La epopeya del Rey

No es mi intención en este artículo entrar en el debate sobre la figura de Don Juan Carlos. Este es un tema que ha sido ya objeto de análisis por numerosos líderes de opinión. Creo firmemente que sea cual sea el sentido de los posicionamientos, se deben expresar sin dejar de poner en máximo valor los cruciales servicios de Juan Carlos I a la democracia.

Pretendo en estas líneas exponer filosóficamente las condiciones arquetípicas o épicas para que una monarquía resulte útil en su sociedad. Me he remitido, en otras tribunas, a la célebre teoría platónica del rey que es también filósofo. Voy a recurrir, aquí, a otro referente universal: una de las mitologías más fabulosas y poderosas jamás escritas en cualquier cultura del mundo y, sin duda, la mayor epopeya creada por un solo autor: el célebre y fascinante poema persa titulado El libro (o epopeya) de los reyes, el Sháh Nameh escrito por Ferdousí hacia el año 1.000.

Se trata de una emocionante narración épica –en parte, mítica; en parte, histórica– de las peripecias, aventuras y gestas de reyes, héroes y algunos seres fantásticos. A diferencia de la mitología griega, las historias del Sháh Nameh no transcurren entre dioses y héroes, sino entre héroes y reyes, pues, en contraposición a la griega, la religión zoroástrica es monoteísta. Los reyes son, así, personajes sobre los que recae la confirmación divina en forma de una irisación fosforescente de esplendor, efecto al que, en persa pahlaví, el poema se refiere con el término avéstico de xwarra (o farr). Aparecen y reaparecen, en tales tramas y relatos, monarcas buenos y reyes tiranos, así como héroes y villanos, en continua lucha con las fuerzas del bien y las fuerzas del mal. Uno de los motivos recurrentes de las leyendas y hechos contados por el sabio Ferdousí, que confiere gran interés e intensidad a esta joya literaria y sofiológica (en denominación de mi maestro Eugenio Trías) es que tal aura de gloria que propicia confirmación a los monarcas victoriosos, asistiéndolos en sus éxitos y esplendor, no es la gracia arbitraria de Dios, sino que es efecto y resultado de la confluencia de dos virtudes que caracterizan a todos los reyes gloriosos de esta epopeya. Por un lado, el alto grado de intelección juiciosa y sabiduría racional con la que toman sus decisiones y llevan a cabo sus proyectos. En segundo lugar, su sincera abnegación; esto es, el hecho de que en sus reinados los guíe un genuino afán de servicio a su pueblo, y no la soberbia, egolatría o megalomanía. Cuando un sháh o monarca sucumbe, por haber cosechado éxitos, ante un delirio de grandezas o cede a sus deseos egoístas, pierde la motivación de servir a su pueblo, perdiendo así, en consecuencia, esa luz de esplendor o aura de victoria que le investía de soberanía, precipitándolo, entonces, a su ocaso y caída. En ello cifra el Sháh Nameh la raíz de cada tragedia que, a lo largo de la historia, padece el pueblo iranio, tras cada época de esplendor, y a ello atribuye esta epopeya la causa de las derrotas iraníes sufridas por las invasiones extranjeras, como las protagonizadas por Turán, Alejandro Magno o, ya en la era sasánida, la conquista árabe. Es el caso de los legendarios Jamshid, Key Kavus, Fereydun y tantos otros soberanos que pierden esas cualidades de rectitud, a diferencia, por ejemplo, de los reyes que no son vanidosos y se resisten a sacrificar su virtud moral, como es el caso de Iradj.

Como ha sabido ver recientemente Nader Saidi (UCLA), esa mencionada primera cualidad que garantiza que un rey siga contando con la gloria divina –a saber, la observancia del principio racional en la gestión de su reinado y soberanía– va acompañada, en el Sháh Nameh, del ejercicio de la consulta, por parte del monarca, con los héroes que representan los deseos, aspiraciones e ideales del pueblo; el prototipo de ellos es Rostam. La segunda gran virtud que hace que un sháh persa siga gozando del halo de gloria y, por tanto, continúe como soberano cosechando victorias y disfrutando del prestigio y afecto de su pueblo reside, justamente, en desapegarse de las ansias de conservar el trono y la corona.

No es casual que Bahá’u’lláh (1817-1892), un renovador de ese xwarra o esplendor milenario, profeta universal y descendiente de los reyes sasánidas que declinó ser ministro, haya predicho una doble señal para la madurez de la humanidad en la era de la globalización: el ejercicio vinculante de la consulta racional en toda toma de decisiones, y la resistencia general de las personas a ostentar el poder, al tiempo que haya reivindicado la necesidad de lograr una combinación que armonice en una sola fórmula monarquía y república.

Arash Arjomandi es filósofo y profesor en la UAB.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *