La equidistancia imposible

No quiero dudar de la buena intención de quienes emulan a Salomón cuando afirman que ante el conflicto vasco ellos no están ni con unos ni con otros, que todas las partes tienen que ceder un poco, que tan hartos están de un bando como del otro, pero me atrevería a sospechar que, en la mayoría de los casos, este modo de argumentar es un excelente recurso para no opinar, para no enterarse, para desentenderse de las miserables secuelas de varias décadas de terrorismo vasco. Quienes así se comportan se convierten, supongo que sin quererlo, en el mejor exponente de la miseria moral que hemos heredado de ETA: mejor no ver, no oír, no saber, no opinar... que aquí nos conocemos todos.

Hay silencios valientes -pienso en el de la última concentración de las 12 contra el asesinato de Eduardo Puelles- y silencios cobardes y cómplices. Estoy leyendo estos días 'La noche de las víctimas', la Investigación sobre el Impacto en la Salud de la Violencia Colectiva (ISAVIC) en el País Vasco, editado por la Fundación Fernando Buesa Blanco, y se me hace tan estremecedor el testimonio de su aislamiento, su inclinación al silencio, a la somatización, a la evitación y a la psicopatología, trastornos tan obviamente asociados a la falta de apoyo y reconocimiento social, que me resulta difícil callar ante las declaraciones de Aintzane Ezenarro (EL CORREO, 6-7-09) en las que acusa a socialistas y populares de estar apostando por el «revanchismo» mientras que ellos, Aralar, «apuestan por una paz sin vencedores ni vencidos».

En este caso no sé si dudar de sus buenas intenciones porque su invitación a la equidistancia no tiene la voluntad salomónica que en líneas anteriores atribuía al idiotismo moral de buena parte de la población vasca cuando prefiere no definirse. No, en este caso es peor porque lo que se pretende es ignorar la magnitud de los crímenes terroristas no sólo en sus víctimas sino en toda la población, como si se pudiera legitimar toda esa ignominia de silencios, complicidades y fanatismos y, de repente, pudieran borrarse diciendo que hay que pasar de página y mirar para adelante.

El planteamiento de Ezenarro pudo tener su lógica en el 77 cuando, de hecho, no quedó un solo etarra en las cárceles porque una interpretación más que generosa de la Transición permitió aclamar como héroes a algunos asesinos. Las argumentaciones legitimadoras del terrorismo, llamémosle 'el uso político de la violencia', siempre discutibles, pudieron durar hasta entonces -ya saben, la prepotencia policial, las humillaciones de todo tipo, la tácita acumulación del odio tras una guerra perdida- pero no resisten la tentación de la equidistancia a partir de la aprobación de la Constitución y del Estatuto de Gernika. ¿Que nos ha costado décadas renunciar al milenarismo marxista de los años setenta? Lo sé perfectamente pero no sólo no hay el menor motivo para justificar la impunidad o la tolerancia hacia quienes han seguido buscando argumentos políticos para el crimen sino al contrario: han sido tales los estragos que la legitimación nacionalista del crimen y de la extorsión han producido en la comunidad vasca a niveles económicos, laborales, sanitarios, familiares, recreativos, educativos pero, sobre todo, éticos, morales o convivenciales, como se prefiera, que todo el acento que se ponga en la reparación del daño causado a las víctimas del terrorismo será poco.

El último informe del Ararteko ha vuelto a confirmar la enorme dimensión de la amenaza etarra y, sobre todo, de sus secuelas morales. La tibieza con la que los adolescentes vascos condenan el terrorismo probablemente no tenga parangón en cualquier otro país civilizado. Pero no nos engañemos culpando sólo al sistema educativo de ello. Es verdad que, salvo iniciativas individuales y testimoniales, no ha existido aún ningún proyecto serio de educación para la paz y no sé cuándo lo habrá al paso que vamos, pero como en tantos otros aspectos, los defectos que vemos en niños y en jóvenes no son sino el espejo de sus padres. De poco servirán las bienintencionadas iniciativas pedagógicas que pongan al alumno en contacto con las consecuencias de la barbarie terrrorista si en su entorno afectivo más inmediato se sigue insistiendo en que todos los bandos cometen parecidas barbaridades, ya para justificar a los 'nuestros', ya para mantener las distancias hacia cualquiera de ellos. Sin un compromiso explícito y activo del conjunto de la sociedad será difícil arrebatar la aureola heróica de la 'lucha armada', término con el que todavía demasiadas personas denominan al terrorismo, y digan lo que digan quienes se alarman porque se habla demasiado de las víctimas en los medios de comunicación.

Yo puedo entender perfectamente que quienes vivieron la Guerra Civil y padecieron de uno u otro bando sus consecuencias -enseguida argumentaré por qué aquí sí cabe hablar de bandos- digan estar aburridos de tanto hablar de las víctimas. Ellos tuvieron que apechugar en silencio con su dolor, su orfandad y sus carencias y comprendo que, íntimamente, pueden preguntarse por qué entonces no y ahora sí. Les respondería remitiéndoles a ese estudio 'La noche de las víctimas', antes citado, donde desde una perspectiva médica se muestra cuán difusas son las fronteras de la patología en este tema y cómo la recuperación de las víctimas puede depender muy mucho de la terapia psicológica, de la firmeza de sus propias convicciones ideológico-religiosas, del apoyo institucional y, sobre todo, del calor humano de vecinos y familiares. Que tras la Guerra Civil nadie aspirara a tales consuelos -¡bastante había con sobrevivir!- no es razón para evitarlos o ignorarlos ahora. De hecho, si sólo una parte de lo que los expertos recomiendan se hubiera puesto en práctica en su día, la que se refiere a expresar y sacar los sentimientos en lugar de ocultarlos y reprimirlos, quizás no habría sido tan intensa la transmisión de odio y dolor que fue caldo de cultivo del terrorismo etarra primigenio.

Habrá quien siga banderizo, preguntándose por qué no aludo a las víctimas 'del otro lado'. No ignoro a los GAL ni otros excesos policiales y parapoliciales, y sé que la legitimación democrática del Estado no impide que éste sea responsable de muchas injusticias, pero el abc de la convivencia exige la renuncia a la violencia, el rechazo a quien se toma la justicia por su mano. Yo no tengo inconveniente en considerar víctima a quien se despedaza con la bomba que estaba manipulando o a quien muere en un enfrentamiento con la Policía. Ahora bien, básicamente les considero víctimas de sí mismos, del camino que eligieron, de las consecuencias provocadas por una decisión suya. Como todo ser humano se merecen un respeto como personas, no así sus acciones, más propias de bestias. Nada que ver con el policía que provoca muerte o dolor innecesario en sus víctimas, porque no lo hace desde la libre intención sino como parte de su trabajo -el de administrar el monopolio estatal de la violencia- por mucho que pueda hacerlo fatal y sea merecedor de castigo por ello. Entiéndaseme, que es un asunto delicado, no pretendo justificar ningún exceso policial, todo lo contrario, sólo pretendo argumentar que en la lucha terrorista no hay dos bandos, sino meramente un grupo que pelea contra un Estado que representa la mayoría social, o sea, contra todos, nos guste más o menos, nos identifiquemos con el gobierno o con la oposición. Por eso no está bien, en mi opinión, lo de «ni vencedores ni vencidos», porque esto no es ni una guerra, ni una pelea en el patio del colegio.

Lo que está en juego, en cambio, es nuestra dignidad como pueblo, ésa que empezamos a perder brindando por la muerte intencionada, aceptando como objetivo militar a las mujeres embarazadas de maridos policías o a los niños de las casas-cuarteles. Hemos sido capaces de no oír en la madrugada el estrépito de un claxon donde reposaba la cabeza de Antonio Ramírez, guardia civil asesinado, como tantos otros, por el mero hecho de serlo. Seguimos siendo capaces de cruzar de acera cuando vemos venir al vecino con sus guardaespaldas, capaces de arropar a los asesinos en homenajes públicos porque 'son de aquí' mientras omitimos el menor detalle de humanidad ante esa viuda reciente porque 'es de allá', como si fuéramos trogloditas. En fin, para qué seguir, si ya nos entendemos. ¿Tan difícil es comprender que sólo saldremos vencedores de esta historia cuando venzamos al terrorismo en todas sus expresiones, aún en las más sutiles?

Vicente Carrión Arregui, profesor de Filosofía.