La 'epiléptica' de España se llama Cataluña

España podrá tener muchos problemas, pero su actual encrucijada se llama Cataluña, porque aquí se juega su mismísima existencia. Preocupa la economía, la sanidad, el paro, las pensiones, la incertidumbre, la corrupción o la mismísima gobernabilidad, pero todas estas cuestiones, en absoluto menores, forman parte intrínseca de una sociedad moderna que no dispone de oráculos para prevenirlas. La encrucijada es otra cosa. Según la RAE, se trata de «una situación difícil y comprometida en la que hay varias posibilidades de actuación y no se sabe cuál de ellas escoger».

No se llega a este estadio de golpe y porrazo, sino por numerosos errores cometidos en la lectura de la brújula. Sobre todo por desconocimiento del terreno que otros van pisando sin que uno se apercibe de los numerosos temblores que se originan. No advierte la llegada de un terremoto, de un tsunami, de la erupción de un volcán adormilado o de todo ello a la vez. Ignorancia sobre su geología histórica, desconocimiento querido de su realidad evolutiva y, sobre todo, descanso en el sofá del «bueno, no pasará nada», al que se refirió ayer Josep Borrell respecto de quienes hasta ahora nada han dicho y menos han hecho para evitar la ruptura de la cohesión catalana y que una minoría asedie a la mayoría. Y al final, pasa.

Un icono de la izquierda europea, Bertrand Russell, mantuvo su honestidad intelectual aseverando que una proposición es verdadera tan sólo si se corresponde con los hechos. Los pragmatistas y los neopositivistas le combatieron defendiendo que las afirmaciones no se validan por los hechos, sino en virtud de su coherencia en el marco interpretativo. En otras palabras: Una proposición falsa puede convertirse en verdadera si se construye en un marco fantástico e ilusorio, necesariamente inmoral, con la finalidad de que sea mayoritariamente aceptada como verdadera.

Es lo hecho, sin pudor alguno, por los Artur Mas, Carles Puigdemont, Oriol Junqueras, Carme Forcadell, Ómnium Cultural, la CUP, la ANC, la CNC y los antisistema de procedencia diversa. Se han constituido en un auténtico ejército perfectamente organizado, con la anuencia de todos los medios de comunicación con sede en Barcelona. Los públicos, con innegable acento fascista, pero también los privados, La Vanguardia y Rac1 incluidos, como señalaron el catedrático Francesc de Carreras y Josep Borrell, antiguo ministro y presidente del Parlamento Europeo en el acto de presentación del libro Escucha Cataluña, escucha España, ante las mismísimas narices de Javier de Godó, Conde y Grande de España, a quien el estamento nobiliario, incluido el catalán, piden al Rey Felipe VI que lo expulse del cuadro de honor por «traidor». Desde su exclusivista perspectiva, razones no les faltan a los nobles.

El embrollo nace, según estableció el soberbio de Mas, con la sentencia del Tribunal Constitucional relativa al Estatuto de Autonomía de 2006. Una afirmación falsa en grado absoluto. Así empezó la construcción del marco ilusorio cuando la realidad, concienzudamente escondida, no era otra que solo uno de cada tres catalanes refrendaron con su voto el texto que venía a abolir el Estatuto de 1979. Aquello fue la demostración -avalada por docenas de encuestas anteriores- de que los catalanes, en aquel entonces, no tenían entre sus prioridades, ni tan sólo en sus treinta primeras, un cambio tan drástico de la ley que regía su autonomía política. Fue el «yo más que tú» en materia catalanista entre Maragall y Mas que trae causa de todo cuanto ocurre. Convirtiendo la mentira en verdad -España nos roba, por ejemplo-, Cataluña se erige de nuevo como la «gran epiléptica» de España, en expresión acuñada por el periodista y escritor Agustí Calvet, Gaziel, en su libro Todo se ha perdido, una vez constado que el presidente-mártir, Lluís Companys, había llevado a Cataluña a un estado de locura tal que se había convertido en su perdición, como ya había vaticinado.

Sobre estos cimientos se ha construido lo que hoy todos padecemos. El gran enigma es cómo acabará este golpe de Estado asestado a España y suscrito por todo el Gobierno autónomo de Cataluña -el conseller Santi Vila también, aunque ahora cante por soleares a los únicos efectos de subsistir el día después- y la mitad más uno de los miembros del Parlament. Porque, dejémonos de eufemismos, la violación deliberada de la legalidad vigente y de las sentencias judiciales firmes emanadas de órganos constitucionales legítimos es el mejor sinónimo del frustrado 23-F. El nuevo tejerazo lo han propiciado las autoridades catalanas con la descarada complicidad de la ANC y de Ómnium Cultural y en medio de la asonada silenciosa de los próceres y de las dinastías barcelonesas, es decir, la burguesía y la sociedad civil, siempre tan proclives a que el Estado les saque las castañas del fuego. Ellos al Liceo o al saqueado Palau de la Música, y la Policía Nacional y la Guardia Civil en las calles poniendo orden, mientras los Mossos -els nostres- se lo miran de reojo.

La masiva manifestación de ayer en Barcelona, repudiando a los golpistas y defendiendo la democracia, así como la unidad de España, lo pone de manifiesto. Cataluña está carcomida por dentro y quebrada su convivencia por fuera. Son autores sus gobernantes y la retahíla de sinvergüenzas para quienes la ley no obedece al principio democrático, sino tan sólo a sus sueños imposibles. La grandísima movilización de ayer ha tardado casi seis años para poderse producir. Hay miedo en la calle y hay miedo en los hogares. Esto explica que agrupar a más de un millón de personas a favor de la concordia haya costado tanto porque, como dijo Vargas Llosas, «la razón ha sido barrida por la pasión» que, a su vez, «mueve el fanatismo y el racismo». Cierto, porque ha regresado aquello de que «si no estás conmigo, estás contra mí». En términos históricos, un guerracivilismo sin armas. Por ahora.

Sobre la mesa, la declaración unilateral de independencia (DUI) que podría darse este martes en el Parlament, si Puigdemont persiste en su ilegal legalidad. Según ésta, a la proclamación de los resultados del falso referéndum, le sigue la DUI en cuarenta y ocho horas, como le han recordado la CUP, la ANC, Ómnium y la CNT, prestas a movilizaciones permanentes y a la toma de espacios públicos que alteren cualquier atisbo de normalidad. La irresponsabilidad y la deslealtad ya está sumiendo Cataluña en el caos. Y todo en nombre de una falsa mayoría independentista: el 47,8 % cuando las autonómicas de 2015, el 42,01% cuando las legislativas españolas, y 2,04 millones de síes frente a 5,31 millones de ciudadanos inscritos en un censo robado. Han conseguido lo que Russell combatía: Que una minoría alce la voz en nombre de Cataluña y que la mayoría pase desapercibida en un fatídico juego de espejos. La hitleriana propaganda independentista se ha impuesto mediante un puñado de falsedades.

En su ya gallináceo vuelo, Puigdemont se ha sacado un as de la manga llamado «mediación», mientras Andreu Mas-Colell, en significativo artículo publicado en Ara, le echa un cable descalificando a la DUI con tan buenas palabras que, bien leídas, sirven a lo contrario de lo que propone, pues sugiere una tregua de uno o dos años de «suspensión activa y temporal de la unilateralidad». Un sofisma en estado cristalino. Así que o mucho me equivoco, o mañana el president seguirá el guion de quien fuera conseller con Mas invocando que son muy numerosos los «mediadores» y que él está a la espera de lo que suceda, por lo que aplaza sine die la DUI, depositando la confianza en alcanzar un acuerdo con el Gobierno de España. Tan sólo el bla, bla, bla puede mantenerlo en Palau.

En ningún lugar del mundo, ningún Estado cede a un chantaje como el explicitado. Cataluña está en caída libre en cuanto a seguridad jurídica, estabilidad institucional, economía e imagen. Es un tumor canceroso en vías de expansión hacia toda España porque unos locos lo han querido así y los que locos no son lo han permitido cuando no ayudado. ¿Estamos o no estamos en un Estado democrático y de derecho? Si el Gobierno de España se lo cree, ni debe aceptar la mediación de nadie, ni tampoco caer en ese tramposo alto el fuego, ni negociar con Puigdemont y los suyos. Debe actuar ya, echarlos, pues la espera es pura asfixia para él y oxígeno para los golpistas.

Josep López de Lerma fue portavoz de CiU en el Congreso de los Diputados y es autor del ensayo Cuando pintábamos algo en Madrid (ED Libros, 2016).

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