quien codicia en secreto nuestros bienes. Esta campaña a favor del rencor ha proporcionado no poca carnaza a la zoología política nacional. Promovida desde las redes sociales, el absurdo deseo de presunción ha servido para promocionar grupos y colectivos que hasta hace poco carecían de nombre propio. Junto a los denominados 'haters', que cada vez ocupan una posición más preeminente en el teatro de las vanidades, hay que situar el amancebamiento de dos nuevas parafilias: la de los activistas indignados que consideran que los bienes de los demás son inmerecidos y la de los pasivistas resentidos que defienden que les han sido arrebatadas las riquezas y los recursos que en justicia les correspondían.

En segundo lugar, puesto que el fracaso se justifica también por el número de envidiosos que, supuestamente, han hecho insufribles nuestras vidas, lo que nos corresponde es hacer ver a quien nos pregunte que, como Don Quijote, vivimos en un estado de encantamiento, encerrados en una jaula por el fraude de genios perversos, sin que en ningún momento pueda explicarse nuestra desgracia por las torpezas propias, por nuestra falta de voluntad o de pericia. Esta quijotesca forma de victimización tampoco carece de antecedentes. Conocida desde antiguo, ya fue diagnosticada como una forma monomaníaca de razonamiento por la que cabía disimular nuestra propia incompetencia.

Muy lejos de la confesión unamuniana, la historia patria de la envidia no solo se escribe entonces en función de quien la padece o quien la sufre, sino también de quien la invoca, la justifica o la fomenta. En nuestro país al menos, a los envidiosos y a los envidiados habría que añadir los resentidos, los indignados, los rencorosos, los mediocres, los vanidosos envilecidos y los perdedores victimizados. Todos ellos, y ellas, componen el escenario sobre el que se representa la tragicomedia de este veneno con el que se han escrito algunos de los capítulos más sombríos de la historia entera del género humano.

Javier Moscoso es filósofo del CSIC.

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