La envidia

Para muchos españoles, la envidia es el vicio nacional por excelencia, pero la verdad es que anida en las raíces de la naturaleza humana y ha tenido mil manifestaciones en todos los tiempos y lugares, desde los celos homicidas de Caín por parecerle que Jehovah prefería a Abel hasta el odio al judío comerciante y banquero en la Alemania nazi. Es tal la fuerza destructiva de la envidia que son muchos los que, poniéndose la venda antes de la herida, imploran perdón o incluso sienten vergüenza por las ventajas que la vida les ha concedido, cuando su buena fortuna no ha sido a costa del mal de nadie, sino que la han heredado legítimamente o la han alcanzado por su ingenio, esfuerzo y suerte. Incluso el alma más generosa puede sentir un leve puntazo de amargura a la vista de la fortuna ajena. Por ello, como bien ha dicho Helmut Schoeck, es necesaria continua vigilancia personal y comunal para evitar la extensión de la envidia, disimulada bajo apelaciones moralizantes, como la «justicia social», la «responsabilidad social de la empresa», la «redistribución de la renta y la riqueza», la crítica del «consumismo», la condena del «lujo» o la denuncia del «obsceno tren de vida» de los millonarios.

La envidiaMuchos empresarios de éxito dicen que, con sus donaciones a buenas obras, quieren «devolver a la sociedad algo de lo que la sociedad les ha dado». No tienen por qué devolver nada: lo que la sociedad les entregó en forma de salarios o beneficios fue a cambio de los servicios que realizaron y los productos que idearon. Ya pagaron sus impuestos. Me parece muy elogiable que haya personas que, sea grande o pequeña su fortuna, quieran dotar una fundación para acoger niños huérfanos, erradicar la malaria o defender la libertad económica. Pero lo harán ex gratia cordis, pues no tienen obligación alguna de «devolver» lo que obtuvieron justa y legalmente gracias a lo que su actividad empresarial aportó a la sociedad.

La envidia es tanto más virulenta cuanto más cerca está el envidiado del envidioso, que así puede ver los éxitos del otro como algo que estaba a su alcance si la mala suerte o la malquerencia no se lo hubieran birlado. El envidioso a veces se contenta con alegrarse del mal ajeno, lo que los alemanes llaman Schaden-freude. Otras veces va más lejos e intenta causar algún daño al triunfador, aunque solo sea con la calumnia, como don Basilio en «el barbero de Sevilla». En casos extremos, estará incluso dispuesto a infligirse daño a sí mismo, con tal de que el envidiado sufra un daño mayor. Yago tomó ojeriza a Otelo porque había nombrado lugarteniente a Casio, cuando Yago pensaba que esa promoción le era a él debida. Ese desvío se transforma en envidia destructora cuando ve que no cesan los triunfos militares del moro, que Desdémona quiere apasionadamente a su marido y que Casio goza con su nuevo mando. La conspiración de Yago acaba destruyendo al nuevo lugarteniente, al general y su esposa –y a Yago mismo.

Hace siglos que las democracias vienen institucionalizando la envidia ciudadana. Un dicasterio de Atenas condenó a Sócrates a beber cicuta. Unos fariseos azuzaron al pueblo hasta forzar a Pilatos a refugiarse en la pregunta «¿qué es la verdad?». Hoy día, la envidia es más utilitaria: algunos envidiosos proponen que el pueblo confisque el patrimonio de «los ricos» para sufragar los gastos del Estado del bienestar. Comprendo que el pueblo se indigne contra las fortunas obtenidas por el favor o corrupción. Pero entiendo que se deja llevar por la envidia cuando, en nombre de la igualdad, denuncia el legítimo premio a la excelencia, cuando no entiende muy bien en qué consiste esta. ¿Qué función es esa de los banqueros que se les premia con sueldos y bonus multimillonarios? ¿Cómo justifican sus ganancias multimillonarias los dueños de los «fondos buitre»? ¿Por qué no limitar la remuneración de los directivos empresariales al equivalente de veinte salarios mínimos, susurra Pablo Iglesias? Nadie entiende qué hace un directivo que no pueda hacer cualquiera. El común de la gente comprende que Ronaldo o Nadal acumulen una fortuna, porque sus habilidades entran por los ojos y en un campo de fútbol o una cancha de tenis se vería enseguida que no valemos lo que ellos. Pero ¿qué mérito es el de los ricos en general? Si ganan más, ¡pues que paguen más! (como si un impuesto proporcional a sus ingresos no supusiera que pagan más). Así va la democracia: toma para el Estado casi la mitad del producto nacional, emitiendo deuda pública y cargándonos de impuestos confiscatorios, cuando debería ocuparse de limitar el poder político, fuente principal de la corrupción.

Me atrevo a preguntar a mis pacientes lectores si creen que Bill Gates ha servido mejor a la Humanidad creando Microsoft con su amigo Paul Allen o financiando y dirigiendo la Fundación Bill y Amanda Gates con su esposa. Es probable que me contesten que su gran obra es la Fundación, sin recordar cuánto más nos han facilitado la vida sus aplicaciones informáticas, y lo mismo podría decir de Steve Jobs. Los economistas Clark y Lee han buscado explicar por qué la gente aprecia más la labor de una Fundación que la de una empresa, distinguiendo entre la «moral magnánima» de las donaciones y la «moral mundana» de los negocios. La gente aprecia las acciones magnánimas porque quienes las realizan lo hacen intencionadamente, se sacrifican personalmente y benefician a personas identificables. En cambio, los hombres de negocios no buscan directamente el bien social, sino el enriquecimiento personal, y los bienes que producen van dirigidos a individuos anónimos y dispersos que además han de pagar por ellos. Todo ello hace que los grandes servicios de la empresa se tachen de «egoístas», aun cuando a menudo sea mayor el bienestar social que producen que el de actividades «sin ánimo de lucro».

En Occidente hemos sabido conducir la viciosa inclinación natural de la envidia por el cauce de la incruenta emulación –sea deportiva, artística, científica o económica–. En sociedades igualitarias como son las nuestras hemos de cuidar especialmente del libre mercado, que es la institución que principalmente trasforma el plomo de la envidia en el oro de una cooperación, no menos preciosa por ser las más de las veces involuntaria.

Pedro Schwartz, presidente de la MONT PELERIN SOCIETY.

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